viernes, 26 de diciembre de 2008

RECONSTRUIR LA ESPERANZA

Por Verónica, para Camila

Difícil se antoja la tarea cuando el horror parece no tener limite, el número de decapitados crece cada día y la saña y la impunidad con la que actúan los criminales, a lo largo y ancho del país, ha dejado ya, por su contundencia y brutalidad sostenidas, incluso de sorprendernos. Difícil se antoja la tarea frente al desfondamiento de las instituciones, cuya credibilidad y eficiencia elemental se han derrumbado y cuando los medios electrónicos, esa única ventana para “ver” –que no es lo mismo que “saber”- lo que pasa en el mundo dan la espalda a la realidad o la manipulan para servir a sus propios fines y se produce, como antídoto, como coartada mas bien, como receta de una imposible “sanación” y tal como lo dice Gilles Lipovetsky en “La sociedad de la decepción”: “el triunfo de la puerilidad generalizada”.

“Las civilizaciones surgen gracias a una reflexión dirigida hacia el interior, gracias a la adquisición de la capacidad de mirarse a sí mismas” sostiene Ryszard Kapuscinsky. Paradójico resulta que hoy cuando la televisión llega a todas partes todo el tiempo, cuando es a través de ella que la gente –que no lee- se informa, se forma, se educa sentimentalmente incluso, estemos cada vez más lejos de poder mirarnos y comprendernos. “Entiéndelo Epigmenio –me dijo un alto ejecutivo de la televisión nacional, vicepresidente además del área de noticias- de la realidad la gente no quiere saber ni en los noticieros”. Que el país se nos deshaga entre las manos importa poco; hay que distraer a la gente, entretenerla, es decir seguir “teniéndola ahí” como audiencia cautiva, propiedad exclusiva o casi de la cadena y dispuesta a creer lo que esta dice y sobre todo a consumir lo que esta anuncia.

“El principal problema de nuestra época –dice Kapuscinsky- es la marginación (exclusión, rechazo) no sólo de personas sino también de cuestiones y problemas; aquellos que podrían despertar inquietud y miedo son apartados a un lado, eliminándolos del campo de la visión y en los medios de comunicación su lugar se ve ocupado –concluye el maestro de periodismo- por el entretenimiento; una manera agradable de pasar el tiempo, despreocupada y libre de conflictos”. En eso estamos; en divertirnos y nada de malo habría en esto si hubiera, además, la posibilidad de mirarnos fondo, aunque fuera por momentos, pero eso, no sucede, no al menos en la pantalla de la televisión comercial y: “ni, siquiera, en los noticieros”.

Con esto en mente paso las páginas de un libro de Robert Capa el gran cronista fotográfico del siglo XX. Nada escapó a su mirada. Ni la esperanza de los combatientes de la república española, que a la postre fueron vencidos, ni la belleza de las mujeres, ni el dolor y el terror de los civiles bajo el fuego de la metralla o durante los bombardeos de la aviación alemana. Todo, en la obra de Capa quien murió al pisar una mina en Viet Nam, estaba teñido de verdad, de esa “belleza cruel” de la que habla Ángela Figueras Aimerich.

Y pienso también en otro cronista excepcional, este de la palabra y la imagen; Ernest Hemingway y su documental “Tierra española” que hizo al alimón con Jori Sivens. Luego recuerdo la guerra de Viet Nam vista por la televisión norteamericana y la manera en que ese registro cotidiano hizo al pueblo estadounidense presionar al poder que así; golpeado en el frente de batalla, desfondado en el frente interno no pudo ya sostener el esfuerzo bélico.

Vuelvo luego a la televisión y el cine españoles y a su esfuerzo sostenido por recuperar la memoria para abonar entonces de manera decisiva a la reconciliación y a la democracia con esas visitas constantes al pasado de sangre y muerte que marco a España para siempre. Y en Argentina y “La historia oficial” y en el Brasil de “Ciudad de Dios” o “Terra Nostra”; que va de la exploración de la violencia en las fabelas a la reconstrucción de la epopeya de la emigración y el choque de culturas sin los que seria imposible entender a ese país continente.

