jueves, 25 de marzo de 2010

TIEMPO DE CANALLA

In memoriam Monseñor Oscar Arnulfo Romero: “La voz de los sin voz”.



“Tiempo de canalla” llamó Lilian Hellman a la época del Macartismo cuando, el tristemente célebre, Comité de actividades antinorteamericanas del Senado, presidido por el senador McCarthy desató, de la mano del FBI, una brutal caza de brujas en la industria del entretenimiento en los Estados Unidos.

Se produjo entonces, además de las penas de cárcel, el exilio y el ostracismo para muchos escritores, directores, actores y técnicos un retroceso irreversible de las libertades públicas y la casi destrucción de los instrumentos de crítica social en el cine, el teatro, la radio y la televisión.

Algo similar comienza a vivirse en nuestro país. Es el propio Felipe Calderón Hinojosa –y con el potente eco que su propia posición de mando le da a su voz en los medios- quien en este caso encabeza la ofensiva.

Sitiado por su propios errores en la “guerra” que declaró contra el crimen Calderón pierde de nuevo los estribos y exasperado promueve, con el falso argumento de que quien critica su actuación está a favor de rendirse ante la “ridícula minoría” de delincuentes o de plano trabaja para ellos, el linchamiento de quienes nos atrevemos a sostener que por su camino, con la doctrina que lo inspira y bajo su conducción esta guerra habremos de perderla todos.

A su voz se suman las de muchos personeros oficiosos y aun más radicales que, en las redes sociales, especialmente en Twitter donde se debate continuamente sobre el tema, van del insulto a la descalificación, del escarnio a la amenaza velada y para quienes sostener una posición crítica ante la errática dirección de la guerra equivale a ser títere de AMLO o, de plano, un integrante más de los muchos carteles que asolan el país.

Y si cuestionar a Calderón produce andanadas de insultos peor todavía resulta hablar, desde una perspectiva crítica, de la actuación en el conflicto del Ejército mexicano o de la Marina. Quienes lanzaban anatemas proponen entonces la quema inmediata, en leña verde, del apóstata.

Poco importa que la realidad del combate ofrezca datos sumamente inquietantes y produzca como en el TEC de Monterrey dolorosas pérdidas e indignantes confusiones. Menos todavía que en amplias zonas del país mucha gente, ajena por completo al crimen organizado, se sienta tan amenazada por los criminales como por los uniformados.

Porque es mentira, puro argumento propagandístico, que las madres que alzan la voz por el asesinato de sus hijos, que quienes denuncian “levantones” y desapariciones forzosas, que quienes demandan la salida del ejército de una población sean, todos, manipulados por el narco.

Hay razones suficientes y también muchas personas dignas, integras y valientes dispuestas que lo hacen cada día desde distintas tribunas y zonas del país, para exigir que quienes, con la ley en la mano combaten al crimen organizado, no la sigan violando; que quienes se dicen defensores de la sociedad no se sigan portando como aquellos que la agreden.

Y si en el campo periodístico, en el debate político, en la redes sociales la doctrina Calderón de combate al narco esta reviviendo ese “Tiempo de canalla” propicio para linchamientos, en el terreno de combate está generando desviaciones mayores y que de seguir produciéndose nos conducirán a la debacle.

Están en juego prestigio, eficiencia y viabilidad de las instituciones. Cada “baja colateral” que se produce ensancha la brecha que separa al Gobierno y los cuerpos de seguridad de la sociedad sin cuyo soporte cualquier guerra se pierde. Cada acción punitiva, al margen de la ley, profundiza el conflicto y aleja la posibilidad de paz.

En una confrontación armada se producen siempre un número mayor de heridos que de muertos cosa, que por cierto y a juzgar por los partes proporcionados por las mismas autoridades, no sucede en nuestro país. Hace apenas unos días los diarios han documentado fotográficamente el caso de un narcomenudista capturado por la Armada que luego y sin ser liberado apareció muerto.

