jueves, 26 de agosto de 2010

MORIR EN MÉXICO

Eran 14 mujeres, 58 hombres; migrantes todos ellos, según las últimas informaciones, de Brasil, Ecuador, Honduras, El Salvador. Estaban a punto de concluir un azaroso trayecto a través de nuestro país y alcanzar la frontera con los Estados Unidos.

Iban, como parte de esas inmensas corrientes migratorias que se mueven en el mundo, del sur empobrecido al norte arrogante que levanta muros y cierra sus puertas a quienes, en el ejercicio del más elemental de los derechos, buscan oportunidades de trabajo y una vida más digna que su patria les niega.

No consiguieron llegar a su destino. En una carretera mexicana los detuvo un comando de los Z; a un pequeño rancho, al borde mismo de un camino de terraceria, los llevaron y ahí, después de golpearlos, los ejecutaron.

¿Qué tipo de hombre, de asesino, ordena la ejecución, dispara un arma contra decenas de seres humanos desarmados, inermes? ¿Qué fin persigue quien así, tan bárbaramente, actúa? ¿En que contexto nace y opera una banda criminal capaz de ejecutar una masacre como la del rancho San Fernando? ¿Qué pasa en un país, de migrantes además como el nuestro, que la vida vale ya tan poco y la de nuestros hermanos de centro y sudamericanos, que lo cruzan indocumentados rumbo al norte, menos todavía?

He registrado, con mi cámara al hombro, masacres resultado de la guerra, y el odio político y religioso. Sé de ese olor almizclado de la muerte tumultuaria que emanan las fosas clandestinas. He visto el rostro impávido de los genocidas justificando por “razones” estratégicas sus crímenes.

Estuve en El Mozote y en Copapayo en El Salvador; donde un solo batallón del ejército salvadoreño el Atlacatl y con el propósito contrainsurgente de “sacarle el agua al pez” asesinó a casi dos mil campesinos.

Supe de las masacres de la selva guatemalteca; hablé con sobrevivientes de las mismas y estuve, una mañana tristísima, en el entierro colectivo de las víctimas de la masacre de Acteal donde 45 personas fueron asesinadas por un grupo paramilitar.

También allá, en los Balcanes, seguí las huellas del odio y la barbarie, esa segunda piel del hombre, en ese oscuro tiempo de las operaciones de “limpieza étnica”.

Detrás de todos esos crímenes de lesa humanidad había, de alguna manera, un propósito político, étnico o religioso. Mataban los asesinos en el cumplimiento de un diseño estratégico; para “acabar” con un enemigo, sustraerle base social, enviar un mensaje sangriento a los indecisos y afianzar su poderío.

La masacre de San Fernando es diferente. Los Z aquí mataron por matar y no digo que los otros, los que lo hacen con uniforme y ateniéndose a un plan político-militar, no sean tan criminales como éstos.

Digo que, en este caso, esa masacre fue producto tanto de un arrebato sádico del jefe del comando, como de un entorno en el que se desprecia profundamente la vida y donde la única ley que vale ya es la de “plata o plomo”.

Digo que este crimen es –a contrapelo de lo que, empeñado en eludir el golpe, Felipe Calderón declara- más que resultado de la acción del estado en contra del crimen organizado expresión de la derrota de la estrategia de guerra contra el narco del actual gobierno y expresión, también, de la profunda descomposición social en que vivimos.

Si los ciudadanos mexicanos, sobre todo en esa zona que es tierra de nadie, viven expuestos, sin protección alguna, a la violencia del crimen organizado que decide impunemente sobre vidas y haciendas ¿qué pueden esperar aquellos que, por décadas, han sido en su cruce por México, víctimas de vejaciones y que se mueven además, humillados y ofendidos, en la más absoluta oscuridad?

Si poco se sabe de lo que en el México bárbaro ocurre; nada se sabe, en realidad, de lo que sufren los migrantes de centro y sud América. No están ni en la agenda de preocupaciones del gobierno que, a pesar de las advertencias de la ONU y la CNDH minimiza sistemáticamente el problema, ni tampoco en las prioridades de las jefaturas de información de los medios de comunicación.

