jueves, 27 de agosto de 2009

ACTEAL Y EL PARAMILITARISMO

Muy tarde me sumo al debate; no puedo sin embargo eludir esa responsabilidad. Contar sólo con un espacio semanal para escribir y comprometerse además con artículos divididos en varias partes, me hace caer a veces y en asuntos tan importantes y tan dolorosamente cercanos para mí como el de Acteal, en largos e inexcusables silencios.

He seguido de cerca los distintos puntos de vista que en este y otros diarios se han expresado. Comprendo y comparto la desesperación, la rabia, la indignación, la preocupación de los sobrevivientes de esa comunidad Chiapaneca y de muy amplios sectores de la opinión pública nacional ante el fallo de la Suprema Corte de Justicia.

Aunque entiendo que los vicios del proceso judicial –explicables por la urgencia política del caso (el gobierno quería escurrir el bulto a todo trance) y sobre todo por la naturaleza misma de las autoridades responsables de integrar la averiguación (acostumbradas a actuar a su antojo y a fabricar pruebas)- pudieron hacer que, en efecto, hubiera –como dice Héctor Aguilar Camín- “inocentes presos y culpables libres”.

No puedo, sin embargo, aceptar que la corte, haya terminado –porque ese es a fin de cuentas el resultado final- por extender, aduciendo razones de carácter técnico jurídico, una especie de patente de corso a los grupos paramilitares que existen y operan en Chiapas.

Entre los culpables libres, sobre los que la corte no quiso pronunciarse siquiera y bien podía haberlo hecho por la relevancia del caso, están aquellos que en los distintos órdenes de gobierno y las más variadas dependencias federales y locales alentaron, desde el escritorio, la formación de esos grupos y están también aquellos que en el terreno los financiaron, los entrenaron, los armaron y los instigaron a matar.

Purgaron y purgan prisión sólo algunos de los miserables, indefensos ante el propio estado que los utilizó, que apretaron el gatillo o empuñaron el machete para masacrar a los niños, las mujeres y los hombres que hacían en Acteal, esa noche, un ayuno por la paz; los verdaderos autores intelectuales de la masacre están libres; jamás fueron procesados.

Hasta el más elemental de los manuales de contrainsurgencia establece que para combatir a un grupo rebelde es preciso formar grupos paramilitares. Extirpar de un territorio como Chiapas a una guerrilla que creció en el silencio y fue capaz de construir una muy amplia base social implica necesariamente “sacarle el agua al pez” y para eso hay que ensuciarse las manos o más bien encontrar quién se las ensucie.

Un gobierno y un ejército, sobre todo cuando se ven sometidos al escrutinio de la opinión pública nacional e internacional, no pueden darse el lujo de combatir a sus anchas; los derechos humanos, las leyes son para las fuerzas regulares un estorbo en este tipo de conflicto.

Revertir la situación de desventaja táctica en la que el control del terreno y el apoyo popular a la guerrilla colocan al ejército implica necesariamente delegar ciertas responsabilidades en grupos irregulares que no están sometidos a una doctrina, a una disciplina de fuego, a la necesidad de identificarse y actuar bajo una bandera.

Se alientan entonces, para reclutar a esos combatientes, –de acuerdo al manual y de manera sistemática- los odios interétnicos, las diferencias religiosas. Se alimenta la ambición de unos cuantos. Se potencian los conflictos agrarios.

Se transforman también las tradicionales guardias blancas que cuidan de los intereses de finqueros, caciques y terratenientes en cuerpos ideologizados con una misión sagrada; expulsar al subversivo, defender la religión, la patria, la propiedad.

Se siembran así en las distintas comunidades, de las que se hace un estudio detallado y en las que se reclutan informantes, problemas de todo tipo. Ahí donde –como en Los Altos de Chiapas- ya hay fuego se riega gasolina y tanta que luego la responsabilidad del crimen de tan enmascarada termina por diluirse.

Quien dice entonces que la masacre de Acteal es resultado de un conflicto interétnico se queda cómodamente instalado en la coartada de la contrainsurgencia y le da además –o quiere dárselo- a la simulación el peso de la verdad histórica. De eso se trata precisamente, de dar el golpe y esconder la mano.