Corren versiones plausibles de que se remata a heridos en combate, de que comienzan a operar escuadrones de la muerte. Estos excesos se producen siempre al calor de la guerra cuando los imperativos políticos y las urgencias propagandísticas comienzan a marcar el ritmo de las operaciones.

Si a esto se suma la nula disciplina de fuego, el poderoso arsenal conque cuentan marinos y soldados y la respuesta sanguinaria e indiscriminada de los narcos que, armados hasta los dientes por el norte, venden cada vez más cara su vida entonces triste y desolador panorama nos espera.

No es “ingenuo”, ni “absurdo” cuestionar una doctrina que multiplica errores y violaciones a la ley. Tampoco se trata de “echarse para atrás”, como dice Calderón, quien es en realidad quien hacia atrás nos empuja, sino al contrario de encontrar el camino de un combate efectivo y con perspectivas reales de victoria, de una paz que no sea ni la de los sepulcros, ni la de la sumisión ante los capos.


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LA GUERRA SOLITARIA DE CALDERÓN

Se vistió Felipe Calderón Hinojosa de uniforme; se lanzó al ruedo y nos lanzó a todos, con exaltadas arengas patrióticas; sin medir las consecuencias de sus dichos y de sus hechos convirtiendo el natural, necesario y urgente combate contra el crimen organizado en una guerra no declarada pero sí sobre explotada propagandísticamente en la que, a la postre –y pese a sus cada vez menos encendidos discursos y llamados a la unidad nacional entorno a este esfuerzo- se está quedando solo.

Una vez desde Washington lo compararon con Elliot Ness; se envaneció. Otras veces recibió un caudal de elogios del gobierno y los medios norteamericanos por su “valentía y decisión” en su guerra contra el narco. Sus bonos iban a la alza y como es su costumbre –hombre de mecha corta que dispara a bocajarro a fin de cuentas- se fue de boca.

Le prometieron apoyos que tardaron mucho en llegar y que le cobraron caros. Hablaron los norteamericanos de corresponsabilidad olvidándose casi de inmediato del significado del término. Hoy “indignados” esos mismos que lo elogiaron le echan en cara, sin recato alguno, su ineficiencia.

Otro tanto sucede con sus aliados internos, en el medio político y empresarial, esos que “haiga sido como haiga sido” lo ayudaron a sentarse en la silla. Cansados de tanto discurso, tantos spots y tan magros resultados son ellos quienes más duramente lo juzgan, quienes con más virulencia hablan de su fracaso.

Falsamente ilusionados con su retórica encendida, hipnotizados por la propaganda, desconectados de la realidad creyeron que la solución al problema sería rápida y que el despliegue de más de la mitad de los efectivos del ejército mexicano en amplios segmentos del territorio nacional traería –casi en automático- la victoria y la paz.

Como ninguna de estas dos llegaron, ni por lo visto habrán de llegar pronto, primero se desencantaron, luego se sumaron al coro de los indignados y ahora conjuran contra él.

Lo que imaginó como la gran cruzada legitimadora se está volviendo, para Felipe Calderón Hinojosa, epitafio desalentador y temprano. Signo ominoso del fracaso de una administración agotada apenas en la mitad de su recorrido.

De nada sirve que sus campañas pregonen victorias que significan poco y se apagan pronto, menos todavía sus advertencias de que, como se está combatiendo con éxito al narco, faltan aun muchos muertos.

Se le hizo fácil disfrazarse de militar y más fácil todavía criminalizar de un plumazo a las víctimas de la violencia del narco. Ofendió a deudos; perdió base social en zonas conflictivas; se separó de una sociedad a la que hoy pretende, sin prestarle seguridad alguna, sumar a una lucha sin perspectivas ya no de victoria visibles sino incluso de sobrevivencia para aquellos que acudan a su llamado.

El diseño estratégico y operacional de los expertos naufragó debido a la letal combinación entre una doctrina, basada en el autoritarismo y la intolerancia, la pretensión de dar uso electoral a la lucha contra el crimen organizado y la urgencia y sobre exposición que imprime a las acciones la adicción personal –y de su partido- a la propaganda.

