jueves, 27 de diciembre de 2007

2008: ENTRE EL MIEDO Y LA ESPERANZA (Primera Parte)

El fin de un año obliga al recuento. El principio de otro a la formulación de los buenos propósitos. Poco o nada, sin embargo, nos toca hacer a los ciudadanos de a pie ante lo que ha sucedido en el país este año que termina y lo que podrá suceder en el 2008; si acaso, qué otra nos queda, ordenar la baraja de un juego en el que sólo somos espectadores. Sumar miedos, restar esperanzas.

Muchos habrá, estoy seguro, que hoy, en las montañas de diversas regiones del país, en los barrios y colonias de pueblos y ciudades velan sus armas. La posibilidad del resurgimiento del movimiento armado en México está más presente que nunca. En el campo, por otro lado y con la plena entrada en vigor del TLC, las cosas no pintan bien. Anuncian las centrales campesinas acciones de protesta y no cesan los especialistas de anunciar la inminente muerte del ya de por sí agonizante campo mexicano. La guerra contra el narco, sin más saldos positivos que unas toneladas de droga requisadas, se recrudece y sigue, a la sorda, ahora cobrando victimas; ruedan cabezas en la capital y los norteamericanos, que no hacen nada significativo contra el consumo en su territorio, amenazan, eso sí, con el envío de más dólares y más armas, para escalar la violencia en nuestro país. Todo esto mientras el clima empeora y a los huracanes y tormentas tropicales, que se ceban en los más pobres, habrán de sumarse las turbulencias de una economía que respira los mismos aires viciados que se respiran al norte del Bravo y determinada, todavía, por los imperativos de un modelo económico, el neoliberalismo, que pertenece al pasado y al que quienes detentan el poder, por miedo, por ignorancia, por corrupción, se aferran terca y dogmáticamente. Miedos, por tanto, tenemos muchos. Esperanzas apenas las de siempre.

El primer miedo en la lista de este 2008 que viene es que la paz, nuestro bien más preciado, se rompa. Enero, le decía a Camila, mi hija menor, es, al menos en América Latina, un mes propicio para la guerra. Suelen nuestros países, los primeros días del primer mes del año, despertarse con ofensivas guerrilleras, golpes de estado y asonadas. Entre la fiesta y la cruda revientan los balazos. Quizás,desgraciadamente, sea esto lo que nos traiga el año nuevo. Los atentados contra los ductos de PEMEX que se produjeron en al menos cuatro entidades federativas, la ráfaga continua de comunicados del EPR que trae, bajo el brazo, el éxito contundente en términos propagandísticos, económicos y militares de estas operaciones de sabotaje de alto impacto; la incapacidad del Gobierno Federal, ayuno además de legitimidad, de presentar con vida o aclarar siquiera el destino de los dos militantes de esa organización guerrillera que están desaparecidos y así hacer a la insurgencia arriar al menos esa bandera; el retiro de la escena pública del Subcomandante Marcos y su retorno a la selva luego de ser desplazado por la llamada “guerrilla mala” y quizás ahora obligado hasta a seguir sus pasos; el deterioro general de la clase política, el encono creciente de los poderes fácticos en su contra a causa de la reciente reforma electoral y su consistente campaña de desprestigio en contra del Congreso de la República; el lamentable fallo de la Suprema Corte de Justicia en el caso de Mario Marín; la previsible y posible ruptura de la izquierda institucional; el “gasolinazo” que hará aun más difícil de remontar la cuesta de ese mismo enero y en fin la falta de resultados – en términos de justicia y bienestar- de nuestra maltrecha democracia; todo parece conspirar en contra de la paz.

Una mezcla muy inestable y explosiva se ha producido en México desde el 2006 y está lista para estallar. Es posible pues que muchos -y cuando digo muchos hablo quizás de unos cuantos miles porque no hacen falta tantos como se piensa para poner de cabeza a un país como el nuestro- muchos, insisto, consideren que llegó el momento de buscar otra vía de transformación del país.

No discuto, no es el momento, ni el espacio, ni la legitimidad, ni la oportunidad de esa vía. Basta sólo decir que, tal como están las cosas, la considero posible. La temo inminente. Lamento que hayan motivos que otros consideran suficientes para emprender ese camino; lamento que a su análisis una realidad tan explosiva como la nuestra le sume datos tan duros como los que la realidad arroja, que refuerzan su convicción y los hagan pensar que están, como nunca, dadas las condiciones objetivas y subjetivas para alzarse. Lo lamento profundamente porque una vez rota la paz volver a alcanzarla, en nuestro país, puede resultar una tarea muy sangrienta, larga y dolorosa. De la guerra, de la guerra civil, incluso de las necesarias, de las impostergables, nadie, nunca, sale limpio.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Acteal: Nunca más






Hace 10 años, paramilitares asesinaron a 45 indígenas tzotziles pertenecientes a la organización Las Abejas en Acteal. Escucha sobrecogedores testimonios de familiares, sobrevivientes y médicos sobre esta masacre que sigue pesando en la conciencia nacional.
Este documental se transmitió en el Zócalo de la ciudad de México ante miles de personas. También fue visto por Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y José Saramago; y fue exhibido profusamente en Europa.

Dirección y producción: Verónica Velasco, Epigmenio Ibarra y Carlos Payán

jueves, 20 de diciembre de 2007

ACTEAL Y LA CULTURA DE LA MUERTE

El crimen se gestó muchos años antes y es, en efecto, un crimen de Estado. No imagino, sin embargo, al entonces Presidente de la República ordenando la masacre a su Secretario de Defensa. Precisando en un mapa el lugar, el día y la hora en que los paramilitares habrían de actuar. No caigo en esa interpretación simplista. Palacio Nacional o Los Pinos están muy lejos de Chiapas pero mucho más cerca de lo que sus ocupantes se imaginan. Que esa reunión no se haya celebrado jamás no los exime en absoluto de su responsabilidad en este crimen. Ellos y sus antecesores toleraron, promovieron y sacaron ventaja de la situación de violencia en Chiapas. Ellos, los que por décadas gobernaron el país, decidieron una forma de control, la más fácil, la más expedita y cedieron, en Chiapas, el monopolio del estado sobre el uso de la fuerza a los finqueros, los grupos clientelares del gobierno y los caciques locales. Fueron ellos pues, al renunciar a esta responsabilidad primordial, los que instauraron la cultura de la muerte en el sureste mexicano, permitieron que lo que sucedía al Sur del Suchiate ocurriera también en territorio nacional. Importaron como método el genocidio, en grado de tentativa primero y luego flagrante en Acteal y cometieron así un crimen de Estado.

Habrá sin duda multitud de interpretaciones sobre la violencia que reina en esa zona. Es difícil, sin embargo, que antropólogos, sociólogos o historiadores se atrevan a negar el protagonismo del estado en la utilización de la misma como forma de gobierno. Y no hablo solamente de gobernantes que cierran los ojos y dejan hacer. Qué va. Hablo de dinero, de armas, de entrenamiento, de un proyecto consistente, de prebendas e impunidad alentadas por presidentes municipales, gobernadores, jefes de zona militar que se han apoyado en cuerpos paramilitares para contener el descontento social y el surgimiento y desarrollo de grupos insurgentes. No hicieron más que apagar el fuego con gasolina.

