jueves, 29 de enero de 2009

MOBY DICK AL SUR DE LA FRONTERA

Mientras Barak Obama trata de enviar múltiples e inequívocas señales de paz al mundo musulmán para preparar así una eventual, aunque no necesariamente posible o rápida al menos, retirada de las fuerzas estadounidenses desplegadas en Irak, los altos mandos del ejército y de las agencias de seguridad comienzan, en previsión de que ese conflicto tan poco rentable desde el punto de vista político se desactive, a buscar su nuevo enemigo externo.

No es la de los militares y expertos una voz que clama en el desierto. La industria del entretenimiento y la comunicación los acompaña con singular entusiasmo en la cacería. No hay en los Estados Unidos nada tan necesario, taquillero y popular como un buen villano.

Fieles a la ancestral tradición que, según Carlos Fuentes, parece dar sentido a su existencia, los norteamericanos se preparan para arponear de nuevo a Moby Dick, la ballena blanca de Herman Melville a la que el capitán Ahab persiguiera incansable por los siete mares.

Abandonó, en medio del mayor descrédito, George Bush la Casablanca. Llega a ella con renovada fuerza y con la carga de expectativas difíciles de cumplir a corto plazo Barak Obama. La travesía de Norteamérica debe continuar. El nuevo capitán necesita un objetivo para enderezar el rumbo; México, que por cierto y más allá de las más elementales fórmulas de la cortesía diplomática, no es particularmente cercano al corazón de Obama y menos al del grueso de los votantes que lo llevó al poder, parece el mejor colocado para ocupar esa posición de dudoso privilegio.

Al salir del centro de la escena Osama Bin Laden –cuya persecución era el sello distintivo, la marca registrada, la franquicia de la administración pasada- se busca ahora al villano favorito e indispensable para la nueva época. Fácil y cercana les ha resultado a estrategas, políticos y publicistas esta vez la tarea. Con sólo mirar al sur de su frontera han encontrado al monstruo que necesitan.

Comienzan a proliferar y a tener cada vez más impacto, en los círculos militares y políticos de Washington, ahí donde se toman las decisiones, los informes de inteligencia, las opiniones y predicciones de académicos, funcionarios y especialistas en materia de seguridad sobre el catastrófico futuro que espera a México y los riesgos que, este colapso anunciado del estado en nuestro país, entraña para la seguridad interna de los Estados Unidos.

No necesitan, ciertamente, los expertos, una bola de cristal, el despliegue de satélites sobre nuestro territorio o demasiada información clasificada para arribar a estas conclusiones y arraigarlas en la opinión pública de ese país. Basta tan sólo conque echen una ojeada a los periódicos mexicanos y divulguen adecuada y masivamente, entre una población que naufraga en la “tormenta perfecta” y que ya de por sí nos considera una amenaza para el empleo, las cifras y hechos que nuestros diarios consignan diariamente.

Los inauditos excesos criminales del narco, la ineficiencia proverbial de las fuerzas del orden, la corrupción endémica, la impunidad conspiran activamente contra la imagen de un país y un estado viables. De nada sirve el esfuerzo propagandístico gubernamental –que ni siquiera aquí tiene los efectos deseados- para dar seguridad y confianza a los norteamericanos.

Migración ilegal, que la crisis previsiblemente hará aumentar a niveles históricos y la violencia del narcotráfico que, inevitablemente irá en aumento, en tanto que el consumo de estupefacientes en los Estados Unidos, a causa de la misma crisis, registrara un repunte también histórico, se combinan en estas circunstancias y de manera fatal para los intereses de México y los mexicanos. Además de necesario y cercano somos, en tanto que tenemos atractivo para la elite política, los medios y el populacho, el enemigo ideal.

Muchos años y miles de millones de dólares, llevan ya, Hollywood y la televisión norteamericana dibujando los rasgos esenciales de este nuevo villano. Se le ve en las películas y en las series de televisión, matón, folclórico y sanguinario traficando drogas con las manos manchadas de sangre y del brazo del policía o el funcionario mexicano corrupto.