Otro de los principios de la contrainsurgencia, sobre todo en zonas rurales aisladas, es producir, con la adecuada cobertura, crímenes ejemplares.

Hay que mandar, piensan los estrategas de la contrainsurgencia, a quienes apoyan a la guerrilla un mensaje claro y contundente; estar con la subversión es morir.

Muchas veces, desgraciadamente y en tanto que la guerrilla tiene instrumentos para defender a quienes son parte de sus bases de apoyo, los portadores de este mensaje de terror y muerte, las victimas de los crímenes ejemplares, son pobladores neutrales que por razones religiosas incluso están en contra de la lucha armada.

Quien dice que en Acteal se produjo una batalla olvida entonces que ahí sólo los atacantes estaban armados y que Las Abejas no eran precisamente simpatizantes del EZLN.

Por eso atacaron ese lugar los paramilitares; porque podían actuar con seguridad y tanta que se dieron el lujo de apilar a los muertos y luego, quizás, eso no lo sé de cierto pero lo supongo, de terminar a machetazos su tarea.

jueves, 20 de agosto de 2009

LA TELEVISIÓN Y LA RESTAURACIÓN

El régimen autoritario, que durante décadas padecimos en México, usó a la televisión privada como uno de sus puntos de apoyo fundamentales; el control mediático fue junto a la perniciosa y precisa combinación de represión, corrupción e impunidad una de las claves de su poder. El presidente en turno podía sentarse seguro en la silla y garantizar el traspaso del poder a su delfín con toda tranquilidad porque, entre otros mecanismos de control a su alcance, tenía la absoluta certeza de que la televisión no habría de fallarle porque él, entonces único concesionario importante, era - a confesión de parte relevo de pruebas- un soldado del PRI.

En la pantalla de la televisión el México real no aparecía jamás; ni siquiera por casualidad, menos todavía en los noticieros. Pero esa ausencia del entorno, de la textura, del color y el sabor de la vida real no se registraba sólo en los programas informativos. Las historias de las telenovelas, por ejemplo, corrían y corren aún hoy, en escenarios imaginarios, con tramas inverosímiles. Ni un solo personaje, ni un solo diálogo siquiera remitía, así fuera por equivocación, a la realidad; todo era una ficción insustancial, sin ningún rasgo de credibilidad.

Para los opositores de todo tipo, incluso los que dentro del mismo partido de estado se rebelaban contra el presidente en turno, para los luchadores sociales, los demócratas no había posibilidades de siquiera colarse en los noticieros, menos todavía en las estructuras de producción. Ni el 68, ni el 71, ni ningún otro movimiento político o social, no importa su relevancia, tuvieron tampoco presencia alguna en la pantalla. La televisión mexicana crecía de espaldas a México.

Desde el gobierno se amenazaba y extorsionaba al concesionario para garantizar su lealtad incondicional y se tenía un estricto control de todas las emisiones de todos sus canales: El secretario de Gobernación era, en realidad, el jefe de noticiarios y también el que dictaminaba el carácter y contenido de casi toda la programación. Nada se le escapaba; el menor pecado, generalmente de individuos que se atrevían a desmarcarse, era castigado severamente. A la censura se sumaba una feroz autocensura; muchas veces los despidos se producían aun antes que la llamada del funcionario a cargo.

Pero, fieles al fin y al cabo al método priista, los altos funcionarios y muchas veces el mismo presidente en turno no sólo reprimían a la televisión y a quienes la hacían sino que iban también entregando, como pago por los servicios prestados más prebendas, más privilegios. Así el mayor concesionario de la televisión mexicana fue recibiendo más concesiones, más frecuencias, más redes nacionales, más canales, más medios, más sistemas de trasmisión, con la ilusión, por parte de quienes pagaban así los favores concedidos, de establecer una complicidad transexenal y garantizar así un manto de impunidad que les cubriera.

Pero al contrario de Saturno que devoró a sus hijos, la televisión terminó devorando al régimen autoritario. Caro le costó al PRI –y también al país- haber construido un poder paralelo de tal tamaño. Muy tarde ya, Salinas de Gortari, intentó poner coto al poder de Televisa entregando la concesión de Televisión Azteca. Las maniobras, a través de su hermano Raúl para, emulando a Miguel Alemán, colocarse dentro de las estructuras de control de la nueva televisora fracasaron y con su defenestración mediática comenzó a construirse la nueva relación entre la televisión y el estado.