Pero Acteal más que una batalla, discrepo con Héctor Aguilar Camín, –y lo dicen de manera por demás elocuente las propias víctimas con los cráneos aplastados, la carne abierta a machetazos- fue una masacre. La sola pila de cadáveres, las características del terreno, la supuesta duración del combate desmiente la teoría del fuego cruzado. Quizás hubo resistencia ante el asalto pero reunidos y orando, me lo dijeron ahí en Acteal hace diez años los sobrevivientes, fue que los mataron y ya en la hondonada remataron a los heridos. Por eso la Cruz Roja encontró cuerpos aun calientes. Nadie va a confesarlo pero así debe haber sido. Así proceden –también en Bosnia o en África lo hicieron- los genocidas. Nadie en una incursión como esta; en un fusilamiento masivo debe quedar vivo.

Acteal fue pues una masacre parte de una guerra; de una guerra que aun esta ahí silenciosa, latente, pero viva y que cobra vidas de ambos bandos, es cierto, pero que se ceba con más dureza en quienes se enfrentan al gobierno –que ha decidido librar la guerra a través de terceros- o en quienes se atreven siquiera a declararse neutrales.

Y como en Guatemala o en El Salvador, esa masacre tenía un propósito definido; sus perpetradores querían sentar un precedente sangriento, ejemplar. Mandar un mensaje a los combatientes del EZLN o de cualquier otra guerrilla y sobre todo a sus bases de apoyo. No había necesidad de un acuerdo con el alto mando del ejército o la seguridad pública. El curso de acción estaba determinado desde que el gobierno prohijó la existencia de los “defensores”. Para eso nacieron: para matar. En eso iban a terminar: asesinando inocentes. Los miembros de “Las abejas” fueron como los catequistas en Guatemala o las comunidades evangélicas del Mozote en el Oriente salvadoreño, o los refugiados que cruzaban el Rió Sumpul sólo las victimas propiciatorias. Los que por su propia profesión de fe no se movieron a tiempo del lugar donde estaban destinados a ser sacrificados. Ajenos al conflicto la muerte los hizo parte del mismo. Ese era su papel en el sangriento juego de la contrainsurgencia. Terminar ahí tendidos, despedazados, para aterrorizar a otros, para, como dicen los manuales norteamericanos: “sacarle el agua al pez”.

Por eso la saña, la crueldad inaudita con mujeres, niños y ancianos. Por eso los cadáveres apilados en la hondonada. Deben nuestros historiadores, los que hoy alientan la polémica sobre el caso, voltear la vista a Guatemala, a El Salvador. Descubrirán ahí estados que entregaron el monopolio de la violencia a fuerzas paramilitares; las defensas civiles en El salvador, las patrullas de autodefensa en Guatemala. Cuerpos armados sin ordenamiento interno, sin doctrina, ajenos totalmente al escrutinio de la sociedad y que son responsables de decenas de miles de asesinatos. Allá como acá los gobernantes encomendaron a otros el trabajo sucio y pensaron que así no habrían de mancharse las manos con sangre inocente. Se equivocaron. Acteal es un crimen que deben pagar.

jueves, 13 de diciembre de 2007

LA LECCIÓN DE LA IZQUIERDA

Segunda y última parte


En América Latina, territorio antaño dominado por feroces e insaciables dictaduras y criminales oligarquías, botín de quienes preconizaban, emulando y sirviendo a Washington, la doctrina de la seguridad nacional y cortaban la cabeza a quien osaba levantarla, hoy, que la democracia es una moda, comienza a hacerse sentir la presencia de una poderosa corriente de izquierda electoral que se levanta y consolida pese a todo; pese incluso a ella misma. Hay, por esto, barruntos de esperanza, de la esperanza que produce este inédito ascenso de los calabozos a palacio, la llegada al poder de mujeres y hombres que comparten, por llamarlo de alguna manera, más que un herramental ideológico, un instinto primordial de justicia y buscan, ahora en las urnas y con éxito creciente, una alternativa ante el neoliberalismo. Cunde también, a la par de esta esperanza en los segmentos de la población más golpeados por la crisis endémica que padecemos, una profunda desilusión: la llegada de la izquierda al poder no ha significado, a pesar de todo, las profundas transformaciones que se esperaban y que, con más urgencia que nunca, siguen haciendo falta. Pese a que la izquierda gobierna sobre cada vez más amplios sectores de la población no se ha instalado aun, en ningún país de América Latina, la utopía que lanzó a tantos al combate.

¿Claudicaron entonces quienes por las urnas accedieron al poder? ¿Fracasaron? ¿Se equivocaron? ¿Se rindieron? No lo creo. No al menos aquellos guerrilleros que a punta de balazos y muertos, sin eludir jamás combate, enfrentados a fuerzas infinitamente superiores, agotaron la guerra como recurso y reconocieron, sin conceder tregua nunca, que la victoria tenía otro rostro; el rostro de la negociación; que era la paz lo que, de inmediato, deseaba la gente por la que decían pelear. La lucha, entendieron entonces, debía seguir por otros medios y tuvieron la lucidez y la valentía de enfrentar esa tarea. Hablo, entre otros casos, del FMLN salvadoreño por ejemplo y lo hago en contraposición con la guerrilla más antigua y poderosa de América Latina; las FARC de Colombia. Unos, los salvadoreños, aunque pequeños y aparentemente desvalidos; doblegaron al gigante. Otros, los de las FARC, inmensos, intactos (nunca combaten), cargados de plata, se volvieron su contraparte; comparsa sólo, en este juego perverso de Washington, al que conviene mantener instalada la violencia entre nosotros.

El hecho innegable de que la llegada al poder de la izquierda no ha producido los cambios esperados, la erosión acelerada que sufre el sistema democrático debida sobre todo a la influencia de los poderes fácticos (la iglesia, los medios y el dinero) que no se resignan a permitir el desarrollo de elecciones libres, limpias y equitativas, la corrupción de la clase política y la forma en que esta enfermedad se extiende a los usos y costumbres de los partidos que se dicen de izquierda, hace pensar a muchos que las armas siguen siendo el único camino. No puede desconocerse el hecho de que la insurgencia armada, desde la cubana hasta la mexicana, fueron y son en América Latina, uno de los detonantes de la democracia. Tampoco puede desconocerse el hecho de que, hoy por hoy, en muchas circunstancias puede conseguirse más por las urnas que por las armas. A veces bajar de la montaña implica tanto o más valentía que subir a ella. Lo sustantivo, claro, radica en sólo cambiar la forma de combate; no en dejar de combatir.

El paraíso, que con las armas pretendía conquistarse y a través de las urnas se promete tan desenfadadamente, no puede instalarse en la tierra; eso corresponde a una visión religiosa, dogmática, propagandística. Las utopías no se cumplen. Sirven, como dice Eduardo Galeano, para perseguirlas, para luchar por ellas. Bajar de la montaña, sin dejar de luchar. Sentarse en una mesa de negociación, sin claudicar. Participar en unos comicios, sin venderse. Parlamentar sin corromperse. Persistir en la búsqueda de horizontes de equidad y justicia pese a la insuficiencia e imperfección de lo logrado. Aceptar a fin de cuentas que se es uno entre muchos y no el profeta, el portador de la verdad absoluta, es la lección que esta izquierda emergente de América Latina debe dar.