En los últimos tiempos, en las series más exitosas de la televisión, se asocia a este villano emergente con fundamentalistas islámicos, quienes lo utilizan para introducir en territorio estadounidense los elementos para construir bombas sucias o desatar ofensivas bacteriológicas; Osama pasa así la estafeta al Chapo y sus pares. Entre el narcotráfico y el terrorismo se borra la distancia como tiende a borrarse, desgraciadamente entre la opinión pública, la que separa al capo del indocumentado.

No han hecho jamás las administraciones norteamericanas, demócratas o republicanas, los medios de comunicación, un análisis serio, profundo, radical de su responsabilidad real en el surgimiento y desarrollo del terrorismo de Alquaeda. Ellos crearon a Osama.

No habrán de hacer, mucho me temo y empeñados como están en la configuración de su nuevo enemigo externo, el análisis de las causas reales de la violencia desatada por el narcotráfico en nuestro país y que –la paja en el ojo ajeno- consideran hoy una amenaza contra su seguridad interna.

Olvidan convenientemente que las armas y los dólares vienen de allá. La gente muere, el estado mexicano colapsa porque en los Estados Unidos los gobernantes no hacen nada para combatir el consumo, para capturar a sus capos locales. Fue Ahab, ojalá Obama mirara también al sur y pensara en eso, quien hizo crecer a Moby Dick.

jueves, 22 de enero de 2009

EL FANTASMA DEL PARAMILITARISMO

Tenía que llegar. Está ya, de hecho, instalado entre nosotros. Es un fantasma, parafraseando a Marx, que ronda México. Quizás muchas de las miles de muertes violentas que se han registrado a lo largo y ancho del territorio nacional, son, desde hace tiempo, resultado de su actuación en la oscuridad. No es aventurado pensar que muchos de esos decapitados, hoy atribuidos a enfrentamientos entre bandas del crimen organizado, son solamente sus primeros ensayos. La obligada prueba de sangre para sus sicarios. El proceso de aprendizaje y consolidación operativa. La validación, en el terreno de sus métodos. Hoy, con las manos manchadas de sangre, ha salido a la luz pública y reclama, ante la ineficiencia del gobierno y los órganos de seguridad y quizás con su complacencia incluso, una personalidad y un peso político propios; es, uno de los más terribles y frecuentes males de la historia latinoamericana: el paramilitarismo.

En Juárez, en Guerrero, en Michoacán –el reportaje de Diego Osorno publicado en MILENIO hace unos días da cuenta de esa realidad- comienzan a operar abiertamente escuadrones de la muerte, ejércitos privados que amparados por el hartazgo de amplios sectores de la población, con la coartada de la salvación nacional y liberados del peso de la ley, que, según ellos, amarra las manos y vuelve aun más ineficientes a las autoridades en el combate contra el crimen organizado, se preparan para terminar de imponer entre nosotros el imperio de la única ley que conocen: la de la selva.

Dicen en sus proclamas haber nacido para combatir a los narcos; terminarán, eso es casi seguro y basta para saberlo echarle un ojo a la historia de Colombia, metidos en el mismo negocio, mezclados con ellos, convertidos en una banda más que –con aspiraciones políticas y cierto grado de legitimación social- vende sus servicios al mejor postor. Convocan hoy a la población a denunciar narcotraficantes para ejecutarlos. ¿Quién acotará esa criminal convocatoria? ¿Quién seguirá proceso a los acusados? Terminarán asesinando a cualquiera y por cualquier motivo; los que denuncien serán, paradójicamente, los primeros en ponerse en la mira.

Muchos habrá, me temo, sobre todo en las zonas asoladas por el narco, que aun a pesar del peligro que representa combatir al crimen organizado cometiendo crímenes, dan, desesperados, su aval e incluso su apoyo económico y moral a estas organizaciones o por lo menos se hacen, ante ellas y sus acciones supuestamente justicieras, de la vista gorda. Caer en esa tentación es fácil. El miedo produce una combinación letal de impaciencia, intolerancia y ceguera. Los valores de la convivencia social ya de por sí erosionados por la acción de las bandas criminales tienden de pronto a desaparecer por completo y son sustituidos por el más primitivo instinto de sobrevivencia. Un instinto al que pesan demasiado las leyes y sus tiempos y procedimientos.

