jueves, 30 de agosto de 2007

LA TERCERA ES LA VENCIDA

Otra carta para Héctor Aguilar Camín

Querido Héctor:

De nuestro intercambio epistolar se desprende que persisten entre nosotros, sobre el asunto de la revolución, profundas diferencias. No tan profundas empero como el respeto que tengo por tu obra y el cariño que siento por tí. No tengo la pretensión de alargar más esta polémica que ni lo es tanto y que con las urgencias que atraviesa el país parece estar fuera de tono pero, insisto, yo veo en el horizonte barruntos de tormenta y considero esencial no dar por sentada la paz social –un bien perecedero- en un país, donde para muchos, todavía la democracia, en tanto no ha producido resultados concretos, no significa nada.

Touché. Hice en la última carta una frase fácil: “las armas aceleran la historia” hija de otra de Marx: “la violencia es la partera de la historia” que sin dejar de ser cierta, porque el uso de las armas para bien o para mal acelera los cambios, no deja de tener un tufo panfletario y me hace ver –pese a mi previa confesión de parte en sentido contrario- como un defensor de la vía armada.

Presenté un blanco fácil. Lo reconozco. Sobre esta frase y sus resabios panfletarios construyes tu segunda respuesta. Enumeras procesos de violencia social aplicando a todos ellos tabla rasa. En la misma barca pones a Hitler quien, por cierto, accedió al poder a punta de votos, a los bolcheviques que se alzaron contra el despotismo de zares anclados en el medioevo y a la revolución cubana lo que ciertamente Héctor me parece un exceso. Juzgas los brotes de violencia, los alzamientos por sus resultados, casi siempre fallidos y en eso coincido contigo, sin atender a las condiciones que los produjeron.

Criminal hubiera sido cruzarse de brazos ante Hitler; la democracia como la revolución también crea monstruos. Obligado era para los hombres y mujeres con un elemental sentido de justicia rebelarse. A nadie asisten tanto el derecho y la razón como a aquel que se atreve a luchar contra la tiranía. Lástima que, como en el caso de Stalin, en el camino una revolución se transforme en dictadura. No siempre es así; sin alzamientos ni Francia, ni los Estados Unidos serian hoy las democracias que son.

Para que la violencia revolucionaria estalle es menester que antes desde el poder y de manera brutal se ejerza la violencia contra los gobernados de tal suerte que a estos últimos no les quede más remedio que ejercer el derecho a la insurrección. Las revoluciones en general lo son de contragolpe y empiezan, vaya paradoja, cuando aquellos que quieren democracia y la buscan pacíficamente son asesinados. Insísto; no defiendo a quienes toman ese camino. Entiendo que en determinadas circunstancias lo hagan y admiro su valor, su congruencia y reconozco el peso de su sacrificio en la creación del clima de libertades que hoy vivimos.

Fue la insurrección zapatista la que terminó de empujar la mano que firmó los acuerdos de Barcelona (acuerdos logrados en la lucha civil y democrática) y abrió finalmente el camino para la ciudadanizacion de los comicios. Como en otros casos los zapatistas cambiaron el mundo sólo para encontrarse con que ya no había un sitio en ese nuevo mundo para ellos. Instalados en la democracia vemos hoy cualquier posibilidad de alzamiento como una locura, una insensatez, un anacronismo. Nos apegamos quizás al análisis marxista olvidando que en América Latina siempre han pesado más las condiciones subjetivas que las objetivas. “Del Ché –suele decir Joaquín Villalobos- tomamos lo más científico; su locura”.

La mía no es una mirada romántica sobre la revolución. Créeme, detesto la violencia. No pienso que nos encaminamos, no marchamos bajo banderas rojas a un horizonte de luz y felicidad. He aprendido, a punta de muertos, que los seres humanos somos capaces de echar todo por la borda y ahogarnos en la violencia política, étnica o religiosa. Nunca ha faltado un pretexto para matarnos y aunque así de oscuro y jodido sea el ser humano tengo suficientes motivos para pensar también que podemos arreglárnoslas para vivir mejor. A veces con las armas, otras, las más si se puede con los votos; siempre con la razón.