Una lección de vida que debe darse –y que dan muchos- a costa y precisamente de la propia vida. A esos, a los que con integridad han transitado de combatientes a ciudadanos, los mira amenazante la derecha más reaccionaria dispuesta siempre a volver al pasado y a cortar cabezas o en el peor y más frecuente de los casos a comprarlas. Los mira también amenazante una izquierda conservadora y dogmática que pasa pronto de la descalificación al linchamiento y los mira, sobre todo la gente que ha votado por ellos y que tiene una confianza y una paciencia limitadas; sabia esa gente, la más necesitada, no espera la utopía; certera, no perdona a quien deja de perseguirla.

jueves, 6 de diciembre de 2007

LA LECCIÓN DE LA IZQUIERDA

Primera Parte

¡Quién lo hubiera creído! ¡Quién hubiera sido capaz de imaginar que desde los sótanos de la Dirección Federal de Seguridad, las mazmorras del campo Militar No. 1, las crujías de Lecumberri o las Sierras del país llegaría un día la izquierda a gobernar la Ciudad de México y a constituirse en el Congreso de la República como la segunda fuerza política¡. Qué orgullo deben sentir –y con sobrada razón- aquellos que han realizado este trayecto, tan cruento y doloroso, dejando en el camino a tantos compañeros de la clandestinidad, al poder; de las armas a las urnas; de la lucha por la instauración de una dictadura idealizada, la del proletariado sí; pero dictadura al fin, a la aceptación de la lucha electoral, por más dispareja e inequitativa que esta sea. Qué orgullo deben sentir de pasar de combatientes a ciudadanos; cuánto los honra esta victoria.



Otro tanto deben pensar y sentir en Brasil aquellos que después de décadas de persecución, tortura y exilio obtuvieron con Lula la victoria. O en Chile donde la propia Presidenta Michelle Bachelet sufrió en carne propia las represión de una dictadura que parecía invencible y quien debe haber vivido, como muchos de sus compatriotas, días oscuros donde no había más horizonte que la derrota, una derrota que se antojaba entonces imposible de remontar. Quien por otro lado y luego de los escuadrones de la muerte recorriendo las calles cercenando impunemente cabezas, las manifestaciones dispersadas a balazos, los muertos tirados en el asfalto, las masacres en el Sumpul, en el Mozote, en Guazapa, los casi 20 años de guerra contra un ejército armado y financiado por los Estados Unidos se hubiera atrevido a afirmar que algún día, como ya sucede en El Salvador, el FMLN llegaría a gobernar la capital y muchos otros municipios del país y fuera capaz, como parece serlo hoy, de estar a punto de asaltar, por las urnas, el poder. Quién hace apenas 10 años, insisto, hubiera pensado que en México, como en América Latina, ex presos políticos, ex guerrilleros amnistiados, militantes clandestinos, guerrilleros que con las armas en la mano y combatiendo se sentaron a negociar, hubieran podido tender los puentes necesarios, establecer alianzas más audaces y hacerse del gobierno de tantas ciudades y países.



Muchos, estoy seguro, desde el dogma marxista, han de pensar sin duda que quienes hoy ocupan posiciones de gobierno, puestos de elección popular, en nuestro país y en muchos otros de América Latina, tranzaron, dieron la espalda a sus ideales. Muchos, de seguro y de eso dan fe sus panfletos, han de considerarlos traidores por el simple hecho de haber sobrevivido y muchos, desde el fanatismo o la ortodoxia armada, los han colocado ya, porque valientemente han optado por el juego democrático, en el catálogo de los enemigos del pueblo alineándose así con quienes desde la derecha están empeñados en cerrar, a sangre y fuego, el paso a quienes buscan, pacíficamente, transformaciones profundas. La izquierda más conservadora, más reaccionaria en tanto que se considera portadora de la verdad absoluta, no sabe, no puede, no quiere vencer; lo que más le acomoda, lo único que le acomoda es la derrota; la derrota disfrazada a veces como la guerra sin tiempo. El suyo es siempre el papel de la víctima sólo que con frecuencia quienes caen acribillados por las balas no son los supuestos combatientes sino las bases de apoyo desvalidas y desarmadas. Les viene bien la denuncia; les convienen los muertos.



Las FARC en Colombia, por ejemplo, no luchan para vencer, hace mucho que dejaron de hacerlo, luchan para vivir; es decir han hecho de la guerra una forma de vida; son profesionales de la violencia, pero de una violencia dosificada de tal manera que su existencia como fuerza beligerante que casi no combate no se vea comprometida. Por eso aceptaron una tregua que duró más de seis años y los terminó de descomponer. Por eso también y no precisamente por falta de armamento, munición y hombres que les sobran, es que no asaltan los centros de poder ni se empeñan en acciones ofensivas de gran envergadura. Son guerrilleros que, con la coartada de la Guerra Popular Prolongada (GPP) y el imperativo de preservar las fuerzas propias (¿para qué?) no combaten ni se comprometen seriamente en la búsqueda de la victoria. Cómplices finalmente del ejército colombiano que para enriquecerse y preservar su poder necesita también el pretexto de la guerra, no están dispuestos a reconocer que, de alguna forma, su mera existencia es ya un anacronismo y se han quedado muy lejos del pueblo y los ideales que decían defender.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Un poder que se resiste a dejar de serlo

Segunda y última parte



Vale tanto —o debiera valer así— la libertad de expresión del ciudadano más humilde como la del periodista más poderoso de la televisión. Vale tanto la libertad de expresión de un pequeño grupo de mujeres de la Sierra de Puebla como la del más grande consorcio televisivo. El problema estriba en que una sola voz, la del periodista o la del consorcio, ¿cómo saber de cuál se trata?, ¿cómo saber quién habla y cuándo?, ¿el empleado o el empleador?, puede, de golpe, no solamente llegar a millones de personas sino además hacer que la voz de esos millones —una voz que pretende expresarse en las urnas— simplemente no se escuche o suene distorsionada, muy distinta a las angustias, reclamos y legítimas aspiraciones y derechos que le dieron origen.

Aquí hemos vivido muy recientemente, y esto ha quedado soslayado en el debate actual sobre las amenazas a la libertad de expresión y la reforma electoral, un evidente y viciado proceso de manipulación mediática de la voluntad popular. No se trata ni siquiera de discutir quién ganó o quién perdió los últimos comicios presidenciales sino de cómo se libró la contienda.

Tan viciado resultó el proceso que los propios partidos políticos participantes, corresponsables e instigadores de esos mismos vicios, tanto los que ganaron la elección como los que la perdieron, se han visto precisados a corregir el rumbo en un acto de lucidez y sobrevivencia, so pena de perder —de que perdamos todos— nuestra incipiente y frágil democracia.

Las pasadas elecciones presidenciales en México son, sin duda, un ejemplo sin precedentes en la historia reciente de América Latina, de cómo la televisión y el poder del dinero pueden, si no existe el marco legal y cuando el gobierno en un hecho vergonzante y delincuencial –como lo hizo Vicente Fox– ha abdicado ante ellos de su soberanía, no sólo influir en las elecciones; cosa entendible y propia de su naturaleza aunque no necesariamente legal, sino torcer, deformar, suplantar la voluntad popular constituyéndose en los hechos como gran elector.

Si queremos democracia en este país es preciso que los votantes puedan discernir con libertad en qué sentido quieren que su voz, su voz que son votos emitidos individualmente y en secreto, depositados en las urnas y contados uno por uno, sea escuchada sonora y claramente. Ahí, en esa sonoridad inconfundible, de esa voz rotunda, es que nace la paz; el bien supremo, sólo eso la garantiza. Cuando algo distorsiona ese sonido, como sucedió en 2006, la legitimidad de cualquiera que se reclame expresión de esa voz queda, mas allá de cualquier acción propagandística, manchada de origen.

