jueves, 27 de noviembre de 2008

DE MENTIRAS Y PLAZOS FATALES

Aunque comparto y entiendo la indignación que se respira en amplias capas de la sociedad por la impunidad con la que los criminales siguen operando y la brutal ineficiencia de las autoridades para combatirlos, creo que es preciso y urgente no permitirnos caer víctimas de esa contagiosa histeria que conduce, por un lado, a los ciudadanos a buscar culpables por doquier, a exigir que caigan cabezas indiscriminadamente y, por otro, mueve a las autoridades a prometer soluciones, a ofrecer el cumplimiento de compromisos inalcanzables por naturaleza y menos en plazos perentorios y a mentir descaradamente.

El enorme dolor de unos cuantos, de esos que han perdido a sus hijos, puede volverse en manos de los medios y en medio del clima de incertidumbre, vacío de legitimidad y conservadurismo galopante en que vivimos, el detonador de una perniciosa dialéctica –impulsada desde las élites- que nos conduzca a la demolición de lo poco que queda en pie de las instituciones. Miedo y mentiras asociados son letales para cualquier sociedad.

No todos los mandos, ni todos los policías son corruptos. Tampoco los son todos los funcionarios o todos los agentes del MP. Hay, en los cuerpos policíacos y en las procuradurías, quienes intentan cumplir con su deber; quienes tienen el valor de ir contra la corriente y con riesgo de su vida y la de sus familiares, resisten los embates de la delincuencia y no ceden ante la ley de “plata o plomo”. De todas maneras a esos pocos los cubre el oprobio y el desprestigio de una condena pública inapelable.

Vestir el uniforme, portar una placa – más en estos tiempos de indignación y rabia- los convierte en blanco de la burla y el desprecio ciudadano. La presión creciente e indiscriminada sobre ellos acaba erosionando su disposición de combate, su moral, su resistencia. Lo que no pudo el crimen con sus amenazas lo logra el tenaz señalamiento de la sociedad que hace así, triste paradoja del “si no pueden renuncien” y su secuela, carente de matices, en los medios, un flaco favor a los delincuentes.

No bastan, por otro lado, 100 o 600 días para erradicar una enfermedad endémica del sistema político y social mexicano. Quien eso sostiene miente. Quien eso espera es un ingenuo. Quien eso hace termina de minar a la autoridad. Urgido de legitimidad, buscando como siempre resolver problemas de imagen pública, el gobierno federal se lanza a mentir con escándalo, cinismo y descaro. No es con sainetes públicos, ni sesiones solemnes y discursos o listas interminables de buenos propósitos como habrá de enfrentarse al crimen. Más cuando éste ha sido por décadas una especie de segunda piel del sistema.

Atenazados unos por el miedo y la indignación, temerosos los otros del castigo en las urnas; poder y ciudadanía –hablo sobre todo de las élites- se embarcan en un proceso, que puede conducirnos a una restauración –y con patente de corso democrática además- del autoritarismo. La gente de la calle a la que asaltan en la pesera, la que cae en los fuegos cruzados del narco, cuyas hijas mueren violadas en las barrancas de Naucalpan sin merecer ni una línea ágata en los periódicos, esa gente que atestigua enmudecida las tragedias de los señores y presencia escéptica las promesas de los altos funcionarios, puede –resultado de la presión de las élites- terminar votando a quien prometa “mano dura”. Así, en un ambiente volátil, en un clima de inseguridad y violencia, ganó, por amplísimo margen, Adolf Hitler las elecciones en la Alemania sacudida por la crisis del 29.

Tan amigo de lo “estructural” –por lo menos cuando se trata de hablar de reformas neoliberales- Calderón y los suyos, parecen olvidar que el crimen en este país, además de los factores económicos, sociales y culturales que lo hacen crecer y reproducirse en otras sociedades, es hijo natural del régimen autoritario. Que la ineficiencia de la policía tiene que ver con el hecho palmario de que la corrupción en México fue instituida como método de gobierno y la impunidad como garantía de continuidad. Aquí se robaba, se extorsionaba, se secuestraba, se asesinaba desde el gobierno y muchas veces los sicarios portaban uniforme y placa. Gobernar era medrar, mandar delinquir; las instituciones no servían a la república; se servían de ella.