Ahí donde, siguiendo la máxima José Marti “hay cosas que para lograrse en silencio han tenido que ser”, había que actuar en sigilo optó por la estridencia. Cuando había que proceder con cautela, con tiento sobredimensionó y sobre expuso medidas y resultados.

Nadie gana solo una confrontación como esta; nadie la gana tampoco sólo con las armas. No es la tropa desplegada garantía de victoria; ni son tampoco los spots los que desgastan y vulneran la moral del enemigo; al contrario. El exceso de propaganda y el contraste con lo que sucede en el terreno erosiona la base social, el respaldo político indispensable para una gesta de esta envergadura.

El problema, me temo, es que no es Calderón quien pierde la guerra. La perdemos todos y en eso se equivocan sus adversarios políticos –hoy son legión- que se preparan a sacar raja del fracaso del panista. De seguir así las cosas y como decía un poeta venezolano al final nada quedará por repartirse en este desolado campo de batalla.

Ciertamente Vicente Fox –y antes el antiguo régimen- había dejado crecer y consolidarse al narco hasta convertirlo en la más grave amenaza para la seguridad nacional. Subestimando al enemigo y sobrestimando las fuerzas y capacidades propias se embarcó Calderón en una aventura sin futuro, ni retorno.

Podía haber actuado de otra manera. Su carácter, su urgencia de legitimidad, el ansia de poder le tenía marcado el fracaso como destino. Hoy lo más honesto de su parte, lo mejor para el país, sería que se hiciera a un lado porque hoy son él y sus yerros, triste paradoja, un peligro, real y presente, para México.

No nos engañemos; a estas alturas de ingobernabilidad son menos temibles las consecuencias de la salida de Felipe Calderón, perdido y solo como está en su laberinto, que las de su permanencia en el cargo.

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jueves, 11 de marzo de 2010

OTRO ENGAÑO DE CALDERÓN

Obligado, otra vez, por las lamentables circunstancias que vivimos pospongo de nuevo la segunda entrega de “A mí Twitter no me da miedo”. A la exposición, en el programa de radio de Carmen Aristegui de los execrables crímenes de Marcial Maciel, que me hizo imposible cumplir el compromiso con los lectores se suma ahora la indignación que en mí provoca el ofensivo y renovado espectáculo de la simulación y la mentira protagonizado por la clase política y al tratamiento trivial que, a mi juicio, le ha sido dado por los medios en general.

No me refiero, sin embargo, al sainete protagonizado por los diputados en el Congreso –mero y miserable folclor- ni siquiera a los entretelones de una conspiración que fue rápidamente descubierta por uno de los propios cómplices y que ha ocupado mucho espacio en los medios sino a algo mucho más grave y que, en mi opinión, no ha sido suficientemente señalado, el hecho de que Felipe Calderón, el señor del “haiga sido” vuelve por sus fueros, escurre el bulto y miente de nuevo a la Nación y de que, además, los responsables directos de este engaño sigan impunes y en sus cargos.

Que Gómez Mont o César Nava estén dispuestos a ser exhibidos ante el país por el PRI (“el burro hablando de orejas” dice el refrán) uno como mentiroso y el otro como simple comparsa, que ambos den al traste con la poca credibilidad y prestigio que aun les quedaba es, a estas alturas, un asunto irrelevante. Un chisme pues. No es de su prestigio y menos de su solvencia moral de la que debemos preocuparnos sino de nuestra capacidad de tolerancia ante el engaño y de nuestra incapacidad de exigir que se nos rindan cuentas claras.

La disciplina partidista, la sumisión absoluta ante los mandatos de su jefe pone al dirigente partidista y al Secretario de Estado en la tesitura de la autoflagelación y la humillación públicas. Muy bajo precio el que han de pagar para seguir en la nómina que, con nuestros impuestos, cobran cada mes.

Mintió Gómez Mont al encubrir su renuncia al PAN como un asunto de dignidad; mintió César Nava a su “aliados” amnésicos y hoy doblemente burlados del PRD. De poco o nada vale ya su palabra y menos su capacidad de liderazgo, en el caso de Nava y de diálogo y concertación -función esencial de un Secretario de Gobernación- en el caso de Gómez Mont.