Aunque son decenas de miles estos migrantes no existen. Deambulan anónimos e indocumentados por el país sorteando todo tipo de peligros. Botín del crimen organizado ahora, que los secuestra y extorsiona, lo han sido siempre de autoridades venales y cuerpos policíacos; federales, estatales y municipales que medran con su necesidad y su dolor.

La masacre de San Fernando los ha hecho hoy visibles. Dolorosamente visibles. Estos 72 cadáveres son la muestra palmaria y tal como dice el periodista salvadoreño Oscar Martínez, de que en nuestro país, además de todo, se vive una crisis humanitaria que no puede, en tanto los ojos del mundo nos miran de otro modo, resolverse, como siempre, a punta de spots.

Morir en México; morir masacrados fue el destino de 72 mujeres y hombres. No podemos, ni debemos olvidarlo. No si queremos tener la mínima solvencia para defender de la xenofobia a nuestros compatriotas que cruzan y viven al norte del Bravo. No si queremos volver a vivir en paz; en esa paz que a ellos, en tierra mexicana, les fue negada para siempre.

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jueves, 19 de agosto de 2010

LA TERCERA CRISTIADA

Embozados en una supuesta cruzada en defensa “de los valores fundamentales de la fe, de la familia, de la moral que –según el vocero de la arquidiócesis de México Hugo Valdemar- evidentemente tiene la iglesia” Cardenales y Obispos que , salvo honrosas excepciones, han iniciado, con la clara complacencia del panismo hecho gobierno, una nueva asonada contra la democracia.

No se trata pues sólo de exabruptos de prelados, como el Cardenal Sandoval Íñiguez, de conocida boca floja y afectos a utilizar, a la primera oportunidad, el lenguaje más soez y violento, sino de una estrategia política diseñada con precisión para, desde ahora y burlando las limitaciones que la Constitución impone a los ministros de culto, manipular la voluntad popular de cara a la sucesión presidencial y pervertir, como ya lo hicieron en el 2006 con su abierto y cínico proselitismo, el proceso electoral del 2012.

Devuelve así la alta jerarquía los favores recibidos a Felipe Calderón quien, sentado como está –“haiga sido como haiga sido”- en la silla presidencial, no ha dudado en poner al servicio de los intereses confesionales las instituciones del estado lanzando a la Procuraduría General de la República, que tendría que ocuparse de perseguir criminales, a diseñar y estructurar ofensivas jurídicas para revertir –hasta ahora sin éxito- conquistas ciudadanas como el derecho a decidir de las mujeres, el matrimonio entre parejas homosexuales y el derecho a la adopción de las mismas.

Más allá del intento de devolver al país a los tiempos de la inquisición, limitar libertades y derechos que no lo son tan sólo de la comunidad homosexual sino de todos los ciudadanos.

Más allá de su violenta prédica de la intolerancia y de sus calumnias y acusaciones contra los ministros de la SCJN o de un gobernante democráticamente electo como el jefe de Gobierno capitalino Marcelo Ebrard lo que los altos jerarcas de la iglesia católica están haciendo y con conocimiento de causa, es lanzar –con la mira puesta desde ya en el 2012- una tercera cristiada.

No es gratuito que el vocero del Arzobispado hable de “persecución religiosa” en una clara referencia al conflicto armado que se produjo en los tiempos en que Plutarco Elías Calles gobernaba al país y que ocasionó la pérdida de decenas de miles de vidas e intente revivir el fantasma de la guerra santa.

Tampoco es gratuito que Valdemar acuse a Ebrard de usar contra la iglesia “toda la fuerza del estado” y pretenda escudarse, saltando por encima de la Constitución, en el derecho de los prelados a criticar las acciones del gobierno de la ciudad de México.

Quieren voceros y jerarcas preparar, desde ya, a su grey para el combate; invocan para eso la imagen, siempre eficiente del dictador que persigue a los creyentes y apuestan a despertar los más oscuros y primitivos instintos de la población amenazándola de nuevo con la condenación eterna si permiten la instauración de un régimen que permita la depravación y la pérdida de los valores cristianos.