Vicente Fox desperdició una oportunidad de oro; traicionó el mandato que el pueblo le diera; construir la democracia, refundar las instituciones, dar salud, vigor y seguridad a la nación. Tal como hizo el borracho de Yeltsin en Rusia, Fox terminó entregando el país a la mafia. Del autoritarismo que delinque desde el poder, al crimen que se impone sobre el poder que carece de la legitimidad necesaria y suficiente sólo hay un paso, que, mucho me temo, ya dimos. ¿Cómo entonces salimos del atolladero?

jueves, 20 de noviembre de 2008

BIENAVENTURANZAS EN LOS TIEMPOS DE CALDERÓN

Bienaventurados los que desde el poder se entrometen cínica e ilegalmente en los comicios presidenciales, los que, escudándose en el cargo y haciendo uso de los dineros públicos como Vicente Fox, violan las reglas del juego democrático; Bienaventurados los que hacen todo lo que está a su alcance para torcer la voluntad popular que, supuestamente, debería expresarse libre de presiones de este tipo en las urnas, porque ellos serán merecedores, a toro pasado, de una multa de sólo 15 millones de pesos y pasarán así, por el hecho de haber facilitado el acceso a sus cómplices al poder sexenal, al reino de la impunidad sin más carga encima que la de su propia desvergüenza.

Malditos sean en cambio aquellos que se atrevieron a inconformarse con los resultados de una elección que el mismo tribunal federal electoral reconoció en su propia sentencia como un proceso preñado de irregularidades y más todavía los que se atrevieron a plantarse en Reforma –qué sacrilegio- o peor aún a tomar la tribuna parlamentaria para intentar que Felipe Calderón asumiera el cargo o dar al menos testimonio ante la nación y el mundo de que en esa tribuna, ese 1° de diciembre de 2006, habrían de cometer Fox, Calderón, los suyos y sus aliados un crimen de lesa democracia.

Malditos sean pues lo que sin alzarse en armas se atrevieron a hacer uso de su libertad de manifestación ante tan flagrante violación de las normas democráticas y caiga sobre ellos -y en adición a los daños causados por la campaña mediática de desprestigio de la que han sido victimas estos dos largos años- una multa de casi 40 millones de pesos decretada nada menos y nada más que por la misma autoridad electoral que ante la comisión de los delitos se mantuvo, indigna, cobarde y convenientemente cobijada por los vacíos legales, con los brazos cruzados.

Bienaventurados sean los desmemoriados; aquellos a los que ni esta multa, impuesta por el IFE a los partidos que participaron en aquella elección, pudo hacerlos recordar siquiera cómo Fox, superando incluso a sus antecesores en el poder; a esos que, por corruptos y autoritarios, sacó a patadas de Los Pinos, como Fox, digo, abusó de la tribuna presidencial para meter las manos al proceso electoral y como en esa aventura antidemocrática lo acompañaron su partido, la jerarquía eclesiástica y los barones del dinero; quienes por cierto no han de pagar multa alguna.

Malditos sean en cambio los amargados, esos “relapsos y diminutos”, para seguir en el tono religioso, que no entienden el dogma de la Asunción democrática –por la vía de los hechos- de Felipe Calderón. Malditos los que se resisten a dar vuelta a esa página vergonzosa de nuestra historia reciente y siguen, neciamente aferrados a ese principio –por lo visto anacrónico- de que la democracia exige a las partes jugar limpio siempre y considera, en consecuencia, espurio e ilegal al candidato surgido de comicios en lo que ese supuesto ganador haga trampa; bien sea antes de llegar a las urnas como está profusamente documentado o en el mismo momento de las votaciones de lo que existen al menos dudas razonables en el caso de las elecciones del 2006.