Las dos televisoras se dieron cuenta pronto de que su poder sumado era mayor al de cualquier gobierno; constituidas entonces como gran elector dieron, en el marco de un ejercicio de validación social y de repliegue táctico, espacio a la oposición. Llegó así Vicente Fox al poder y de inmediato se puso de rodillas ante la pantalla y prácticamente abdicó ante la televisión.

En el 2006 a Felipe Calderón la presidencia se la puso en bandeja de plata la misma televisión. Al tiempo que el poder presidencial disminuyó el de la televisión creció al grado de obligar al gobierno e incluso al congreso, pese a su discurso de apertura económica, a cerrar el paso a cualquier nuevo competidor.

Como el PRI en sus últimos tiempos hoy el PAN es, debido a los favores recibidos, ya sólo una especie de concesionario de la Presidencia de la República. Como el PRI ha debido pagar tanto a la televisión privada por sentarse en la silla presidencial, hoy, vaya paradoja, está a punto de perderla. Pesan sus errores en la conducción del país, es cierto, pero mucho me temo que pesa más su dependencia ante la pantalla.

De nuevo, pues, y de la mano de la televisión privada, el PRI de Enrique Peña Nieto, convertido ya en una estrella más del canal de las estrellas, prepara el escenario de la restauración del antiguo régimen. No tendrá, sin embargo, este delfín mediático construido con tanto esmero y cuya boda de telenovela será –transgresión al género- no el fin sino el inicio de su historia, a los concesionarios como soldados a su mando. Al contrario. Como aun las más grandes estrellas son, a fin de cuentas, sólo empleados del dueño de la pantalla; Peña Nieto, si es que llega, se verá obligado, presidente y todo, a bajar la testa y hacer lo que la pantalla le ordene para no perder de nuevo la concesión.

Triste historia la nuestra si las cosas siguen así; condenados nos veremos a padecer otro refrito de telenovela y de régimen.

jueves, 13 de agosto de 2009

SUMAR PARA MULTIPLICAR: AMLO Y EBRARD

Segunda y última parte

De los liderazgos visibles de la izquierda mexicana hay al menos dos; el de Andrés Manuel López Obrador y el de Marcelo Ebrard, que pueden, sumados, acelerar y conducir el urgente proceso de recuperación de la misma, pero que, si se dividen y se enfrentan, si sucumben a las seducciones del poder, harán la debacle irreversible. Si eso sucede perderán ellos y sus partidarios pero también perderá el país. Reconstruir a la izquierda es una responsabilidad histórica que no debe eludirse y que no puede, tampoco, hacerse sin una dirigencia unida en torno a principios firmes y claros y no por conveniencia. Que tenga prestigio, solvencia moral y capacidad de comunicarse con la gente. Atrás han de quedar, si quiere la izquierda recuperar la confianza y el voto de la gente, las intrigas palaciegas, las ambiciones personales, la mezquindad que con tanta frecuencia acompañan su quehacer político.

En este país urge un cambio; más de veinticinco años de neoliberalismo nos tienen al borde del colapso. A riesgo de repetirme insisto en la imprescindible letanía; es preciso construir ya una opción real y posible de transformación que devuelva la esperanza de bienestar a las mayorías empobrecidas, de contendido real a la democracia y abra los cauces de un desarrollo con justicia y libertad. López Obrador o Ebrard pueden conducir ese barco a buen puerto o hacerlo naufragar.

Es temprano para decir quién, de ellos dos, debería ser –por sus merecimientos y capacidades, por la confianza que inspira a la gente, por sus posibilidades reales de obtener la victoria- el candidato a la presidencia en el 2012 o bien si a ninguno de los dos corresponde esa tarea y les toca más bien a ambos apoyar a un tercero. Lo que está claro ya, sin embargo, es que son piezas claves en el proceso de reconstrucción de la izquierda y que sólo sumados pueden ser capaces de multiplicar.