En estas circunstancias quien promete soluciones rápidas y radicales. Quien se vuelve, así sea a sangre y fuego, garante de esa sobrevivencia. Quien ofrece venganza se torna más atractivo, necesario y urgente que quien ofrece justicia, sobre todo en un país como el nuestro donde reinan la impunidad y la corrupción y donde un gobierno que carece de legitimidad trata de encabezar, dando tumbos, una guerra sin demasiadas perspectivas de solución cercana y favorable.

El recalcitrante conservadurismo que se respira en el país que va del atropello del laicismo perpetrado por Felipe de Jesús a las más insulsas intentonas represivas como la de Guanajuato, la promoción electorera e irresponsable de la pena de muerte emprendida por los verdes o por el gobernador Humberto Moreira, las voces que se alzan dando por perdida ya la guerra contra el narco y hablan de una eventual negociación con los capos, los jefes militares que se salen del marco institucional y se disponen a batirse sin cuartel con esos “hijos de la chingada”, la incertidumbre general provocada por la crisis y el desempleo galopante, la saña –expresión de un resentimiento social inédito y creciente- con la que secuestradores y delincuentes de toda laya tratan a sus víctimas, todo abona a la causa del paramilitarismo, todo contribuye a que le sea extendida patente de corso a los escuadrones de la muerte.

De esto hablaba en Bogotá con el General Miguel Maza Márquez. El hombre a quien Pablo Escobar intentó asesinar tantas veces –una de ellas con un autobús cargado con más de 500 kilos de dinamita que al estallar mató a más de 300 personas- me decía, hablando de México y su rosario diario de decapitados: “Ahí, me parece, por la cifra tan alta de bajas que están actuando ya paramilitares y si eso sucede –reflexionaba el militar-terminarán esos criminales, que por su propia naturaleza son más exitosos en el combate a sus iguales que las fuerzas del orden, sustituyendo al estado, ayuno de victorias y convirtiéndolo en su rehén”.

Han pasado apenas unos meses de esa conversación en Colombia. No escribí sobre eso entonces. Me negaba a convocar, así fuera de palabra, a un fantasma que, me temo, ya no necesitaba más conjuro que la realidad para aparecer.

jueves, 15 de enero de 2009

DE CÓMO PERDER LA GUERRA

Con un saludo a Carmen Aristegui por su regreso y a la familia Vargas por abrir, como en el 94 con la primera entrevista con el Subcomandante Marcos, este espacio a una mirada distinta, valiente y fresca sobre los hechos.

En la guerra no hay peor consejero que el miedo, ni tiene mejor aliado la derrota que la estupidez. El peor general es siempre el político ávido de resultados inmediatos y el más torpe de los estrategas su propagandista de cabecera. Sólo a quienes espanta más el estampido de un fusil que el silbar de una bala, es decir a gente que no tiene ninguna experiencia de combate y que ha visto demasiadas películas, se le puede ocurrir, porque no saben nada, porque no entienden de armas, ni de su uso, ni del peligro que representan, ni de la responsabilidad que implica portarlas, entregar granadas de fragmentación a policías y sin embargo a eso vamos; a apagar el incendio que nos consume con gasolina.

¿Qué piensan la Secretaría de la defensa nacional, la PGR, el CISEN de esta locura? ¿Quién se habrá de hacer responsable cuando los cuerpos desgarrados de victimas inocentes queden regados en la calle?

Que hay que combatir al narco con decisión y con eficiencia está fuera de discusión pero hay que hacerlo con inteligencia, responsabilidad y siempre dentro del marco de la ley y con respeto irrestricto a los derechos humanos. Ciertamente y ante la escalada armamentista del crimen organizado hay que mejorar el entrenamiento y el poder de fuego de las fuerzas del orden. Esto no puede hacerse sin embargo de manera tan brutalmente irresponsable. Un factor determinante de la victoria será siempre diferenciarse del enemigo sobre todo cuando este, como es el caso, procede de manera tan artera, indiscriminada y criminal.

El brazo armado del estado no puede y menos en una situación tan extremadamente delicada como la que vivimos ponerse a soltar bombas, como lo hacen los narcos, a diestra y siniestra. Es de cobardes y terroristas hacer uso de explosivos. ¿Si aquí todo el mundo lanza granadas y expone a la metralla a la gente inocente, quién, a los ojos de esa gente, será el delincuente y quién el policía?