Bienaventurados los que se acostumbran, los que se acomodan, los que se resignan; para los que los meses y los años dotan de legitimidad a quien de origen no la tiene. Bienaventurados esos a los que el boato del poder seduce, deslumbra, apantalla y tanto que a final de cuentas qué más da que “haiga sido como haiga sido”. Bienaventurados los necesitados de estabilidad, de paz, orden y progreso; los dispuestos a aceptarlo todo y a decirle presidente a ese señor porque todos le dicen así y porque es bueno y conveniente para el país aunque sea letal para una democracia que cimentada sobre esas bases tiene poco futuro.

Bienaventurada sea la lideresa magisterial y bienaventurados sus compinches, más allá del escándalo y la corrupción que los rodea, toda vez que gracias a ellos -y la factura por ese concepto la envían todos los días a Los Pinos- se consumó la victoria contra el que era y sigue siendo un “peligro para México” y bienaventurado sea el estratega de la mercadotecnia, el publicista, el que diseña la guerra sucia que aun no cesa, el que traduce la realidad en encuestas y satura las pantallas de la TV –desde ahí y para ahí es que se gobierna- y el cuadrante radiofónico con una campaña de propaganda que nos recuerda inclemente que hoy –no importa la crisis, ni la guerra contra el narco, ni la inseguridad rampante, ni el desempleo- realmente y gracias al gobierno de Calderón vivimos mejor. Que las bendiciones del poder sean para ellos más presupuesto –para eso está el erario-, más prebendas e impunidad garantizada.

Bienaventurado el que muere trágica y prematuramente porque sus pecados serán olvidados y su duelo convertido en insumo estratégico para la imagen del mandatario. Maldito aquel que se atrevió a señalar esos pecados; más detestable aun el que se atreve todavía a recordarlos manchando la imagen del nuevo héroe. Bienaventurados, por último, aquellos que agudos y feroces condenan el lenguaje mesiánico de López Obrador y callan, arrobados me imagino, ante el sermón de la montaña de Calderón.

jueves, 13 de noviembre de 2008

UNA CARTA PARA JESUS ORTEGA Y ALEJANDRO ENCINAS

Hace unos meses, en este mismo espacio y en mi condición de ciudadano que, sin militar en el partido, ha votado, por los candidatos del PRD y que está, además, profundamente convencido de que México necesita con urgencia que una izquierda democrática, imaginativa, congruente y comprometida se haga cargo de la conducción política del país, escribí a la dirigencia perredista una carta. Convocaba en ella, a los miembros de las distintas tribus y facciones, a no seguir comportándose, viejo vicio de la izquierda mexicana cuyo más letal enemigo está siempre en el espejo, como “profesionales de la derrota” y a no caer, por otro lado, en los mismos vicios y corruptelas de la clase política tradicional y traicionar así los ideales de justicia, democracia y libertad por la que tantos mexicanos, desde la izquierda, es decir desde la perspectiva de un impulso moral, de compromiso inclaudicable con las mayorías empobrecidas, ofrendaron su vida.

Hoy y ante el último despropósito del Tribunal Federal Electoral, cuando este, siguiendo sus costumbres y en el colmo de la consagración del “haiga sido como haiga sido” como norma de nuestra democracia, da por buena otra elección preñada de irregularidades, me dirijo a ustedes, protagonistas centrales del lamentable espectáculo que fueron los comicios internos de su partido, para pedirles, para exigirles a ambos un último y radical esfuerzo: deben ambos hacer todo lo que esté a su alcance, es la hora de la imaginación y la decencia, para salvar, los dos y más allá de sus intereses personales y de sus compromisos políticos y clientelares, lo que queda, lo que han dejado en pie, de una fuerza política cuya tarea sería -y debe empeñarse a fondo y con urgencia en ella- encarnar la esperanza de un pueblo. Nada habrá de honrarlos más que empeñarse a fondo en este esfuerzo. La victoria de uno u otro, conseguida a costa de dilapidar por ceguera, por necedad o por soberbia, el capital político que les dieran nuestros votos, del que se han hecho a partir de las expectativas y necesidades de millones de personas que han confiado en sus promesas, sería sólo –no se engañen, que no los engañe el coro de simpatizantes- una derrota enmascarada, una traición.