No hay, pues, libertad de expresión ni más esencial, ni más sagrada que ésta y tanto que todas las demás; la mía, la del colega de la columna de enfrente, la del conductor del noticiario televisivo, la del comentarista radial de ahí nacen, por eso es que existen, para eso es que existen: para garantizar que esos millones que no tienen acceso a un micrófono o a una cámara, que no pueden hacerse escuchar más que votando, puedan seguir haciéndolo.

No avalo el establecimiento de medidas de control editorial de ningún tipo. Ni de “lineamientos” o “sugerencias”. Que manden siempre los hechos; que ellos hablen, los de la realidad cuando se hace periodismo, los de la libre creación cuando se hace ficción. Nadie debe erigirse en controlador político o en censor moral, así sea invocando, como lo están haciendo, la supuesta calidad de los contenidos. Tampoco, insisto, nadie tiene derecho –invocando la libertad de expresión– de suplantar la voluntad ciudadana.

No podemos cerrar los ojos ante la evidencia de una televisión que dio la espalda al país por décadas y luego se sintió —por la traición de Fox— dueña del mismo. Hay que acotar, para eso sirve la ley y así se hace en otras democracias, ese poder fáctico que nadie eligió (uno cambia de canal pero no puede cambiar ya de televisión).

Esa tarea impostergable de preservación de la soberanía popular, de constituirse en garante del limpio juego democrático, corresponde a los poderes del Estado y entre ellos a la representación popular. No a la que hoy, en un peligroso esfuerzo de descrédito de la política, llaman “partidocracia”; a la Representación Popular, expresión de la voluntad de millones de votantes, porque eso y no otra cosa es el Congreso de la República.

Bienvenida sea la reforma electoral. Bienvenido un nuevo IFE, este sí espero, y después del de Ugalde que se lavó las manos tantas veces, garante de la limpieza y equidad de los comicios y en el que la falta de un marco legal adecuado no vuelva a ser utilizada jamás como coartada de la sumisión frente a los poderes fácticos. Saludo a un IFE con dientes y con manos, “porque con los dientes, con las manos, como sea” que decía Miguel Hernández, hay que defender esa voz que se expresa en las urnas. La voz primera, la que permite que se escuchen todas las voces.

jueves, 22 de noviembre de 2007

UN PODER QUE SE RESISTE A DEJAR DE SERLO

(Primera Parte)

Me propongo disentir, vaya reto, de muchos de quienes escriben en este diario. Menos amenazada siento la libertad de expresión por la reforma electoral en curso que a nuestra democracia por el poder omnímodo de la televisión. Me inscribo en el debate pasando revista de un plumazo a la historia de ese poder que hoy se resiste a dejar de serlo.



Durante décadas la televisión mexicana dio la espalda a lo que sucedía en el país. Ni los terremotos políticos del 68 y el 88, por ejemplo, existieron para ella. No hubo registro alguno de los rios de gente que todos mirábamos en la calle; tampoco de las fuerzas militares reprimiéndolos. Menos todavía expuso la televisión la lacerante situación de millones de mexicanos y la falta total de apertura, transparencia y legalidad del régimen autoritario. Acciones represivas, fraudes electorales, escandalosas corruptelas eran negadas o simplemente ignoradas en la pantalla.



Se dedicó así la televisión, mientras crecía en poder e influencia, con devoción y eficiencia a servir al régimen autoritario como un instrumento de reproducción de los dogmas del sistema, de exaltación de sus figuras y de negación de su pantalla a aquellos que apuntaran siquiera a la posibilidad de una transformación democrática del país volviéndolos por el contrario, cuando se daba el lujo de reconocer su existencia, blanco de fulminantes ataques propagandísticos.



Al mismo tiempo, la televisión sustituyó en sus tareas a la SEP y a los organismos de promoción cultural del estado y deformó el gusto popular. La educación sentimental de los mexicanos quedó en manos de mercaderes que crearon los más insulsos melodramas seriados y los más humillante programas de concurso. Solos en el cuadrante hacían lo que les venía en gana. La audiencia, sin opciones, tenía poco pan y un muy pobre espectáculo circense.





La izquierda y los intelectuales, ante lo angosto de sus posibilidades de intervención en el medio, optaron, salvo algunas excepciones, por salirse por la tangente. Tachando a la TV como “caja idiota” se abstuvieron de participar en ella o cuando lo hicieron aceptaron sin chistar términos y condiciones considerándola sólo una fuente de ingresos. La caja, sin embargo, no era idiota, la hicieron idiota por omisión quienes se resignaron ante la programación de aquel tiempo y por acción aquellos mercaderes que transformaron un bien público, el medio de comunicación más importante del siglo XX, en una mera extensión de los escaparates de sus tiendas.



Los tiempos cambiaron. El régimen autoritario comenzó en el 94 a sufrir los primeros síntomas de desgaste profundo. La larga y tenaz lucha por la democracia de sectores cada vez más amplios de la población, la insurrección zapatistas en Chiapas, los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu mostraron las profundas ineficiencias, injusticias y resquebrajaduras del sistema. El control del estado, sumido en graves contradicciones internas, sobre la tele y en general sobre los medios comenzó a erosionarse. Ya Becerra Acosta en el primer Unomasuno, Carlos Payán en la Jornada, Julio Scherer en Proceso y un ejército de grandes reporteros y periodistas (muchos de los cuales escriben hoy aquí) estaban dando una batalla campal por la apertura en los medios impresos y habían logrado desencadenar una nueva dinámica social.



La pantalla de la televisión, antaño tan poderosa, se mostraba entonces evidentemente rezagada; más que ventana al mundo devenía, ante una opinión pública cada vez más despierta y exigente, en mero instrumento para evitar que este fuera descubierto.



En las postrimerías del sexenio de Salinas de Gortari y luego con Ernesto Zedillo, como los otros medios, la televisión comenzó a sentirse liberada de compromisos. Rota su condición monopólica estableció como estrategia de sobrevivencia y de validación político social la apertura de sus espacios informativos a personajes y expresiones democráticas y dio un espacio limitado pero suficiente a la oposición política. De actuar como “soldado del PRI” y resultado de la presión de una competencia hasta entonces inexistente y sobre todo de la presión social, pasó a una posición de imparcialidad que duró desgraciadamente muy poco.



De esta apertura se beneficia Vicente Fox quien, desde su misma llegada a la Presidencia, abdica, en los hechos, del poder que los votantes le entregaron en las urnas para entregarlo incondicionalmente a la televisión. Los papeles entonces se trastocan. Antes eran Los Pinos los que imponían sus reglas a la televisión. Con Fox y su esposa es la televisión la que impone reglas y condiciones. De obedecer y servir al gobierno pasa la televisión a ordenar y servirse del gobierno. Es vital recomponer las piezas; no volver, claro está, a un sistema de control y complicidad pero no ceder tampoco soberanía.

jueves, 15 de noviembre de 2007

ESTE DOMINGO EN EL ZÓCALO

No soy, ciertamente, afecto a la liturgia republicana y hubiera preferido que López Obrador optara simplemente, hace un año, por asumir la coordinación de un gran movimiento nacional de resistencia en lugar de tomar posesión como “Presidente Legítimo”. Eso, desde mi punto de vista, hubiera ampliado su margen de maniobra, el de sus simpatizantes y sobre todo el de sus correligionarios en distintas posiciones de poder. Pero eso es lo que yo, que también soy parte agraviada como millones de mexicanos más por la sucia manera en que le fue arrebatado el triunfo, hubiera preferido y no es de mis preferencias de lo que debo hablar.