Las granadas de fragmentación sirven sobre todo para asaltar posiciones; para reventar trincheras y fortificaciones. También se usan para detener, en circunstancias muy especificas, el avance de una fuerza enemiga concentrada. Eso hicieron los narcos en Sinaloa hace unos meses cuando una patrulla de la PFP, con táctica policial, se acercaba a una casa de seguridad. Iban los agentes en columna cerrada; al estallar la granada mató de un solo golpe a ocho de ellos. Los narcos huyeron. Someterlos no implicaba, sin embargo, entablar con ellos un duelo de granadazos sino cambiar el procedimiento de aproximación.

Quien lanza la granada, además de estar bien entrenado y sometido a un mando que establece la cadencia y el poder de fuego de acuerdo a reglamentos, a una doctrina, a una visión táctica e integral de lo que está sucediendo en el combate, debe ponerse a cubierto de inmediato pues aun a muchos metros de distancia puede él mismo ser alcanzado y herido mortalmente por las esquirlas.

¿Qué policía en el país tiene ese entrenamiento, esa experiencia, ese rigor? ¿Cuántos entre esos miles de efectivos serán capaces de mantener una estricta disciplina de fuego en medio del fragor de un combate callejero y de medir las consecuencias de sus actos si tienen una granada salvadora –o eso creen ellos- colgada en el arnés?

Las granadas no tienen órganos de puntería; no pueden colocarse, con la precisión milimétrica de una bala, en el corazón del enemigo. Son armas que matan a mansalva, indiscriminadamente. Armas tontas pues, que en este caso, además. han sido entregadas por estúpidos.

Cuando el ejército salió a la calle con blindados y montó en ellos lanzagranadas automáticos los narcos compraron fusiles calibre 50 para penetrar blindajes y granadas de fragmentación. Se hicieron también de bastones chinos RPG7 y de cohetes antitanque de otras características pero igualmente certeros para detener a las tanquetas. ¿Qué señal se les está enviando con esta nueva adquisición? ¿Hasta dónde y cómo se pretende que escalen -porque eso habrá de suceder necesariamente- su poder de fuego los capos?

¿Cuántas de esas granadas entregadas a policías mal pagados, mal entrenados, peor dirigidos y que no han pasado los más elementales controles de confianza habrán de caer en manos de los narcos o de los secuestradores o de los criminales comunes? ¿A qué se aspira con esta medida: a popularizar el uso de los explosivos? ¿A acelerar una derrota, que inmersos en la dialéctica del traidor, se antoja a quienes conducen la guerra ya un hecho irremediable? Alguien tiene que detener esta barbaridad.

jueves, 8 de enero de 2009

Y LOS INDÍGENAS CAMBIARON MÉXICO

segunda y última parte

A pesar de que los acontecimientos de los últimos días; el criminal atentado contra Televisa Monterrey, a cuya condena me sumo solidaria y enérgicamente y la también criminal y desproporcionada acción militar israelita en la franja de Gaza merecerían sin duda que les dedicara este espacio, me propongo seguir con el dedo en el reglón y volver, 15 años después, a la rebelión del EZLN en Chiapas. Lo hago convencido de que, por más que se quiera minimizar esa historia o reducirla sólo a una efeméride folclórica más, lo que sucedió esos días en las montañas del sureste mexicano, abrió los cauces para una profunda transformación del país.

Muy lejos está México, es cierto, de ser el país que lo que los indígenas que se alzaron en armas querían; muy lejos también de lo que el régimen autoritario, en aquellos días de euforia primer mundista, imaginaba y hasta que tronaron esos tiros daba por hecho.