Sus adversarios, ese es el pan de cada día, al tiempo que alimentan las ambiciones de cada uno, manejan la tésis de la confrontación entre ellos y aspiran, con su obsesiva reiteración a hacerla realidad. Abundan las informaciones y los dichos que los colocan en posiciones antagónicas y hablan ya de una ruptura inminente. Goebbels era un criminal pero no un imbécil. Si cualquiera de ellos se equivoca. Si la ambición personal, los engaños de sus enemigos, la presión de sus partidarios –ansiosos de beneficiarse con el ascenso de sus jefes- los hace aferrarse a la posibilidad de sentarse en la silla presidencial y chocar contra aquel junto al que debieran luchar hombro con hombro; si de nuevo se instala la división entre la izquierda electoral mexicana no cargará esta sólo con la vergüenza de una segunda derrota consecutiva. Qué va. Eso es lo de menos. Sobre su espalda llevará la fractura de la paz social en el país porque la alternancia real de proyectos económicos y de gobierno es, a estas alturas, la única garantía de que ésta se mantenga.

Atenerse a los principios y no a los dogmas tradicionales de la izquierda, entender que al pueblo se sube y que, por tanto, hay que hablarle con dignidad, inteligencia y decoro. Desechar por antiguo, improcedente y probadamente ineficiente el vacuo discurso populachero, agitador, que funciona por teatral –y a veces- al calor del mitin pero del que los medios se sirven para golpear. Evitar por otro lado la vana aspiración de presentarse como una “izquierda decente” y cancelar con ese propósito la defensa de los intereses de las mayorías empobrecidas. Sumarse a un debate de ideas y rechazar la típica tendencia de izquierdistas de viejo cuño, ex priistas y aventureros, a sustituirlo por la conspiración y la grilla. Abandonar la complacencia ante el espejo y abrirse al mundo y al conocimiento. Acercarse a los jóvenes –que nunca habían estado tan lejos y con tanta razón de la izquierda- y aprender a hablar, sin el auxilio de mercadólogos y charlatanes que terminan por hacer que sus asesorados actúen como payasos, su mismo lenguaje. Sentir en carne propia la frustración que los embarga; el vacío en el que se mueven y aprender a tocar, de nuevo, ese diapasón que en el 68, en el 88, en el 97 los hizo movilizarse, luchar, vencer. Ser por eso y para eso flexibles, imaginativos, audaces, tolerantes frente a aquellos que piensan diferente, intransigentes ante la impunidad y la injusticia, constantes en el señalamiento de las fallas del adversario, inclementes en el reconocimiento de las propias. En fin; rehacerse, reinventarse, darse cuenta de que, de alguna manera, si no todo está perdido de seguir así las cosas muy pronto lo estará.

López Obrador y Ebrard han de emprender esta transformación bajo la lupa de la sociedad –descreída y distante- y el asedio de muchos y muy poderosos enemigos decididos a destruirlos y a sembrar entre ellos la discordia. Uno, Lopez Obrador, carga sobre la espalda el enorme desgaste sufrido tras tres años de lucha contra el gobierno calderonista y resultado también de su empecinamiento. Otro, Ebrard, el desgaste producto –y que habrá de profundizarse- de estar al frente de una ciudad ingobernable a la que el país, que entró en barrena, arrastra en su caída. Pero más allá de enemigos y circunstancias adversas están sus propios demonios y la posibilidad de que no sean, por tanto, capaces de repetir ese acto de inteligencia, generosidad y congruencia moral de Heberto Castillo en 1988 cuando el Ingeniero, pensando en el país y no en sus aspiraciones personales, detonó el proceso que llevó a la izquierda a las puertas del poder.

jueves, 6 de agosto de 2009

SUMAR PARA MULTIPLICAR: AMLO Y EBRARD

Primera parte

“La nada tiene prisa”
Pedro Salinas

Si bien la tarea de reinvención de la izquierda es impostergable y no puede eludirse más tiempo un debate de ideas consistente y profundo sobre cómo lograr, desde una perspectiva de compromiso real con las grandes mayorías empobrecidas, la transformación del país. Si bien, insisto, es preciso un severo cuestionamiento ético a los usos y costumbres de la izquierda electoral mexicana y el desplazamiento de los puestos de dirección de aquellos que han dilapidado el capital político acumulado por ésta luego de tantos años de lucha. No puede ya, por ningún motivo, cederse más terreno. Permitir que la transición democrática se frustre definitivamente con el retorno anunciado del PRI, dejar que el país marche de regreso al pasado, es un crimen de lesa patria. El año 2012 está a la vuelta de la esquina; no hay tiempo que perder.