Que la única salida digna para ambos personajes sería la presentación inmediata de su renuncia es algo que, a pesar de la evidencia, se dice poco y se exige menos todavía en los medios. Tal parece que la simulación y el engaño de tan cotidianos se han vuelto aceptables para las buenas conciencias y los líderes de opinión que súbitamente, ante el poder, relativizan, por decir lo menos, sus niveles de tolerancia.

Y si eso pasa frente a los subordinados, si los pactos que a espaldas del Congreso y el país entero hicieron para a cambio de proteger al candidato de la restauración impulsar la reforma fiscal, no es razón suficiente para que se alcen voces airadas en todos lo medios menos hemos de esperar, como de hecho no ha sucedido, que alguien exija cuentas a Felipe Calderón Hinojosa.

Nadie, sin mentirse, puede creer, en su sano juicio, que un enjuague de esta naturaleza puede ser efectuado por dos funcionarios a espaldas del Presidente de la República. Menos todavía estando Calderón, un hombre de perfil autoritario tan claramente definido sentado en la silla y tratándose de un asunto que tiene que ver con “sus reformas” y con la sucesión presidencial.

Así, como nos quieren hacer creer que sucedió; sin que Calderón supiera hasta el más nimio pormenor del asunto; tanto del pacto como de la idea de traicionarlo de inmediato, no suceden las cosas jamás en este país. Nos quieren hacer de nuevo –esa es su especialidad- y a punta de propaganda, comulgar con ruedas de molino. Están a punto de lograrlo.

Si bien es sumamente grave que un Secretario de Gobernación en funciones se vea envuelto en un escándalo de esta magnitud –lo que en cualquier otro país medianamente democrático hubiera significado su defenestración- es más grave todavía que quien ocupa la Presidencia de la República sea engañado así por dos de sus más cercanos colaboradores o peor aun que, habiendo ordenado la operación, mienta tan cínicamente a la Nación entera.

Me indigna y espanta que Calderón atraviese otro pantano sin manchar su plumaje. La tarea de demolición de las instituciones del Estado, que, finalmente con la alternancia podían haberse alzado con cierta dignidad y que Vicente Fox llevó a cabo con tanta consistencia hoy es continuada y profundizada por el hombre al que, ilegalmente, permitió sentarse en la silla.

Por esto no podía permitirme escribir de otro tema. No he de ceder a la tentación de aceptar que un asunto así se trivialice y se olvide. Exijo la renuncia inmediata de Gómez Mont y emplazo a Felipe Calderón Hinojosa a que dé la cara. Si no sabía que lo explique, si lo ordenó que enfrente las consecuencias.

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jueves, 4 de marzo de 2010

LOS CÓMPLICES DE MARCIAL MACIEL

Obligado estoy a postergar, una semana más, la segunda entrega de “A mí Twitter no me da miedo”. Dejo pendiente un debate con Ciro Gómez Leyva quien, sin referirse a mi escrito donde, por cierto, lo mencionaba con nombre y apellido, habla de “esos viejos resentidos del 2006 que eructan las diatribas de costumbre”. Al tiempo que “me pongo el saco” pido al lector paciencia y comprensión.

Imposible resulta ahora para mí y luego de escuchar la entrevista que Carmen Aristegui hiciera a la mujer y los hijos de Marcial Maciel no ocuparme en este espacio de los muchos crímenes –que no pecados- cometidos por ese hombre indigno y también por aquellos que sabiendo callaban y los otros muchos que, pese a la evidencia, no querían ni oír, ni ver, ni dejar que esos crímenes salieran a la luz.

El manto de impunidad tejido por sus “hijos” y “hermanos” de la Legión de Cristo, que hoy se dicen sorprendidos y contritos, por la alta jerarquía eclesiástica, cuya voz ni siquiera se ha alzado, permitió a ese hombre seguir destruyendo vidas.

Otro tanto hizo la influencia desplegada por sus muchos y muy poderosos amigos que le permitió sortear o callar las muchas acusaciones que, desde muy temprano en su carrera religiosa, le fueron hechas.