Una traición perpetrada además contra natura; justo cuando todo apunta, en esa dirección avanza ya América Latina, a una redefinición de los equilibrios políticos y a una recomposición, en situación de ventaja estratégica además, de las fuerzas de la izquierda. La crisis económica mundial, cuyos perniciosos efectos apenas comienzan a sentirse y que habrán de resultar catastróficos sobre todo para las clases medias y las mayorías empobrecidas, ha echado por tierra las pretensiones de éxito y continuidad del neoliberalismo y ha hecho aun más imperiosa la necesidad de buscar nuevos modelos. No es esa la tarea de la derecha.

Es la hora de una izquierda creativa y democrática, capaz de desprenderse de viejos paradigmas ideológicos y de los dogmas que la mantienen anclada en el pasado. De una izquierda a la que, por otro lado, no seduzca la conciliación con lo irreconciliable, a la que la búsqueda de votos –puro cálculo mercadotécnico- le haga traicionar principios y aceptar, como si el tiempo otorgara una legitimidad que las urnas no dieron, lo inaceptable. De una izquierda contemporánea, realmente contemporánea, de nuevo cuño; con principios y un compromiso inclaudicable con la gente. De una izquierda que, me temo, ni ustedes, ni sus tribus – a menos de que dejen de comportarse como hasta ahora lo han hecho- representan.

No podemos darnos el lujo. No pueden ustedes darse el lujo de hacernos, a todos, dar marcha atrás y ceder graciosamente el terreno a quienes, de no producirse un cambio dramático, habrán de reinstaurar –para eso trabajan, por ineficientes, Calderón y los suyos- al PRI en el poder.

Mal haría Sr. Ortega en suponer que puede, muy orondo, hacerse cargo de la presidencia del partido con el aval de ese mismo tribunal, que hirió de muerte, contra su propio instituto político por cierto, en el 2006 y con una sentencia que también hacia reconocimiento implícito de las irregularidades de las elecciones presidenciales sometidas a juicio, a la democracia mexicana. Mal haría Sr. Encinas en pensar que repudiando a Ortega por sus malas mañas queda usted exonerado de las suyas. Mal harían los dos en pensar que todavía, cualquiera está calificado para dirigir con legitimidad ese partido y peor harían en pensar, que, cada uno por su lado, tienen alguna posibilidad de hacer honor al compromiso que tienen con esos millones de mexicanos que, con sus votos, los han llevado a las posiciones de poder que ocupan.

No se equivoquen señores, no les dimos ese poder para que hagan con él lo que les venga en gana. Muy caro habremos de pagar todos, si se consuma, este fracaso brutal de la izquierda partidaria. Otros habrá, estoy seguro, que tengan la dignidad y el honor de reemprender la tarea pero, como decía Pedro Salinas “la nada tiene prisa” y se habrá perdido una oportunidad preciosa.

jueves, 6 de noviembre de 2008

CUANDO LA TRAGEDIA NOS ALCANZA

“Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.”
César Vallejo


Dolorosa y brutal para los deudos; familiares, amigos, correligionarios; a quienes desde aquí van mis condolencias. Terrible y desestabilizadora como una granada que estalla en el centro del primer círculo del poder, para el gobierno de Felipe Calderón, la tragedia que causó la muerte a Juan Camilo Mouriño, a José Luís Santiago Vasconcelos y, hasta ahora, a 12 personas más que no hacían sino vivir el fin de un día de trabajo como cualquier otro cuando fueron devorados por las llamas caídas del cielo, comienza apenas su labor corrosiva, su lento e inexorable contagio entre los ciudadanos que, de pasmo en pasmo, vamos sufriendo como éste, nuestro país, se nos deshace entre las manos.