Tampoco, debo decirlo, me gusta demasiado el discurso propio del mitin de plaza; del “cállate chachalaca” al “pelele”, que opera con la lógica del contacto inmediato, de la reacción instantánea, de la consigna que prende entre los asistentes al mitin pero que al trasladarse a otros ámbitos hace que el discurso del Lopezobradorismo en general, o al menos lo que los medios presentan de él, parezca en cierta medida pobre y reiterativo. Esto parte de mi convicción de que la dureza retórica no es necesariamente ni lo más moderno, ni lo más efectivo y que suele acarrear como efecto colateral las consabidas excomuniones y anatemas lanzados, por parte de los seguidores más fanáticos, contra aquellos que osan siquiera matizar el discurso opositor.

De nuevo, sin embargo, hablo de mis preferencias y percepciones. Reconozco que la machacona insistencia de López Obrador, el no dar ni un segundo de tregua a Felipe Calderón “El espurio”, el apego a una ruta, le ha resultado, a la postre, muy rentable. Otro tanto sucede con la decisión de asumir símbolos como el de la “Presidencia legítima”. Son muchos, en la prensa escrita, los que hacen escarnio de la que Carlos Marín llama “republica patito” de López Obrador. Pierden de vista sin embargo que ahí en la plaza, en el corazón y la mente de muchas personas, la presencia de ese hombre con esta investidura legitimada por una voluntad popular manipulada y traicionada, no tiene nada de ridículo y muy por el contrario dota de majestad singular hasta el más sencillo de los actos públicos y da mayor resonancia e impacto a sus palabras.

López Obrador no se pierde en escarceos con interlocutores que no le reportan resultados inmediatos, ni contribuyen esencialmente a su causa. No sufre por el otro lado -y como muchos de los militantes del PRD despeñados en la dialéctica del traidor- la frustración de una derrota que, simple y sencillamente no reconoce. La suya no es una campaña de imagen pública; no busca ni votos, ni popularidad. Esta ocupado armando el andamiaje de un formidable aparato político social que haga, ahora sí, viable la victoria y que se constituya como garante de la misma.

López Obrador sabe pues con quién, de qué y cómo hablar; conoce y pulsa con gran eficiencia la insatisfacción profunda que prevalece entre millones de mexicanos que votaron por él y se sienten defraudados y se atreve, se ha atrevido siempre y con distinta fortuna, a comportarse contra todos los preceptos del marketing político, a mantenerse firme en la lógica de la confrontación constante, de la denuncia permanente, del señalamiento sin tregua sobre el origen fraudulento, el DÍA de la votación dicen unos, en los medios y antes de la elección por la intervención del poder de la iglesia y del dinero sostengo yo, de la presidencia de Calderón.

No cede López Obrador, como muchos de sus correligionarios, a la tentación de suavizar o “modernizar” el discurso por las necesidades de sus cargos de elección popular o sus propias aspiraciones personales o de grupo. Carga con los costos, que son muchos, pero también al final –cuando no se equivoca- con los beneficios; mismos que a estas alturas del partido y contra todo pronóstico no son nada despreciables.

Mientras que él ha venido escalando, en su recorrido por el país, desde las páginas interiores de los diarios hasta las primeras planas, reconstruyendo y ampliando su base de sustentación, también contra todas las predicciones; ¿Dónde están en cambio sus principales detractores? Los que orgullosos se alzaron con la victoria –a la mala obtenida a la peor refrendada- en la pasada elección presidencial. Vicente Fox y Martha Sahagún caen en picada. Calderón vive obsesionado con una legitimidad que de origen no tiene; su partido, el PAN, pierde prestigio y posiciones y cede terreno al PRI y al IFE de Ugalde y a los medios electrónicos, los partidos todos, en una inédita confesión de parte, les enmiendan la plana con una reforma electoral que puede, si se cumple, evitar esas trampas que evitaron llegar a López Obrador a la Presidencia.

Habrá que ir pues a la plaza este domingo y antes, este jueves 15 al cine; porque en el cine también habrá de estar el mismo López Obrador, con el mismo dedo en el mismo renglón de siempre, recordando, diciendo terca, insistentemente, que aquí el 2 de Julio del 2006 no se jugó limpio y que eso ni se puede olvidar, ni se puede tolerar.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Destino manifiesto: vivir con el agua al cuello

Desgraciadamente —“qué le vamos a hacer si aquí nacimos”, claman potentes las imágenes del desastre— no hay novedad alguna en el hecho incontrovertible de que la naturaleza se ceba siempre con los más pobres. Es un triste lugar común, algo que se repite —qué le vamos a hacer, insisten necias las mismas imágenes de siempre— irremediablemente. Así sucedió incluso en el corazón de la nación más poderosa de la tierra, con la población afroamericana de Nueva Orleans; así sucede y con más razón todavía, cosas de los hoy llamados mercados emergentes, en nuestro país y sobre todo ahora en Tabasco y Chiapas.

Así habrá de suceder de nuevo cuando entre a tierra el siguiente huracán y luego el otro, el que ya acecha en el océano, o el que apenas se gesta en la imaginación del meteorólogo más avezado, o el norte o la tormenta tropical o el tsunami, de todos tan temido pero sólo por los pobres tan sufrido, o cuando tiemble o la tierra se hunda, se parta o se desgaje o se suelte el vendabal o una tromba se nos venga encima.

Aun a riesgo de que se piense que trato sólo de hacer un inocuo juego de palabras, me aventuro a afirmar que no está tanto en el cambio climático —que tiene su responsabilidad, y mucha, en el asunto— el origen de estas grandes tragedias, sino precisamente en la falta de cambio. Cambio social profundo.

Porque se mueven los indicadores macroeconómicos, se hace más hondo el abismo de desigualdad entre unos pocos, muy pocos que lo tienen todo y otros muchos que no tienen nada, se disparan las fortunas mal habidas de gobernantes venales y corruptos, suben los indicadores de inversión extranjera, las utilidades de las empresas, las expectativas de desarrollo, y con los pobres, con los pobres de siempre, más allá de unas cuantas acciones propagandísticas y de corto aliento, no sucede nunca nada.

Y es que, tal como están las cosas, nada puede suceder. Esos pobres, los nuevos “condenados de la tierra” que decía Franz Fanon, esos que ya no son tanto marginados por su color o por su condición de sometimiento colonial y su posición periférica con respecto de las grandes metrópolis; esos que hoy viven incluso dentro de ellas, en su mismo corazón, ya no son, para los que dicen hacerla, parte de la historia. No pueden serla, no caben en el modelo.

Ninguna relevancia tienen en sentido estricto esas poblaciones perdidas en la sierra de Chiapas o en los pantanos de Tabasco en la estructura de la nueva economía; no juegan ningún papel en ella. Son prescindibles, descartables. Tampoco tienen posibilidad de protagonismo económico y social alguno los pobladores de Chimalhucán o de los cerros de Naucalpan. Consumen, sí, pero no mucho; pagan impuestos, sí, pero no tantos. Poca o ninguna viene siendo su aportación a la vida económica y social del país. Son, a lo sumo, un lastre.