¿Y nosotros qué? ¿Cómo reconstruir la esperanza en momentos de tanta incertidumbre si no tenemos siquiera la capacidad de mirarnos al espejo? ¿Si no nos hemos atrevido a ver el pasado; si escamoteamos el presente cómo seremos capaces de construir el futuro? ¿Si los imperativos comerciales, los prejuicios de dueños y ejecutivos y las ansias de poder de las televisoras las han hecho crecer de espaldas al país que somos, al que sufrimos, al que por fuerza tenemos que sacar adelante? ¿Cómo tener esperanza si ha triunfado entre nosotros el miedo y para ocultarlo nos hemos instalado –merced a la TV- en la puerilidad?

Del compromiso que me hizo llevar la cámara al hombro en los campos de batalla, al que nos hizo explorar nuevas formas de periodismo y luego de ficción televisiva salto, en estos tiempos de oscuridad e invito a otros con los que comparto el oficio de contar lo que sucede y lo que uno siente, piensa o imagina, a hacer nuestro eso que, como Kapuscinsky sostiene, debe ser nuestra tarea: “hablar de aquello de lo que no se habla, subrayar lo que se margina, llamar la atención sobre aquellos aspectos de la realidad que no tienen posibilidad alguna de convertirse en temas estrellas de producciones cinematográficas, sobre aquellos problemas que, ni con calzador, se pueden meter en el estrecho marco de la pantalla del televisor”.

jueves, 18 de diciembre de 2008

¿NEGOCIAR CON LOS NARCOS?

Lo escuché, al vuelo, la mañana de este jueves en la radio. Rubén Aguilar, el de “lo que el presidente quiere decir” en los oscuros y vergonzosos tiempos del foxismo, plantea en entrevista con un periódico de la frontera norte que las “guerras no se ganan; se negocian” y que, en consecuencia, lo que toca hacer al gobierno de Felipe Calderón, es pactar con los capos de la droga –sin alcanzar acuerdos formales con ellos- una paz basada en el respeto a sus rutas, sus mercados, sus áreas de tráfico y cruce fronterizo y sus zonas de influencia. Faltaba más; Aguilar, ex guerrillero e integrante además de una de las más radicales corrientes del FMLN salvadoreño, nos remite a lo que su jefe Vicente Fox, en el colmo del cinismo, la desvergüenza y la cobardía, hizo durante su mandato; entregarle, sin combatir siquiera, amplias zonas del país al crimen organizado. Lo que Rubén Aguilar quiso decir; ante el poder del narco queda un solo camino: la rendición.

Ni por asomo puede pensarse que soy afecto al régimen calderonista. No soy de esos que olvidan, se acostumbran o se resignan. Menos de esos a los que el tiempo y la propaganda borran la memoria. No veo, ni reconozco a ese señor como Presidente legítimo de la República. Llegó al poder luego de jugar sucio y gracias al apoyo ilegítimo de los poderes fácticos y de su antecesor Vicente Fox quien al meter cínicamente las manos en el proceso electoral cometió un crimen de lesa democracia. Que Calderón esté sentado en la silla presidencial no habla, para mí, sino de la enfermedad endémica que padecemos; la impunidad en todos los ordenes de la vida pública. Impunidad nacida tanto de la falta de fortaleza y respetabilidad de las instituciones como de nuestra propia indiferencia, de nuestra propia y también endémica resignación. Y pese a mantener una actitud de oposición indeclinable ante Calderón y sus actos no puedo, sin embargo, caer en la tentación de apoyar argumentos como el de Aguilar o como el de muchos otros –empresarios y periodistas sobre todo- que ante la cantidad creciente de ajusticiamientos y el crecimiento exponencial de la narco violencia hablan de que la guerra contra los carteles está perdida y se atreven a plantearle a Calderón que, ante el fracaso, o suspenda la lucha o busque una salida negociada al conflicto.