Habida cuenta de los resultados de su “exitosa” participación en la guerra sucia de los comicios del 2006 que, para la alta jerarquía eclesiástica, fue como una segunda cristiada y concientes de que, desde el púlpito, ayudaron a frenar a aquel que consideraban “un peligro para México” vuelven los prelados a las andadas, se remangan las sotanas y se lanzan a una tercera confrontación.

Suicida y corto de miras, como ya va siendo la norma, el gobierno de Felipe Calderón, los deja hacer sin percatarse que el daño que a la democracia se hace desde el púlpito nos arrastrara a todos. Ciertamente no hubo muertos en el 2006; murieron si acaso la legitimidad de los procesos electorales y la confianza de la gente en ellos. Hoy y tal como está el país, promover y además desde tan temprano, el encono y la discordia puede tener consecuencias fatales.

Hay demasiado miedo en las calles y el miedo, el peor consejero del hombre, lo hace cometer las peores atrocidades. Irresponsables los altos prelados incitan a la violencia; contra aquellos que representan, según ellos, una amenaza contra los valores cristianos y también contra aquellos que, gobernando, han permitido que se legisle y vote esta ampliación necesaria, aunque para ellos sacrílega, de libertades y derechos.

Ciertamente el discurso del Cardenal Sandoval Iñiguez es, sobre todo con los índices de homofobia imperantes en este país, una irresponsable invitación a cometer más crímenes de odio. Ciertamente también constituye una flagrante violación; pues lanza impunemente acusaciones sin prueba alguna. Lo mas grave, sin embargo, es que con su prédica de odio, el Cardenal, como Valdemar, hacen un abierto llamado a la subversión, a la guerra santa y atropellan, conciente y deliberadamente, las reglas mínimas de la convivencia pacífica.

Ligero sería considerar sólo producto del fanatismo, la intolerancia o la estupidez lo que Sandoval Íñiguez –“lo dicho, dicho está” ha reiterado- predica al amparo de su investidura. No es pecado lo que él y otros como él cometen; es un delito de lesa democracia.

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jueves, 12 de agosto de 2010

EL PODER DEL MIEDO

Segunda y última parte

“Serán los potros negros
de bárbaros Atilas
o los heraldos negros
que nos manda la muerte”
César Vallejo


Se les hizo fácil; abrieron la caja de Pandora sin pensar que una vez abierta ya no hay forma de dar marcha atrás. Poseídos ellos mismos por un miedo cerval,
aterrorizados, por la sola posibilidad de perder sus prebendas y privilegios históricos, herencia divina más bien, decidieron romper, sin más, las reglas de la apenas recién nacida democracia con el más pernicioso de los enemigos de la misma: el miedo.

No les fue difícil lograr que una población sin las defensas y los anticuerpos para resistir el contagio, esos que nacen de una cultura de la legalidad profundamente arraigada, contrajera esta perniciosa enfermedad. Apelaron a los más oscuros y primitivos instintos del ser humano y lograron, tras un intenso bombardeo, inocular el virus en una “masa” que comenzó a temer la diferencia como el más grave de los peligros.

Lograron pues, sin calcular que algún día el efecto habría de alcanzarlos a ellos mismos, desacreditar hasta hacerla perder sentido por completo a la democracia y convirtieron, pulsando sus demonios, al hombre, como dice Hobbes, en el lobo del hombre.

Los barones del dinero, la televisión privada y el segmento de la clase política nacida a su amparo y que trabaja siempre a su servicio, conspiraron juntos.

La inoperancia de las instituciones de control y aseguramiento del funcionamiento limpio y cabal del sistema democrático y la falta de escrúpulos de un presidente que, a contrapelo del mandato recibido en las urnas, metió ilegalmente las manos en el proceso hicieron el resto.