Allá en El Salvador, empeñadas en borrar el pasado reciente, en negar unos por dogmatismo, otros por resentimiento que el alzamiento armado y la negociación abrieron el camino a la democracia, la izquierda y la derecha llevan de nuevo al país al despeñadero. En México es preciso no acomodarnos; luchar para que quien se sienta impelido a rebelarse se quede sin razones para hacerlo; hacer pues que nuestra democracia sirva y que la paz perdure. Eso es lo único que quiero Héctor. Lo único.

jueves, 23 de agosto de 2007

A PROPÓSITO DE LA REVOLUCIÓN

Otra carta a Héctor Aguilar Camín

Querido Héctor:

No me anima, créeme, como propósito una defensa a ultranza de la vía armada. Conozco la guerra, la he vivido y por tanto la aborrezco. He visto a demasiados jóvenes, mujeres y niños (porque la guerra la hacen, de uno y otro lado, los niños) tirados desangrándose en los campos y calles de América Latina. Llevo tatuado el doloroso y punzante recuerdo de sus rostros. Aun siento el olor almizclado de la muerte, el sudor y la pólvora sumados y no hay noche, quince años después, que los fusiles, los uniformes, el miedo no aparezcan en mis sueños. Quizás, por mis escritos, se me pueda considerar una especie de agorero que se la pasa advirtiendo sobre estallidos sociales que probablemente no se produzcan jamás. Ojala sea así. Prefiero, deseo fervientemente, por mis hijos, por mi país estar equivocado. Percibo sin embargo señales ominosas; un descuido generalizado de cuestiones y principios que no debieran ser vulnerados por nadie; una especie de acomodo y apatía ante la demolición, a punta de fraudes y trampas, de las instituciones que debieran ser el pilar de nuestra incipiente democracia; una indiferencia suicida ante los problemas que enfrentan las mayorías empobrecidas. La paz parece no importarnos. La damos por sentada y no hay conciencia de que la democracia sin equidad y justicia social es sólo una palabra hueca.

Dices y con razón que “la historia no es el reino de la fatalidad sino el de la libertad de los hombres” y “que siempre hay opciones: siempre queda otra”. Me cuesta trabajo imaginar la “otra opción”, el “otro” camino que pudieron haber tomado Emiliano Zapata o Cesar Augusto Sandino o los combatientes del FMLN. Su lucha armada fue precedida por el cierre sistemático de todas las opciones pacificas. Hay circunstancias, hay tiempos en los que al que “levanta la cabeza se la vuelan”. Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Enrique Álvarez Córdoba y los dirigentes del FDR salvadoreño, asesinados por los escuadrones de la muerte. El demócrata Pedro Joaquín Chamorro en Nicaragua y tantos otros mártires desarmados nos dan cuenta de cómo ciertos regimenes hacen de la historia lo que les viene en gana e imponen a los pueblos un yugo del que es menester liberarse a sangre y fuego.

Alzarse en armas es, en la mayoría de los casos, resultado de la desesperación, de la falta de opciones mas que de la ideología; pero es también –incluso así lo establece nuestra Constitución en el articulo 39- un acto de libertad, un derecho y un deber de los ciudadanos. No ha sido nunca en efecto, tienes razón, la mayoría la que se levanta. Son unos cuantos los que se atreven a empuñar las armas y aun en los procesos insurreccionales siguen siendo pocos los que montan barricadas y se lanzan asaltar palacio. Es mi convicción que si la “increíble energía” que ese puñado de locos puso en hacer la revolución se hubiera empeñado –y se empeño en muchos casos y a costa de la vida- en las transformaciones democráticas no gozaríamos de las oportunidades y libertades de las que hoy gozamos. No imagino a Díaz o a Somoza abriendo graciosamente espacios democráticos. Las armas aceleran la historia.