Aunque creo que Calderón carece del consenso necesario y suficiente para encabezar la lucha contra el narco considero que cruzarse de manos como hizo Fox y como algunos pretenden que haga su pupilo es punto menos que una nueva e irreversible traición. No me gustan tampoco -y lo he consignado en estas páginas- los excesos retóricos de Calderón cargados de un patrioterismo puramente propagandístico. Menos todavía que se disfrace de militar.

Puedo, es cierto, tener diferencias profundas con la estrategia de combate al narco de Calderón y las fuerzas de seguridad; pero de que contra esos criminales hay que pelear con decisión, en el marco de la ley y con las armas en la mano, cuándo y dónde sea necesario y sin ceder a la tentación del paramilitarismo para no volverse tan criminal como al que se combate, no me queda la menor duda.

Sé que la lucha hay que hacerla también en otros frentes más allá del policiaco-militar pues se trata, sin duda, de un problema político, social, económico, cultural y de salud pública. Entiendo que mientras el gobierno norteamericano no combata a sus carteles y capos locales ni cierre su frontera al tráfico de armas el rió incontenible de dólares y armas hará correr la sangre a raudales; ni la complejidad de la lucha, ni la responsabilidad del gobierno estadounidense son para mí, sin embargo, razones suficientes para suspender el combate.

Sé que las guerras se negocian; ésta no. Nada resulta para mí más inconcebible, más aberrante, que ver sentado en la mesa, con criminales de esa calaña, a quien, “haiga sido como haiga sido”, se hace cargo del poder ejecutivo. Llegó ahí a la mala, es cierto, peor sería todavía si, acobardado o cediendo a la presión de los temerosos, termina entregando el país a esos criminales. Imposible resulta pensar en un futuro como nación si eso sucede.

No tienen los narcos más norte y más propósito que el negocio y su negocio, no hay que engañarnos, es la muerte. Lenta, en el caso de quienes consumen la droga que comercian, brutal y acelerada en el caso de quienes se atraviesan en su camino. Aquellos a los que la aparente imposibilidad de vencerlos, asustados por la violencia y alegando que el consumo y el daño mayor a la salud de la población se producen en los Estados Unidos hablan ahora de suspender el combate o buscarle una salida negociada corren el riesgo de ubicarse en la misma posición; primero de permisividad y luego de franca complicidad en la que cayeron las FARC de Colombia.

El de Rubén Aguilar -y otros como él- es sólo el canto de las sirenas. El tamaño y el carácter del enemigo; el hecho de que lo sea de la vida y la salud. Sus métodos, su inconcebible violencia; el perniciosos efecto de su acción en la sociedad, hacen necesario y urgente empeñarse a fondo en su captura y sometimiento a la justicia. Ya el narco negocia todos los días con autoridades y policías a su manera; les ofrece plata o plomo. Sentarse en la mesa con ellos sería tanto como aceptar, como país, que sólo existen esos dos caminos.

jueves, 11 de diciembre de 2008

LA PENA DE MUERTE Y LA JUSTICIA

Anda rondando en el país, merced a las declaraciones e iniciativas propagandísticas de Humberto Moreira y el Partido Verde, la idea de que ante el crecimiento imparable de la delincuencia, que se ensaña cada vez más con su victimas, debe el Congreso de la República reconsiderar la aplicación de la pena de muerte. Hay quienes, además, como Carlos Marín, piensan que el hecho de que PAN y PRD unidos hayan desechado tajantemente la mera discusión del asunto, es un error más de esos “becarios” –dice Marin- que “recularon” y no le entraron al debate de una disyuntiva; “cárcel o exterminio de criminales extremos” que, según las encuestas, importa a grandes capas de la población.

Que posiciones como las de Moreira y el Verde son políticamente rentables no me cabe la menor duda. Que son irresponsables y que es peligroso entrarle al juego, dándose el lujo de discutir el asunto para terminar doblegado por los estudios de opinión y la urgencia de votos, tampoco. Saludo pues el rechazo de ambos partidos a plantearse siquiera el asunto. Aunque no puedo concebir, lo siento, que la justicia y la sangre vayan de la mano, entiendo perfectamente que la sangre inocente derramada excite a las multitudes y las haga clamar por venganza.