Por eso y en tanto en el seno de la izquierda se produce o debe producirse una autocrítica inclemente hay que saber, también, ver hacia adelante y actuar, de inmediato, en consecuencia. La derrota sufrida en las últimas elecciones, pese a sus catastróficas dimensiones, no puede ya seguir paralizando a aquellos que tienen la tarea de retomar sin demora la lucha.

La cuesta que ha de subirse es, a consecuencia de los tantos errores cometidos y también del asedio de los poderes fácticos, demasiado empinada, tanto que se antoja casi imposible de remontar. Más se ha recorrido, sin embargo, desde la persecución y la muerte, desde las mazmorras y la clandestinidad.

Recuperarse, estar incluso en posibilidades de obtener una nueva victoria en las próximas elecciones presidenciales debe ser el objetivo que convoque y una, sin más dilación, a todos aquellos que piensan que en este país las cosas tienen que cambiar y que una izquierda revitalizada, imaginativa , es el instrumento adecuado para lograr ese cambio.

No se trata sólo de perderse en discusiones sobre el futuro del aparato burocrático y de las distintas sectas. Tampoco se trata de atrincherarse en los reductos que se han conservado; de dedicarse a satisfacer ambiciones personales y ponerse al servicio de los cómplices y las clientelas que hicieron posible el mantenimiento de esas posiciones. Hay que alzar la mira. Urge hacerlo.

Lo que está en juego no es el partido, tampoco el disfrute de las prerrogativas sino la tarea de abrir cauces a la justicia en este país donde imperan la corrupción y la impunidad y donde la brecha entre los pocos, poquísimos ricos y los muchos pobres que son cada vez más pobres, se hace más ancha cada día.

Si este proceso pernicioso de separación, de ruptura, entre los mexicanos que lo tienen todo y los otros muchos millones que no tienen nada continúa, si esta herida que nos divide se ahonda este país no tiene futuro. Tarde o temprano las desgarraduras serán de tal tamaño que no podremos siquiera reconocernos como conciudadanos.

Cerrar el paso al PRI; acelerar la caída del PAN, corresponsables ambos de la debacle, liberar al país del modelo neoliberal que lo tiene atascado es darle una esperanza a esta nación dividida. Esa –y no la de seguir el juego al adversario- es la tarea de la izquierda; en ella debe ya centrar sus energías.

Porque para eso también sirve el poder y por eso hay que buscarlo y conquistarlo en las urnas; para recuperar, como nación, un destino común.

Para vencer –como decía Miguel de Unamuno- hay que convencer y la izquierda mexicana, que naufraga hoy en el descrédito, está muy lejos de siquiera acercarse a aquellos que habrán de decidir con sus votos, en el 2012, el destino del país.

Mentira sin embargo que sea todo responsabilidad de quienes hoy militan o dirigen a esa izquierda. Antes, en los tiempos del PRI, a los opositores se les perseguía y asesinaba. Hoy se les condena al descrédito mediático, a una especie de muerte en vida; la que provoca la falta o el exceso de pantalla y el sesgo que en ella se da a la información.

La televisión, que ya construye su candidato ideal y prepara su boda de telenovela, pronunció en el 2006 la sentencia condenatoria contra la izquierda mexicana. Desde entonces no cesa y con su peso arrastra al resto de los medios a reafirmarla. Gestos, dichos, acciones, pugnas internas, escándalos vistos con lupa, le permiten hacer que, en la percepción pública, cuadre mejor el retrato hablado con el perfil casi criminal, de ese que ha sido calificado como “un peligro para México”.

Conscientes de que, como en un pantano, la izquierda en la TV constituida de facto en gran elector, mientras más se mueve más se hunde, han de actuar, de aquí en adelante Andrés Manuel Lopez Obrador y Marcelo Ebrard; el primero evitando el reflejo condicionado que le hace dirigir el mentón contra el puño que busca golpearlo, el segundo cuidando hasta el más nimio de los detalles la integridad y la calidad de su gestión. Ambos eludiendo los demonios atávicos de la izquierda.

De sumar para multiplicar se trata y en esa tarea ambos están destinados a jugar un papel determinante pero de eso hablaremos la próxima semana.