Es mi convicción por otro lado que aceptar la democracia luego del fin de la lucha armada es algo más que “resignarse” a ella: la guerra, cuando se hace en serio, enseña, transforma, abre los ojos. Hoy la izquierda más radical, esa que vocifera y estigmatiza a quien se atreve a pensar distinto, condena como traidores a aquellos revolucionarios que, sin rendirse, se sentaron a negociar con su enemigo y aceptaron, por el bien de su patria, convivir con él, competir en las urnas, sacrificando sueños; reconociendo realidades, dándole al futuro una oportunidad. Ese gesto los honra, enaltece y distingue de aquellos muy demócratas, pacíficos y civilizados que, gracias a la complicidad con los medios y el poder económico, no se resignan con la democracia, cuando no ganan arrebatan y ya ni saben, ni quieren jugar limpio.

Creo Héctor, que es preciso reconocer la contribución de quienes tuvieron el valor de jugarse la vida. El imperio de la derecha se asienta, entre otras cosas, sobre el olvido y la descalificación de esa gesta. Creo también que es preciso reconocer que quizás hay muchos en nuestro país que hoy se sienten impelidos a alzarse. Sé de lo que son capaces. No se si tengan razón; no quisiera en todo caso que la realidad y la desesperanza se las diera. Ojalá Héctor y la clase política y los partidos no den por sentada la paz; no dilapiden irresponsablemente ese vital y único patrimonio.

viernes, 17 de agosto de 2007

LA REFUNDACIÓN DEL PRD

Escribo sin información alguna de lo que sucede en el X Congreso del PRD. Lo hago también sin conocimiento de las intrigas palaciegas entre las tribus o del debate ideológico y político real que pueda producirse en ese foro. Me acerco así, desde fuera, sin credencial ni conexión alguna, como cualquier ciudadano, a un partido que hoy, se supone, dilucida sobre su futuro y por el que llevo años votando y en el que he depositado una buena parte de las esperanzas, que aun y pese a todo mantengo vivas, de que este México nuestro sea, por la vía de los votos y no de las botas y los fusiles, un país más libre, más justo, más democrático.

Escribo para, de alguna manera, pedirles, exigirles -porque por ellos he votado y a ese derecho de voz me atengo- a los dirigentes de ese partido, un radical ejercicio de autocrítica. Para emplazarlos, con toda la gravedad del caso, a que depongan sus intereses particulares, dejen de pensar en prebendas, cuotas y posiciones en la nómina y recuperen ese impulso revolucionario –aunque a muchos espante la palabra- esa integridad, esa emoción, esa creatividad, esa audacia que hizo en sus inicios del PRD un ariete de la transformación democrática del país.

Escribo también desde la herida aun abierta del pasado 2 de julio del 2006 cuando el poder del dinero cerró el camino a la verdadera alternancia democrática. Escribo, más allá del radicalismo o el resentimiento, desde el legítimo derecho a sentirse, a sentirme parte ofendida en un proceso donde los que hoy se dicen vencedores –esos tan ansiosos de conseguir a fuerza de fotografías o falsos debates parlamentarios una legitimidad que no tienen de origen- jugaron sucio y traicionaron a la voluntad popular. Escribo pues porque no puedo concebir que la fuerza de esos más de 14 millones de votos se dilapide y que, a punta de intrigas y luchas intestinas, se muestre de nuevo al país como la izquierda, integrada por profesionales de la derrota, es incapaz de unirse, crecer y vencer.