Las declaraciones de Moreira, sus arrebatos retóricos, tan celebrados por la prensa, en donde sin remilgos habla de fusilamientos e inyecciones, remiten necesariamente a Eduardo Montiel y su tristemente célebre y efectiva campaña de las “ratas no tienen derechos humanos”. Quien se posiciona como defensor a ultranza de la justicia, ese a quien el pulso no le tiembla, gana votos, siempre gana votos, aunque a la postre resulte él mismo un delincuente. En tiempos de incertidumbre el autoritarismo avanza y se consolida. El respeto a los derechos humanos se vuelve un estorbo. La mano dura vende.

El nazismo, que actuaba así, ganó espacios desatando, en los turbulentos tiempos posteriores a la República de Weimar, una persecución implacable contra los delincuentes. La propaganda de Goebbels hacía un perfil minucioso y exaltado del criminal, luego narraba –hasta el más nimio de los detalles- los aspectos más monstruosos de su crimen, complementaba la información dando voz a las víctimas y enfatizando su inocencia y vulnerabilidad para luego, con bombo y platillo, convertida ya en una retribución a las mayorías sedientas de justicia, publicitar la ejecución y convertirla en costumbre.

Ya teniendo en sus manos, gracias al voto de las mayorías, el poder dictatorial y afianzado su control sobre una base de represión y consenso combinados –como lo demuestra Robert Gelatelly- Hitler y el Partido Nacionalsocialista, (por sus siglas en alemán, NSDAP) pasaron, sin más trámites y sólo con algunos controles derivados de estudios de opinión, a la persecución indiscriminada de opositores políticos, de los homosexuales, al asesinato –como ensayo del uso del gas- de los enfermos terminales y de ahí al exterminio de los gitanos, los eslavos y los judíos.

Nadie, aunque muchos lo nieguen, ignoraba lo que sucedía en Alemania. Goebbels se daba a la tarea de publicar artículos y filmar reportajes en los campos de concentración hablando de la segregación y el castigo a los antisociales. Al mismo tiempo la radio, el cine y la literatura al servicio del régimen, difundían historias en las que se asignaban los papeles de villanos a aquellos a los que el régimen consideraba o bien inferiores o bien sus enemigos. Tan criminales, unos por acción, otros por omisión, eran, a fin de cuentas, las SS como el más inocente de los ciudadanos.

Moreira y el Verde saben esto; saben que promover castigo implacable en tiempos de impunidad y hartazgo vende. Van, cínicamente, en busca de votos, alientan el morbo y desatan a un monstruo. Saben de cierto que esas medidas, en tiempos como los que vivimos, son ampliamente respaldadas por las mayorías y tanto que me extraña que apenas el 75% de los encuestados respalde la aplicación de la pena máxima. Estoy seguro que de preguntarse qué merecerían los violadores de niñas y niños una inmensa mayoría se pronunciaría por la castración y luego la muerte de los culpables.

El miedo, la rabia, la crisis económica, la impunidad y la ineficiencia y corrupción de los cuerpos policíacos son los peores consejeros de las masas. De esa combinación letal surgen los linchamientos. Quien atenta contra la familia o el patrimonio en estos tiempos puede fácilmente toparse con Fuenteovejuna y hacerlo además, los linchamientos de Tláhuac así lo demostraron, ante la criminal complacencia de los medios que se regocijaron con el espectáculo sin hacer nada por evitarlo.

Encantados con su súbita popularidad Moreira y los Verdes, sin embargo, se olvidan de pronto y convenientemente que son parte del estamento político responsable de la inseguridad en este país; cuando la gente busque culpables más allá de los delincuentes a los que ha castigado por propia mano o ha visto morir en el cadalso se topará, necesariamente, con esos que desde el poder ni han acabado con la impunidad, ni han combatido a fondo la corrupción, esos que hoy se dan el lujo de alentar al México oscuro sin darse cuenta que un día serán ellos sobre los que habrá de caer la masa sedienta de sangre y justicia.