Por más consistente, inédito y radical que sea el esfuerzo informativo gubernamental para ir desmontando la posibilidad de un atentado mucho me temo que este esfuerzo –que hay que reconocer e incluso agradecer- habrá de fracasar. Aún si los expertos nacionales e internacionales demuestren que, en efecto, se trató de un accidente la sombra de la duda que ya se extiende sobre los hechos habrá, al final de cuentas, de desvirtuar y restar sentido y credibilidad a los resultados de sus investigaciones.

Más vale, sin embargo, no equivocarnos; que no se crea a los funcionarios y a los expertos, que sobre la verdad histórica prevalezca la idea de un atentado no es sólo parte del anecdotario folclórico. No se trata ya sólo de la tradicional suspicacia del mexicano ante todo lo que tiene que ver con la política. Hay algo más; algo oscuro y terrible que está operando en la sociedad y la tragedia de este primer martes de noviembre no ha hecho sino potenciarlo.

En la percepción pública la vulnerabilidad extrema de este gobierno, producto de su propio origen, de la falta de habilidad política de su máximo liderazgo resultado se quiera o no del “haiga sido como haiga sido” y el poder creciente, brutal, incontenible del crimen organizado, su capacidad de infiltración, su despiadada doctrina de la muerte ejemplar han instalado en la opinión pública la idea, casi la certeza, de que ese avión se vino a tierra debido a un sabotaje.

El miedo, intuición apenas en muchos casos de una violencia que se nos viene encima, certeza en muchos otros de que la muerte ya nos alcanzó, reina en México y ese incendio desatado en las Lomas de Chapultepec no vino sino a extenderle de manera formal su patente de corso. Navegará, navega ya entre nosotros, ya lo iremos sintiendo, oscuro e impune, el terror que es, a fin de cuentas, sólo un método más de control y presión. A veces lo usa el poder. A veces se usa contra el poder.

No es mi intención sostener que Mouriño, un hombre extraordinariamente cercano a Calderón o Vasconcelos, quien jugara un papel clave en la lucha contra el crimen organizado, fueron asesinados por el narco. Sería ligero, temerario, francamente irresponsable.

Más allá sin embargo de que esa “certeza” campea ya en muchos círculos sociales e incluso entre miembros de la misma clase política y ronda los artículos de muchos colaboradores de los diarios, está el hecho de que si el narco no fue responsable de la tragedia bien podría, ya lo sabemos, lo presentimos, lo sospechamos, lo tememos, realizar operaciones de esa naturaleza; Mouriño y Vasconcelos eran objetivos plausibles.

Al crimen organizado ni le sobran escrúpulos, ni le faltan recursos para hacer algo así y tanto que ya tangencialmente –quizás sin siquiera haberlo pensado- ha resultado beneficiario de la tragedia.

Pablo Escobar, el legendario capo colombiano, ejecutó a dos ministros y varios jueces y magistrados, mandó a asesinar a tres candidatos presidenciales, puso una bomba en un avión comercial con más de 100 pasajeros, detonó coches bombas en edificios públicos y de vivienda, en centros comerciales, en la vía publica, ocasionando la muerte de miles de inocentes. La dinamita –“la bomba atómica del pueblo” así la llamaba- era su manera de “negociar” con el gobierno colombiano para evitar la extradición y así, bajo la consigna: “más vale una tumba en Colombia que una celda en EU”, para defender su negocio criminal, desató el terror.

¿Por qué no han escalado aun los capos mexicanos harto más ricos, poderosos y sanguinarios que Escobar el conflicto a esos niveles? ¿Qué o quién los detiene? Nada. Nadie. Eso creen, eso saben, ante la impunidad, la inoperancia de los cuerpos policiales y alcance de la corrupción, muchos millones de mexicanos. Esa es la tragedia que nos alcanza y cubre con su oscuro manto.