A la tarea de demolición se sumó, igualmente aterrada, la alta jerarquía eclesiástica. Desde el púlpito y la pantalla prelados y sacerdotes pintaron con los más vivos colores, los de la condenación eterna, la apocalíptica amenaza que se cernía sobre la nación mexicana.

Así líderes empresariales y políticos, pastores religiosos, cadenas de TV se unieron en la tarea de hacer del proceso electoral del 2006 una “santa cruzada” y tratándose de “guerra santa” lanzaron anatemas, condenaron al fuego eterno a quienes se les oponían y prometieron la salvación eterna.

Profetizaron que, si la oposición se alzaba con una victoria electoral, las siete plagas asolarían al país. El crimen, la inseguridad, el desempleo, la miseria, la falta de libertades, la impunidad y la corrupción, si vencía López Obrador, campearían en México.

No llegó el opositor a la presidencia pero sí las plagas tan irresponsablemente invocadas; las trajo el miedo que con su presencia se nutre, se extiende y crece entre nosotros y todo lo devora.

Fue y sigue siendo el suyo el discurso del odio; el de conversión de los adversarios políticos, cualquiera que sea su bandera, merced a la propaganda, en un “peligro para México”. Ante la fe ciega perdieron sentido ideas y palabras. Se impuso el dogma, se sembraron entre nosotros la discordia, el encono.

A las profundas heridas de la pobreza, a las que 70 años de régimen autoritario hicieron al país, se suman hoy otras de aun más difícil curación; las de la frustración y la pérdida total de confianza en las instituciones de la democracia.

Con Andrés Manuel López Obrador, que cometió el imperdonable pecado de la soberbia, recurrieron al expediente de tacharlo de “Mesías” en obvia alusión al “anticristo” encarnación ancestral de todos los males, heraldo del fin del mundo.

Nada distinto hicieron y hacen hoy aquí de lo que en aquel “tiempo de canalla”, que diría Lilian Hellman, guío las acciones del gran inquisidor Joseph Macarthy y de Edgar J. Hoover, el verdugo.

Continúan aplicando el método, tropicalizado, de incentivar la paranoia colectiva a partir de la existencia de conspiraciones, que en la Alemania nazi eran judeo-masónico-comunistas y que aquí ponen en el mismo saco a opositores y al crimen organizado.

Émulos de Goebbels, los propagandistas gubernamentales, lo adelantan en la capacidad inmediata y masiva para promover, de ahí el discurso de la “unidad nacional” la descalificación y el linchamiento de quien sostiene una posición crítica.

Pero la epidemia continúa, incontenible, extendiéndose y alcanza a quienes la desataron. El miedo y el odio marcan a este gobierno, están en la raíz de su fallida doctrina de guerra contra el narco, de su insensibilidad ante la pobreza, de su adicción a la propaganda, de su irresponsable tarea de destrucción de consensos.

Demoledor nato corta este gobierno los últimos puentes dejándonos a todos, incluso a él mismo, sin más vía de escape aparente que el retorno al pasado y es que el miedo, como Saturno, devora a sus hijos.

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jueves, 5 de agosto de 2010

EL PODER DEL MIEDO

Primera parte

Miedo y fundamentalismo van siempre de la mano ya sea en la religión o en la politica; miedo a la condena de las almas, al castigo eterno, al infierno o a quienes creen en otro dios o aun creyendo en el mismo lo miran de manera distinta en el caso de la fe. Al enemigo interno o externo, depende del momento histórico, que amenaza con despojarnos de nuestra libertad y nuestro patrimonio, al que intenta destruir nuestra patria y atenta contra nuestra forma de vida en el caso de la política.

El miedo, explotado desde el poder o por aquellos enfrascados en la lucha por el mismo, es siempre una herramienta poderosa y rentable, la más efectiva de las armas; produce votos de los inseguros que buscan en la “mano dura” la ilusoria solución a los problemas, inhibe la participación de aquellos que podrían inclinar la balanza en otra direccion, viste con el sanbenito de los pecadores y herejes a los opositores, permite –en tanto despierta los más primitivos instintos en el ser humano- la construcción de consensos inauditos y despiadados, prostituye, corroe, corrompe a los seres humanos y por supuesto a lo que es –o debería ser- uno de los más acabados productos de la civilización: la democracia.