Ocupan el centro de atención de los políticos en campaña, y eso a veces, cuando sus votos tienen alguna importancia todavía, son el objeto de los afanes temporales de los medios electrónicos que en general solos los tienen encadenados, de ahí los de “audiencia cautiva”, a sus pantallas, se convierten en los titulares de la prensa en tiempos de tragedia y luego vuelven a la marginación y al olvido. Eso hasta que un golpe terrible de la naturaleza, otro más, les devuelve un trágico y momentáneo papel estelar.

Mirar los efectos de esos golpes de la naturaleza —“golpes como del odio de Dios”— que caen de manera tan cruel e irremediable sobre los mismos de siempre. Ver, en la primera página de los diarios, a la mujer que se aferra a una soga mientras cruza una violenta correntada que apenas le deja libre la cabeza. Imaginar las casas, los campos anegados. Perdidos los aperos de lambranza, los pocos bienes: la tele, la cama, el refrigerador, cuando los hay. Hundidos en el fango los utensilios de cocina, las herramientas de trabajo, las muy magras despensas familiares. Ver —y así, de lejos, observador distante desde tierra firme— el dolor y el desgarramiento de quienes han perdido a sus seres queridos. Imaginar que hay muchos; los niños más pequeños que jugaban solos en el patio o los ancianos que yacían en una cama, que están ahí bajo las aguas y esperan pacientes a que éstas bajen para decirnos, para gritarnos desde su muerte lo que ya sabemos. Que es a ellos, los pobres, a los que les toca, como siempre. Que son ellos, millones de ellos, para los que vivir con el agua al cuello es destino manifiesto. Ser otra vez testigos de la tragedia ajena debiera, me imagino, movernos a algo más que a la necesaria y loable solidaridad espontánea y restringida al momento del desastre. Más que despensas —que se necesitan— urge modificar —no sé cómo— ese destino manifiesto.

jueves, 1 de noviembre de 2007

SI CAE MICHOACÁN

“Si cae España; digo, es un decir. Si cae España de la tierra para abajo” decía, en un poema, en un presagio que se vio cumplido, César Vallejo allá en los aciagos días de la guerra civil española. Y España, la república española, cayó bajo el embate del fascismo y se produjo una derrota que primero era impensable y luego se tornó inevitable, definitiva, brutal para la democracia y las fuerzas progresistas no sólo de la península sino del mundo entero. Hoy, aquí en México, la misma pregunta se repite, desde la izquierda, limitada a un territorio que ha sido bastión, hasta ahora, del perredismo. Se repite además en circunstancias mucho menos heroicas. Aquí no hay guerra civil y el peor enemigo de la izquierda, de esa que puede perder Michoacán y luego perderlo todo, la mira como siempre desde el espejo.



Puede perder Leonel Godoy. Lo impensable hasta hace unos días, desde sus 10 puntos de ventaja, es probable, incluso sumamente probable. Puede perder porque según los últimos sondeos la distancia que lo separaba del candidato panista, esa de la que tanto presumía Godoy, se acorta peligrosamente. Puede perder porque la correlación entre una izquierda que actúa dividida y una derecha que, paso a paso, suma fuerzas y no escatima recursos y trucos sucios, torna sumamente precaria la situación del candidato perredista. Un candidato que no ha logrado siquiera “tomarse la foto”, como se dice en el argot, de la mano con Cárdenas y López Obrador juntos.



Si cae Michoacán y puede caer ¿qué futuro le queda a la izquierda electoral mexicana? A una izquierda que no supo adecuarse al hecho de que Andrés Manuel López Obrador no logró llegar, porque a la mala no lo dejaron, a la presidencia. A una izquierda que pese a ser la segunda mayoría política del país ha encadenado, una tras otra, derrotas electorales en los procesos celebrados del 2006 para acá.



La izquierda, la institucional, la electoral por llamarla de alguna manera, no se crece ante las derrotas. Al contrario; no las tolera y comienza a sumarlas. Opera así según los cánones de la dialéctica del traidor que para castigar su infamia se hunde cada vez más. El PRD ante el fracaso de sus aspiraciones de poder (como lo quería todo y no lo obtuvo dilapida lo que le queda) manifiesta de inmediato su síndrome metabólico esencial: la capacidad de escindirse y de hacerlo, como lo está haciendo ahora, con escándalo y hasta perder el último resto de fuerza que le queda.



Inmersa en debates pueriles a la izquierda se le escapa de las manos el inmenso poder que 17 millones de mexicanos le entregamos con nuestros votos el 6 de julio del 2006. Y tan faltos de visión se muestran todos sus dirigentes que son capaces de perder incluso otro bastión histórico. Ya sucedió antes lo mismo en Zacatecas y Veracruz. Enfrascados en intrigas palaciegas y pugnas insulsas por cotos de poder, ajenos a ese instinto primordial de justicia que supuestamente debe alentar a todo luchador social, los perredistas se dan el lujo de dilapidar un capital político que ni siquiera les pertenece.



Y qué más da que Monreal o Amalia, o Ruth o Fernández Noroña, o los Chuchos o los de Izquierda Democrática, o Cárdenas o López Obrador, que más da digo que se descalifiquen, se ofendan, se exhiban y exhiban sus miserias o las de los representantes de una corriente, de una tribu, de una secta. Qué más da que se lancen anatemas; se excomulguen unos a otros y se expulsen del paraíso si eso no significa nada para los millones de mexicanos que creyeron que había una opción, una posibilidad real de transformar, mediante el voto, la jodida realidad que vivimos.



Qué más da digo que se dividan y se subdividan y de un lado queden los reformistas, del otro los entreguistas, más allá los puros y los duros si todos juntos, en eso si juntos, van a dar al traste con las legitimas aspiraciones de transformación que tienen millones de mexicanos. Transformaciones que la derecha ni quiere, ni sabe, ni puede hacer. Transformaciones que constituyen un deber, una tarea ineludible para un partido que se dice de izquierda y que debiera ser capaz, en función de esas mismas transformaciones pendientes y antes que todo de organizarse para vencer.



No me sumo al linchamiento mediático del PRD. No caigo en ese juego. El debate, así sea recio, ríspido, es la esencia de una organización democrática que se dice de izquierda. Pero el debate de altura no los patéticos dimes y diretes de quienes defienden un puesto en la nomina; de quienes conciben ahora la lucha social sólo como la defensa de una cuota de poder. Que corran a Michoacán y ya, con Godoy, López Obrador y Cárdenas. Que se callen la boca Noroña y Ruth. Que se decrete una tregua en las pugnas intestinas. No hay tiempo que perder porque: ¿Si cae Michoacán?, ¿Si cae Michoacán?...

jueves, 25 de octubre de 2007

MÁS DÓLARES; MÁS ARMAS.

¿Para qué esos millones de dólares? ¿A costa de qué recibiremos tanto armamento y tecnología? Los narcotraficantes ya reciben todos los días desde el mismo norte raudales de dinero y miles de armas. Esos dólares y esas armas nutren su negocio y cubren de sangre y drogadicción el territorio nacional. Esos dólares y esas armas son producto del creciente e incontenible consumo de drogas en el país vecino; la verdadera razón –y no por cierto el muy deficiente combate al narcotráfico en nuestros países al que tanto señalan los patricios de Washington- de que el crimen organizado desborde a los gobiernos, corrompa a las más diversas estructuras político-sociales de América Latina y envilezca y vuelva terriblemente azarosa la vida de millones de personas en regiones cada vez más extensas de nuestro continente.