No se trata sin embargo, como dicen hoy los Legionarios, de esperar mansamente a que sobre Marcial –“que ya está frente al Señor”- caiga la justicia divina por su “conducta impropia de un sacerdote católico” sino de exigir que el peso de la ley de los hombres, que ya no puede castigar sus delitos, caiga sobre sus cómplices.

He tenido la fortuna, el privilegio, de conocer sacerdotes como los jesuitas Ignacio Ellacuria, Segundo Montes y Martín Baró que tuvieron la valentía de ser consecuentes, hasta el martirio, con su fe cristiana, que es –diría Serrat- también la fe de mis mayores. En ella crecí, de ella abrevé los principios de equidad y justicia.

Vivos en mi corazón están todavía Monseñor Sergio Méndez Arceo y el Arzobispo mártir Oscar Arnulfo Romero. Es en su nombre, en el de su memoria mancillada por Maciel y sus cómplices, que escribo y también en el de mi anciana y luchadora Madre para quien la fe, esa fe en nombre de la cual Marcial se hizo de tanto poder e influencia, es motor, aliento, esperanza y a quien hoy indigna, duele y avergüenza saber de los crímenes de Maciel.

Muchos sacerdotes se han comprometido, a lo largo de la historia de nuestro continente, con la causa de los más pobres, los más humildes. Han sabido ser –como lo fue Romero en El Salvador- la “voz de los sin voz” y han sido y son por ese motivo reos de inquisición, carne de presidio.

Marcial Maciel jugó siempre del lado contrario. Esclavo del dinero hizo todo, dando la espalda a los principios elementales de su fe, para servirlo y para servirse de él. Fue lo suyo, como lo es de la alta curía, el fasto y la opulencia.

Imposible resulta creer, oyendo de las andanzas de Maciel, que sus más cercanos en la Legión no supieran –siendo que se desaparecía continuamente- de su doble y hasta triple vida. Imposible pensar que la información de sus crímenes, los lamentos de sus víctimas no hayan corrido por los vasos comunicantes de la orden.

El voto de obediencia que ahora esgrimen como cortada, no los exime en absoluto de responsabilidad. Le han fallado a Dios y le han fallado al César.

Al primero, a Dios, han de responder por sus pecados; allá ellos y su conciencia. Que hagan pues penitencia y que las puertas del paraíso se cierren ante ellos.

Al segundo, al César, han de responder por delitos que, a cualquier otro, debería poner a las puertas de la cárcel.

Otro tanto tendría que suceder con Cardenales y Obispos que en Roma, México y tantas capitales y siendo tan duchos en el arte de la intriga y poseedores de tan vastos y eficientes aparatos de inteligencia hoy se dicen ignorantes de “los pecados” de su hermano Maciel.

Con el dinero, poder e influencia que, a manos llenas hacía llegar Marcial a la alta jerarquía, compraba no sólo su silencio, sino también su absolución incondicional y las prebendas y privilegios que le volvieron figura prominente de la corte vaticana y la curía mexicana y tanto que, a punto estuvo, de ser beatificado.

Se hizo el papado de enormes riquezas vendiendo a los pobres e incautos indulgencia. Traficantes del reino de Dios los altos prelados han medrado siempre con la esperanza de obtener accesos directos al paraíso. Otras veces, en nombre de la extensión de ese reino en la tierra, es decir de “su propio reino”, han organizado guerras y masacres.

Marcial no buscó a los pobres; dejó a otros, toda la iglesia para él era una orden mendicante, medrar con los centavos. Persiguió el oro puro, buscó a los ricos y les ofreció hacerlos pasar, con rumbo al cielo, por el ojo de una aguja asegurando a la Legión mientras tanto una buena tajada del botín en la tierra.

Murió Marcial Maciel; sus crímenes sin embargo, me temo, seguirán vivos mientras su red de complicidades se mantenga. Esos que antes negaron sus delitos hoy, para sobrevivir a la debacle, intentan negarlo a él.


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