Ufanos y orgullosos, muy seguros de sí mismos, muchos de quienes hoy integran la cúpula de las distintas tribus se dicen, actúan con soberbia, ostentándose como la “segunda fuerza política del país”. No se dan cuenta que la fuerza ni son ellos, ni es de ellos. Que no les pertenece. Ni tampoco por cierto a López Obrador. La fuerza es sólo y nada más de los votantes y ha sido depositada por millones de ciudadanos, de manera temporal y condicionada, en el partido, sus dirigentes, sus candidatos o quienes aspiran a serlo y en aquellos que ocupan un puesto gubernamental. Nadie pues ahí en ese congreso, en ese partido puede darse el lujo de esgrimir –pese a que tenga el mayor prestigio o la clientela más numerosa o las conexiones más eficientes y también más oscuras con el poder- esa fuerza a su favor o de traicionar a aquellos a los que debe sus curul, su posición de influencia o las prerrogativas que, en función del número de votos recibidos, otorga el estado.

Ojalá se den cuenta quienes ahí se reúnen que la cuenta regresiva está corriendo y que, a menos que en un esfuerzo inédito de imaginación, de unidad, de reflexión colectiva inyecten nueva vida al partido éste está destinado a desaparecer y que a estas alturas, en este país, liquidar a la izquierda electoral, ese suicidio, es un crimen de lesa democracia. Ojalá también estén conscientes de que no se trata de sobrevivir a cualquier costo y de que es vital –sobre todo en los tiempos que corren- el apego a los principios. En un país donde la corrupción es la norma o se recupera el impulso moral, el de la búsqueda del bien común, cuando se hace política y más desde la izquierda o se pasa a engrosar las filas de aquellos mercaderes y mafiosos que a punta de fraudes, trampas e hipocresía han conseguido apartar a los ciudadanos de las urnas y en consecuencia poner en riesgo la paz.

Ojalá, por último, que quienes hoy debaten sobre el presente y el futuro del PRD se den cuenta cómo cada día resulta más difícil distinguirlos de los políticos tradicionales y se atrevan a cambiar. Se han asimilado de tal manera en gestos, actitudes, vestiduras, lenguaje, usos y costumbres a los demás que nada parecen decir distinto, nada mejor parecen representar para los ciudadanos. A falta de una alternativa. Ante una izquierda que se mimetiza con la clase política, con lo peor de ella, el abstencionismo crece, la desesperanza cunde. Y no, no se trata sólo de mejorar posiciones en el marcador electoral, se trata de lograr una correlación que permita frenar a la derecha hacer valer los triunfos legalmente obtenidos avanzar en la transformación del país.

jueves, 9 de agosto de 2007

A PROPOSITO DE LA REVOLUCIÓN

Carta a Héctor Aguilar Camin.

Querido Héctor:

Interrumpo la serie sobre el nazismo. Me veo impelido a hacerlo tras la lectura de tu texto publicado este jueves en Milenio. Ya desde la semana pasada sigo con atención tus reflexiones sobre la izquierda. Hablas ahora de la revolución y la violencia y citas a Mao que decía que esta primera no es “un baile de buenos modales” y luego al Ché cuando afirma que el revolucionario debe ser “una maquina fría de matar”. Así es. La guerra es jodida siempre. Huele a sudor, a sangre, a pólvora, a mierda. Alzarse en armas es, sin embargo, una última, digna e inevitable opción que no puede menos que tomarse cuando toda esperanza se ha perdido. Hacerlo implica, claro, la decisión de matar y morir, no podría ser de otra manera. Alzarse en armas es violentar los tiempos de la historia, hacerla parir con prisa. Es intentar el resquebrajamiento de un sistema que matando se resiste a morir y que no sabe ceder ni un ápice y ante el cual todos los esfuerzos pacíficos de transformación resultan inútiles. Alzarse en armas, más que una decisión iluminada por la ideología, puede ser resultado de un instinto primordial de justicia, de un impulso moral, de una genuina y profunda desesperación ante un estado de cosas que por la falta de libertades y sus efectos devastadores sobre los sectores más empobrecidos de la sociedad resulta intolerable. Cito también al Ché: “Aun a riesgo de parecerles cursi he de decirles que la revolución es sobre todo obra de amor”.