¿El camino para vencer a los narcotraficantes, para recuperar la paz en los territorios asolados por los mismos y el futuro de nuestros jóvenes sometidos a la drogadicción será acaso que del mismo norte nos envíen ahora más armas y más dinero todavía? Lo dudo. Si la llamada “Iniciativa Mérida” prospera habrá más sangre, más corrupción y terminaremos, terminará más bien el Felipe Calderón apurando, entre contradicciones que muestran su debilidad estructural, la entrega a los EU de las ya muy magras sobras de la soberanía nacional que nos queda.

Me imagino que los expertos en seguridad nacional y algunos generales y jefes en el ejército andan ya frotándose las manos disfrutado anticipadamente de la bonanza que llegara a sus filas o haciendo cuentas alegres de una pronta victoria sobre los capos. Lo triste sin embargo, es que la guerra en Irak y antes en Viet Nam, son la muestra más palpable de que ni la tecnología, ni el armamento, ni el dinero de Washington han sido en el pasado ni son ahora determinantes para ganar una guerra y sí han contribuido en cambio para la destrucción de esos países; menos todavía lo son para vencer a un enemigo elusivo, que jamás da frente, que dispara millones de dólares a la menor provocación y que cuenta con el apoyo subverticio de Washington.

Porque hablando claro, a Washington y más allá de sus encendidos discursos anticrimen le conviene que el narco crezca en nuestros territorios y que se siga surtiendo al mercado doméstico. Le conviene porque al tiempo que nos debilita institucionalmente, necesita que la droga corra en sus ciudades no sólo porque el consumo es ya un componente esencial del american way of life sino porque, además, los miles de millones de dólares del narcotráfico son oxígeno vital para su economía. Legalice usted el consumo, desaparezca de pronto la droga de las calles de Nueva York, Chicago o Los Ángeles y más allá del problema social que una milagrosa medida de esa naturaleza podría ocasionar, verá usted como muchos y en apariencia muy respetables negocios se van a la quiebra.

Porque el tráfico de drogas no está, a pesar de la machacona propaganda de Hollywood, en manos de los capos latinos. Qué va; esos son sólo los peones; los chivos expiatorios. Esos son los que mueven los centavos en un negocio de centenares de millones de dólares y son por supuesto los malencarados y por supuesto morenos villanos del cine y la televisión; el Escobar o el García que caen en manos del héroe policiaco y rubio del momento.

Detrás del narcotráfico en los Estados Unidos, digo; del negocio de verdad, están norteamericanos de pura cepa (WASP’s) que se cuidan de aparecer en primer plano y que como los más pintorescos capos latinos –sólo que sin botas con piel de avestruz y chalecos de pene de tigre- tienen comprados policías de todas las corporaciones, jueces, fiscales y autoridades de la más variada estirpe. Detrás del narcotráfico en los Estados Unidos, inmune a la acción de las autoridades (¡Cuándo ha sabido usted del decomiso de toneladas de coca en Nueva York¡) hay un gigantesco aparato de corrupción.

Y de eso, de cómo Wall Street utiliza los recursos de la droga que los yuppies que trabajan en las casas de bolsa consumen, de cómo Hollywood desvirtúa sistemáticamente el problema al tiempo que trivializando el consumo de droga de sus estrellas lo promueve, de cómo Washington cierra los ojos ante los carteles propios en tanto persigue con celo ejemplar a los capos latinoamericanos; de eso aquí nadie en el gobierno habla con suficiente dignidad y firmeza. ¿Y cómo van a hacerlo? Si están como ahora mansamente extendiendo la mano en espera de limosna.

Limosna que nos habrá de costar más dependencia y control de los norteamericanos (quienes no tienen amigos sino intereses) y si no que Calderón que va ahora para Colombia se vea en el espejo de Uribe; quien sin los americanos y los paramilitares a los lados no da un paso o mejor todavía que se traiga de allá, blindado de una vez, el nuevo traje del emperador.

jueves, 18 de octubre de 2007

“ESPAÑA QUE PERDIMOS, NO NOS PIERDAS; ………

…..…guárdanos en tu frente derrumbada, conserva a tu costado el hueco vivo de nuestra ausencia amarga que un día volveremos…….”: Y se cumplió, tarde pero se cumplió, aquello que, aquí en el exilio mexicano, cantaba Pedro Garfias; “pastor de mis soledades”, “poeta, borracho y comunista”. Por decisión de las Cortes se ha promulgado finalmente en España la llamada Ley de memoria Histórica que, 32 años después de la muerte de Francisco Paulino Hermenegildo Téodulo Franco Bahamonde y Salgado Pardo, caudillo de España por la gracia de Dios, condena el régimen de ese sanguinario y diminuto –aunque con tan largo y pomposo nombre- dictador. Franco llegó al poder matando; matando se mantuvo en él. Presto siempre para firmar condenas de muerte, matando llegó a la tumba. Hoy en España todo lo que conmemora su traición a la democracia y a la república, su dictadura de 40 años, los muros pintados con sangre de toro, las omnipresentes listas de los mártires de la cruzada, las flechas de la falange, los monumentos serán, por ley, borrados, destruidos y finalmente el franquismo quedará proscrito. Tarde alcanza a Franco la misma suerte que su compinche Hitler y sus seguidores han corrido en Alemania donde pintar una swástica es delito y donde por ley se ha prohibido la exaltación, en cualquier forma del nazismo.

Pero el regreso a la península de aquellos que salieron al destierro tras la caída de la República se producirá de manera, aunque tardía, harto simbólica; por mandato de esta misma ley podrán recibir la ciudadanía española los nietos de los llamados “transterrados”. De esas decenas de miles de mujeres y hombres que, como decía León Felipe, se vieron forzados a dejarlo todo atrás pero que “trajeron consigo la canción”. Franco y los suyos fueron siempre - el Manco Millán Astray se lo dijo a gritos a Miguel de Unamuno con aquel “¡viva la muerte!”- enemigos de la inteligencia. La suya, la de los militares golpistas, que eso eran aunque se dijeran “cruzados”, fue una guerra que en nombre de la España “de la cruz y de la espada” cobró un millón de vidas y se empeñó, con particular saña, al fincar a sangre y fuego sus cimientos, en la persecución y el asesinato de intelectuales, poetas, artistas y académicos. Pensar más allá del dogma cristiano fue siempre para los franquistas un pecado que se pagaba con la muerte.

Esta ley ordena también la búsqueda formal y la apertura de las miles de fosas clandestinas donde los franquistas sepultaron a sus victimas. Hasta ahora sólo los parientes de las mismas, apoyados por organismos de la sociedad civil, se han hecho cargo de la tarea. La tan orgullosa democracia española, que cojea de esta pata, que tan débil y volátil memoria ha tenido hasta ahora, pagará así, parcial y tímidamente, una deuda que no se había atrevido ni siquiera a reconocer. Buenos han resultado los juristas españoles, “farol de la calle…” como dice el refrán, para perseguir genocidas extranjeros como Pinochet o los torturadores argentinos, tarea que los enaltece y que es preciso continuar. Muy malos sin embargo han resultado para someter ante la justicia a aquellos que en su propia casa tienen aun –el genocidio no prescribe- las manos manchadas de sangre. La memoria empieza en casa; ni perdón, ni olvido y menos dentro de ella.