Los excluidos, los “condenados de la tierra” que diría Franz Fanon, cobraron de pronto un protagonismo hasta entonces inédito. Sus ataques coordinados a distintas cabeceras municipales no sólo tomaron por sorpresa a las autoridades civiles y militares; sacudieron, conmocionaron al país entero. El cese al fuego decretado por el gobierno federal a muy pocos días del alzamiento, resultado de una combinación de presión popular en las calles y una valoración contrainsurgente en los círculos del poder, no provocó, como hubiera podido esperarse, la deslegitimación, el desfondamiento del esfuerzo militar rebelde sino que lo transformó, casi de inmediato, en un esfuerzo político, en un viento fresco e incluyente que vino, en esos días tan aciagos, a dar nuevo aliento a las esperanzas de transformación del país. Las armas se volvieron de pronto más eficientes en tanto que cesaron de disparar y pasaron a tener un poderoso valor simbólico.

Sin sentarse en la mesa en la que las fuerzas políticas discutían con el gobierno los asuntos que, luego dieron paso a la alternancia en el poder ejecutivo, los indígenas chiapanecos, precisamente porque seguían empuñando esas armas con enorme dignidad y determinación, empujaron la mano primero a Salinas de Gortari y luego a Ernesto Zedillo y su partido obligándoles a alcanzar acuerdos con los partidos de oposición.

Imposible concebir el deterioro súbito y creciente del régimen autoritario, que supuestamente se encontraba en su mejor momento y preparándose para una transformación gatopardiana, sin ese golpe inicial y sin la presencia cada vez más firme y ampliada del zapatismo en las calles, sobre todo de la ciudad de México y en los más diversos círculos políticos e intelectuales del país y del extranjero.

El desconcierto y la división de las élites que ese alzamiento de desarrapados provocó condujo, de alguna manera, a la descomposición de los mecanismos tradicionales de trasmisión del poder. Colosio, el delfín, andaba por el país a la deriva, lejos del poder del que se sabía, supuestamente, heredero, confuso, marginado y tanto que se volvió un blanco fácil y cayó al fin asesinado.

Consciente de la debilidad congénita de su mandato, remarcada a sangre y fuego con la ejecución de Ruiz Massieu, apoyando su propaganda en el miedo y prometiendo un bienestar que nunca llegó, Ernesto Zedillo alcanza la presidencia y no tarda en enfrentarse con su antecesor Salinas de Gortari y en plantear al EZLN un escenario de diálogo y negociación, que si bien jamás prosperó, sentó las bases para que el sistema se viera obligado a respetar la integridad y la presencia de los rebeldes. Quienes, de nuevo, son uno de los factores determinantes para que Zedillo se transforme en el “presidente bisagra”; el priista que entrega, por primera vez en décadas, el poder a la oposición. Triste y terrible para México resultó, sin embargo, que ese privilegio, esa enorme responsabilidad recayera en un truhán: Vicente Fox.

Quizás los zapatistas hubieran jugado un papel en una eventual victoria de Cuauhtémoc Cárdenas. La izquierda institucional que se volcó en su apoyo fue siempre vista en la montaña con recelo y desconfianza; Aunque Cárdenas fue el único candidato presidencial que estuvo en los territorios zapatistas no obtuvo, el “hijo del General” como se le llamaba por esos lares, en ninguna de las dos últimas oportunidades en que se presentó a las elecciones, el aval explícito de los rebeldes. La misma historia, pero recargada, pues de la omisión se pasó a la condena, se repitió con AMLO en los comicios presidenciales del 2006 y todo parece indicar habrá de repetirse de nuevo, con lo que queda de la izquierda, en las elecciones legislativas de este año. “Los caminos de la vida…” dice la canción.

Esos indígenas tzotziles, zteltales, choles cambiaron el país; unos cuantos, en la clase política, han hecho de esas transformaciones su botín exclusivo y vuelven, soberbios como son, a olvidarse de esos que hace 15 años obligaron al poder a doblar la cerviz, olvidan que allá en la montaña ni el tiempo importa, ni la memoria cesa.

jueves, 1 de enero de 2009

Y LOS INDÍGENAS CAMBIARON MÉXICO

1ª. Parte


“Bienvenida sea la revolución; bienvenida sea, esa señal de vida, de vigor de un pueblo que está al borde del sepulcro"

Ricardo Flores Magón


Bajaron de las montañas; salieron de la selva y las cañadas y lo hicieron a pleno día. Miles fueron testigos del paso de las columnas que se dirigían a Las Margaritas, Ocosingo, San Cristóbal de las Casas. Los camiones cargados de indígenas mal armados serpenteaban por los caminos de la selva; en cada caserío se les miraba con respeto y con esperanza; se les colmaba de bendiciones.