Es precisamente el miedo (la omnipresencia, la necesidad de Moby Dick diría Carlos Fuentes) el que, a lo largo de su historia, han usado las elites en Norteamérica como intrumento esencial para garantizar la gobernabilidad; pastores religiosos, altos funcionarios, gobernantes demócratas o republicanos, da lo mismo, se dedican a atizar el fuego, a prevenir a los estadounidenses contra las amenazas que sobre ellos se ciernen.

Miedo, han tenido o tienen los norteamericanos a los negros insurrectos, a los anarcosindicalistas, a los mafiosos italianos, a los nazis, a los japoneses, a los comunistas de afuera y de adentro, a los terroristas islámicos, a los migrantes ilegales que sin más armas que su voluntad de encontrar una vida digna que en sus países se les niega y su derecho al trabajo, cruzan desde el sur la frontera.

Miedo a los bandoleros primero y luego a los narcos latinoamericanos (toda una leyenda se ha hecho en Hollywood en torno a ellos) y claro, a los sanguinarios capos mexicanos que, hoy por hoy, constituyen según muchos la más severa amenaza contra la seguridad interna de los Estados Unidos.

Es el miedo, ese miedo cerval a “los otros”, los que tienen la piel de otro color, o profesan otra fe, o se visten de otra manera, o viven en otra cuadra incluso del mismo barrio o a los pandilleros o a los locos que, siempre, andan sueltos o a todo aquel que se mira, se siente, se considera extraño lo que hace que en casi todos los hogares de los Estados Unidos haya armas y que cualquiera pueda comprar, sin más requisito que su licencia de conducir, desde una pistola hasta un rifle automático de asalto.

Y fue el miedo –elevado a la categoría del arte y potenciado por la humillación, la frustración, el desempleo y la crisis económica- el que llevó a millones de alemanes, sí, a los descendientes de Bethoven, de Hegel y de Kant, en la década de los 30 a votar, para convertirlo en Canciller, por un oscuro cabo austriaco, Adolfo Hitler, que nunca prometió otra cosa más que la destrucción y la guerra y luego volvió a votar por él para volverlo dictador y despeñarse en un conflicto que costó más de 55 millones de vidas.

“Asegurar, ampliar el espacio vital para la comunidad del pueblo alemán” prometió Hitler a aquellos que se sentían despojados de todo, hasta de la honra y amenazados por múltiples enemigos. Para cumplir esa promesa y construir un Reich de mil años, predicaban Hitler, Himmler y su ministro de propaganda, Goebbels, a los alemanes, había que eliminar “razas” enteras; judíos, gitanos, eslavos y también por supuesto opositores políticos internos, comunistas, social demócratas y claro, por qué no y de una vez, homosexuales, enfermos, todos aquellos considerados “indignos”.

El miedo anula la razón; convierte la diferencia en amenaza; apela siempre a la uniformidad, borra las líneas, los rasgos que distinguen a una persona de otra y los vuelve a todos, no puede haber excepciones, no se toleran las excepciones, masa; masa enceguecida de creyentes, de cruzados, de asesinos.

Es el del miedo el discurso de la complicidad, embozada esta, en el llamado a la “defensa de la patria” a la “unidad nacional” cuando en estricto sentido se trata sólo de unidad en torno a un líder, a un proyecto político, a una “raza”, a una ideología que se considera la única válida, la única posible.

Y el miedo y peor en nuestros días, no solamente es fácil de inocular sino que, además, es extraordinariamente virulento y contagioso. Tenemos, todos, predisposición genética y cultural para contraer esa perniciosa enfermedad y hay muchos líderes políticos y religiosos que, impunemente, pulsan esas oscuras fibras. Por esta nuestra tierra, creo yo, ronda ya ese espectro; ha sido irresponsablemente invocado y de eso escribiré, aquí mismo, la próxima semana.

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