Algunos habrá entre los guerrilleros latinoamericanos que se alzaron en armas para “construir la patria socialista”. Los más, estoy seguro, lo hicieron inspirados por la doctrina cristiana y obligados por la tozudez criminal de las oligarquías, sus sirvientes en los gobiernos y ejércitos y la influencia y el apoyo material de los estadounidenses que, regidos por la doctrina de seguridad nacional, no dudaban en calificar todo esfuerzo democratizador como una penetración comunista y avalaban su aplastamiento a sangre y fuego. Nadie pues como Washington para promover y radicalizar revoluciones. Ya se lo decía Fidel Castro a Jean Paul Sastre; “la nuestra –cito de memoria- es una revolución de contragolpe”.

Ya embarcados en la aventura fue que muchos de esos locos, de esos iluminados, de esos que se decidieron una noche a cambiar el mundo, adoptaron la ideología marxista y se lanzaron a ponerle nombre a sueños de justicia y democracia y también, es preciso reconocerlo, a otros que no eran sueños sino delirios. Nada más absurdo y contrario al impulso inicial de justicia que produce la decisión de irse a la guerrilla que terminar sustituyendo una dictadura por otra, axial sea esta de la mayoría. Nada más contradictorio que sustituir el control que una clase ejerce despiadadamente sobre la sociedad por el control de otra aunque este se pretenda benigno y necesario. En la guerra aprendí que las banderas ideológicas (total la ideología es también una visión deformada de la realidad) se destiñen con la sangre y al final sólo queda –entre quienes combatieron- o el equilibrio de miedos que los contiene o la voluntad de, cediendo sus sueños unos, sus realidades otros, darle una oportunidad a la política y construir para su patria un futuro de paz.

Creo firmemente que las libertades de las que hoy disfrutamos son posibles entre otras cosas gracias al sacrificio de combatientes, cuadros de logística, trabajo político y propaganda de las guerrillas latinoamericanas, así como de sus bases de apoyo expulsadas de sus poblados, masacradas en calles, vaguadas y ríos. Sin ellos, estoy convencido Héctor, ni paz, ni democracia tendríamos. Esos que murieron en la selva guatemalteca, o allá en Madera, Nuevo León y Chiapas, en Morazán o Chalatenango, en Nuevo Segovia o Chinandega, en Brasil de hambre, en Buenos Aires o Montevideo por la tortura. Esos que cayeron en combates siempre desiguales o que fueron desaparecidos son tan responsables de la paz que vivimos, de los sistemas políticos y las instituciones que hoy nos damos el lujo de demoler, como aquellos que lucharon sin las armas en la mano pero con una voluntad democrática indeclinable.

No quiero la guerra. Con sólo imaginar mi país convertido en escenario de combates me estremezco. Temo sin embargo, mi querido Héctor, que la clase política nos acerca irresponsablemente a la confrontación. Antes el contragolpe fue a causa de los norteamericanos. Tal como vamos hoy será, si se produce y parecen haber condiciones para que así sea, resultado del esfuerzo tenaz por prostituir la democracia de aquellos que ven al poder y al país sólo como botín.

jueves, 2 de agosto de 2007

MEMORIAS DEL FUTURO

Segunda Parte



Nada aquí en esta ciudad, donde los rastros del mayor conflicto bélico sufrido por la humanidad apenas se perciben, permite imaginar siquiera cómo honorables hombres de negocios, honestos profesionistas liberales, campesinos acostumbrados a trabajar de sol a sol, obreros especializados, estudiantes de las más diversas disciplinas cedieron al influjo de una ideología que preconizaba la destrucción y la muerte y se convirtieron, de la noche a la mañana, no sólo en soldados que enfrentaban a otros ejércitos sino en verdugos capaces de matar con sus propias manos a centenares de miles de seres humanos y de hacerlo sólo por el hecho de que eran eslavos, gitanos, judíos, homosexuales, discapacitados, opositores políticos; hombres de segunda cuya eliminación era necesaria para que la raza aria tuviera “espacio vital” suficiente e instaurar en el mundo un imperio que durara mil años.