Unos, de entre esos miles que miraban atónitos pasar a ese ejército de desarrapados, tenían miedo; los más compartían la misma rabia acumulada, atesorada, pulida paciente y dolorosamente con las muchas y ancestrales humillaciones, convertida en determinación que impulsaba a esos guerrilleros, a esos enmascarados que se disponían a hacer su presentación en sociedad. Se habían propuesto -y estaban dispuestos a morir en el intento- nada mas y nada menos que cambiar el mundo y para comenzar la tarea iban a combatir a las fuerzas federales acantonadas en las cabeceras municipales.

Tocarían a balazos las puertas de los cuarteles y palacios. Irrumpirían de golpe en la vida de un país que los había condenado al olvido y a la marginación.

Que eso iban a hacer esa misma noche; que desatarían la guerra y que, en consecuencia, el infierno habría de alcanzarlos y cebarse en ellos, instalarse en las selvas y montañas donde vivían, de arrasar con su fuego sus caseríos y cultivos, truncar vidas, romper familias era algo que todos imaginaban que habría de suceder y que simple y llanamente aceptaban como un sacrificio necesario. Al borde de la muerte –porque la miseria mata- habían decidido que apurarla, si era necesario, valía la pena.

Estaban claro de que enfrentarían un enemigo mil veces superior y que la lucha seria larga y cruenta. Lo sabían los combatientes pero también las madres y las esposas, las hermanas, los hijos, los vecinos, el señor de la tienda, el dueño de los camiones, los catequistas y comisarios ejidales, los comerciantes que bajaban todos los días a las ciudades y se cruzaban continuamente con el ejercito federal, los maestros de las muy pocas escuelas de la zona, los trabajadores de las recién inauguradas clínicas de salud, los jornaleros, los peones que trabajaban en condiciones casi de esclavitud con los finqueros.

Era un secreto a voces compartido por miles y que sin embargo nadie filtró –ni por cobardía, ni por conveniencia, ni por discrepancia- a las áreas de inteligencia militar. Nadie, en la historia militar de América Latina se había atrevido a tanto con tan poco. Nadie había actuado tampoco con tal desparpajo. Solo ocultaban sus rostros; todo lo demás quedaría, a partir de esa noche, expuesto para siempre.

Seguían los zapatistas, es cierto, el modelo insurreccional del FMLN pero lo superaban. Allá en Morazán, en Chalate, en Guazapa en las propias goteras de San Salvador había combatido y derrotado a la fuerza armada salvadoreña un ejercito guerrillero de nuevo tipo que partiendo de la premisa de que su única “montaña era el pueblo” coexistía prácticamente, todo el tiempo y a todo lo largo y ancho del país, con importante núcleos de población civil.

Ahora los zapatistas, que sí tenían un territorio donde guarecerse al abrigo de selvas y montañas impenetrables y donde habían preparado a ese ejército insurreccional, rompían, como los salvadoreños, las reglas de la conspiración guerrillera tradicional y los cánones de la “guerra popular prolongada”. En lugar de mantenerse seguros en su retaguardia y preservar sus fuerzas propias, como hacen las FARC y por lo que –posponiendo siempre el combate- se han corrompido, los zapatistas ponían esa noche del 31 de Diciembre de 1993 toda la carne en el asador.


Que había guerrilla en Chiapas se sospechaba; que iban a abrir 1994 con una ofensiva insurreccional de tal envergadura lo sabían por fuerza miles, quizás decenas de miles de pobladores de la zona pero nunca lo imaginaron siquiera –y quien eso afirme miente descaradamente- los altos mandos del ejercito o los funcionarios gubernamentales. Los generales estaban de fiesta; también el gobernador, los secretarios de estado, el Presidente de la Republica. México entraba por fin, con el TLC y sometido a un régimen autoritario que se preparaba para mantenerse en el poder por unas décadas más, al primer mundo.

Y entonces esa noche hace 15 años, justo en las primeras horas de 1994, sonaron unos tiros en el sureste mexicano…