No se trata de que los alemanes de hoy continúen con un proceso de expiación de las culpas de sus antepasados, se trata de no olvidar para que algo así no vuelva a suceder
y desgraciadamente ese, el de la intolerancia asesina, que tanto sirvió al nazismo, es un fantasma que sí sigue rondando por el mundo, un fantasma que fascinados miraron a los ojos los integrantes de una generación de alemanes que está ya por desaparecer y que se debe y nos debe muchas explicaciones. Un fantasma que los sedujo, que los convirtió primero en hombres capaces de quemar libros y luego en sicarios y ejecutores del mayor genocidio que ha conocido la humanidad.

Se habla mucho de la eficacia de la propaganda nazi, de su mágico y contundente poder de movilización, tanto que para los expertos en marketing político, para los charlatanes de la manipulación, Joseph Goebbels se ha convertido en su santo patrono, al que citan y emulan con descaro. Poco se sabe, sin embargo, de la forma en que la propaganda era sólo un instrumento que nada más exacerbaba, sacaba a la luz, los más ancestrales y oscuros prejuicios del pueblo alemán, los rasgos más intolerantes del ser humano. Tanto Hitler como Goebbels tenían una lectura muy cercana y completa de lo que el alemán medio de su época pensaba, sentía y deseaba. Pese a tratarse de un régimen autoritario, de una dictadura, los nazis actuaban con una mezcla muy precisa y eficiente de represión y consenso. Las medidas que aplicaban iban extremándolas a partir de una combinación entre encuestas y consultas públicas, campañas muy intensas de propaganda y medidas de control social y coerción política. La llamada “solución final”, el exterminio calculado matemáticamente, sistemático, de once millones de judíos europeos, meta que por la derrota no se alcanzó a cumplir, fue una decisión que los jerarcas nazis – encabezados en la conferencia de Wannsee por Reinhard Heydrich- tomaron sólo después de que los mecanismos de consulta y propaganda habían ido pulsando e incrementando, hasta el grado de hacer aceptable el exterminio de millones de seres humanos, el tradicional antisemitismo alemán, para pasar así del progromo a las cámaras de gas y los hornos crematorios.

Mentira pues que los alemanes ignoraran la existencia de los campos de concentración y de lo que en ellos sucedía; los aparatos de propaganda se dieron el lujo de promover su existencia, de producir reportajes, piezas publicitarias, documentales cinematográficos sobre la vida en los campos. Por otro lado, aparato que clasificaba enormes masas de seres humanos, los confinaba en ghettos distribuidos estratégicamente, los trasladaba en trenes que pese a las dificultades de la guerra nunca dejaron de llegar a los campos de concentración, era tan grande por su propio objetivo. Exterminar once millones de seres humanos implicó necesariamente la acción directa de centenares de miles de alemanes y de ciudadanos de otras naciones del centro y este de Europa, mismos que después de la guerra se dijeron y aún se dicen sorprendidos por las atrocidades del régimen nazi. Atrocidades que no pudieron ser cometidas sin la participación directa y sin la aprobación tácita de millones de personas. Mentira también, todo hipocresía, la de los gobiernos aliados, la de la Iglesia Católica, la Santa Sede; el Papa mismo supo de testigos directos y muy cercanos a la alta jerarquía eclesiástica lo que sucedía. Otro tanto supieron los británicos y los estadounidenses. Morían sin embargo ciudadanos soviéticos -veinte millones- y eso mermaba el poder de Stalin, considerado por Churchill como una amenaza aún peor que el mismo Hitler. Detener el genocidio podía esperar como también podían ahorrarse los aliados la enorme cantidad de bajas que un asalto aliado a territorio alemán habría de costar. Que murieran unos cuantos millones de judíos, de eslavos y que el ejército soviético se desangrara solo en la conquista de Berlín fue algo consentido y acordado por los aliados.