Yo como muchos de mi generación, como México entero, estoy en deuda con el exilio español. Celebro pues con ellos y en su nombre que la soberbia y desmemoriada España recupere el sentido. Así como Gabriel Garcia Márquez, quien como dice Eduardo Galeano, “me enseñó a mirar” de Carlos Velo, de Buñuel, de Jomi Garcia Ascot, de Luis Villoro, de Wenceslao Roces, de Luis Recasens, de mis maestros Eduardo Nicol, Ramón Xirau y Adolfo Sánchez Vázquez. De Garfias, siempre de Garfias, quien decía “donde pongo mis ojos todo es cielo”, de ese poeta “de la cabeza a los pies”, del que lloraba a su patria “con llanto de becerro que ha perdido a su madre” y de Pedro Salinas el de “la nada tiene prisa” y de León Felipe “que se sabía todos los cuentos” y de Ángela Figueras Aymerich, con su “ belleza cruel” y del generoso Juan Rejano, el que abría las páginas del suplemento cultural de El Nacional a la poesía joven en un tiempo de silencio y oscuridad, de Eulalio Ferrer, ese otro que dió su capote, en pleno invierno, a Antonio Machado y cambió su ultimo atado de cigarros por un ejemplar de El Quijote; de todos ellos, españoles universales, aprendí a pensar y a sentir, a apreciar la belleza. La urgencia, la terquedad, la intensidad del que ha vivido la guerra, la derrota, el despojo y el exilio sin perder por eso la esperanza, el sentido profundo de lo humano y la voluntad de comunicarlo de esos españoles y sus obras marcó mi vida; salud por ellos este día que España abre los ojos ante ellos.

jueves, 11 de octubre de 2007

“YO MATÉ AL CHÉ GUEVARA”

La memoria, que por esos días solía ser de elefante, con el tiempo se borra, se despule. Esa frase sin embargo: “Yo maté al Ché Guevara” dicha y más que dicha, disparada a bocajarro como tarjeta de presentación, una mañana de 1990 en San Salvador, no se me olvida ahora ni habrá de olvidárseme jamás. La dijo, me la dijo, un hombre que frisaba entonces los 45 años. Un cubano-americano, agente de la CIA y al que hoy identifico como Félix Rodríguez, compinche de Posada Carriles, responsable como él del atentado contra el avión Douglas DC-8 de Cubana de Aviación, el vuelo 455 que volaba de Barbados a La Habana, acto terrorista ordenado por el gobierno de los Estados Unidos , que cobró 73 vidas inocentes.

Félix Rodríguez estaba a cargo de la operación de apoyo de la CIA a la contrarrevolución nicaragüense. En la base aérea de Ilopango, de la Fuerza Aérea Salvadoreña, aviones cargados con cocaína llegaban del sur para reemprender el vuelo en la misma dirección pero ahora cargados de armamento que se dejaba caer en el norte de Nicaragua. Poco tiempo después Rodriguez, quien también jugaba un rol como asesor en la lucha contrainsurgente, abandonó El Salvador. El escándalo Irán-contra estalló en la cara a la administración de George Bush padre y no hubo manera de continuar con el criminal intercambio de partes de misiles y aeronaves para Irán, droga colombiana para el consumo doméstico en los Estados Unidos y armas para la contrarrevolución.

Félix Rodríguez era una asesino y lo conocí esa mañana rodeado de otros asesinos; un tal “Iván” puertorriqueño que se movía directamente en el terreno con la tropa élite del ejército salvadoreño y un norteamericano –de unos 60 años- que se identificó como Jefe de Operaciones de la estación de la CIA en San Salvador. No había manera de no tomar en serio sus palabras. Ahí nadie alardeaba; todos tenían las manos manchadas de sangre.

Desayunábamos en casa del coronel Mauricio “El toro” Staben, sanguinario comandante del batallón de reacción inmediata (B.I.R.I.) José Manuel Arce. Había yo recorrido, en el cumplimiento de tareas periodísticas y con la cámara al hombro, casi todo el oriente salvadoreño en operaciones de combate con Staben y su batallón y se le ocurrió a este hombre, responsable entre otros crímenes de la tortura y asesinato de “Elsa” conocida también por su breve estatura como “la pajarito”, la compañera que fue mi primer contacto con la guerrilla, la peregrina idea de reclutarme –así se estilaba en esos tiempos- para realizar una operación que condujera al asesinato de Joaquín Villalobos, a la sazón el más importante jefe militar del FMLN.

Para convencerme de las bondades de la tarea que quería encomendarme Rodríguez al tiempo que exhibía cínica y descaradamente su currículum ponderaba la labor de destacados periodistas norteamericanos “al servicio de la libertad y la democracia” y me ofrecía la cobertura de cualquier medio, “el que fuera”, para cubrir mis movimientos. Narraba el cubano-americano, con detalle y orgullo, el cerco tendido a la guerrilla en la cañada de Ñancahuazú y como había hecho de ella un callejón sin salida. Contaba luego, entre sorbos de café, cómo se había entrevistado con el Ché al apenas llegar este capturado a la escuelita de La Higuera. La revisión detallada de sus papeles. La confirmación precisa de su identidad. El ir y venir de las comunicaciones con La Paz y cómo de Washington llegó la confirmación a la orden que él y su otro compañero de la CIA (quizás Posada Carriles) habían dado al gobierno y al ejército boliviano: el Ché tenía que morir.

Mantenerlo vivo, someterlo a un juicio era un riesgo que no podían los Estados Unidos correr de ninguna manera. América Latina era un pastizal seco y soplaba un viento que hacía muy posible la propagación del fuego. Había simple y sencillamente que asesinar al Ché “Y así lo hicimos. –decía Rodríguez- Dimos la orden, entró un sargento y lo mató de un rafagazo”. “Yo maté –insistía- al Ché Guevara. Fui yo, no el miserable soldado que cumpliendo órdenes le disparó y que no sabía lo que ese hombre herido y andrajoso significaba”. Para terminar Rodríguez narraba el viaje en helicóptero hasta Valle Grande con el cadáver del Ché a su izquierda, en una camilla, amarrada al patín de aterrizaje del helicóptero; el pelo al viento, los ojos abiertos.

Villalobos, a quien Rodríguez intentaba poner en la mira, decía que del Ché esa generación, la mía por cierto, “había tomado lo más científico: su locura; su ejemplo”. Hace 40 años murió asesinado Ernesto Guevara, mejor conocido como el Ché. El hombre que dice haberlo matado ya no es nadie, no importa en absoluto. Sólo yo lo recuerdo y por una frase: “Yo maté al Ché Guevara”, que por más verdad que sea, no deja de ser una mentira.

jueves, 4 de octubre de 2007

LOS AMIGOS DEL TIEMPO TIENDEN PUENTES

Me equivoqué o quizás no tanto. Escribí aquí hace dos semanas que pese a los buenas intenciones no era tiempo para el diálogo; que sobraban razones para alzarse en armas (desde el punto de vista de la guerrilla) y faltaba guerra para que ambos bandos pensaran siquiera en sentarse a negociar. Las cosas parecen haber cambiado. Luego de las explosiones en distintos estados del país que llevaron al ERP al primer plano nacional e internacional y antes de escalar sus acciones militares, como parecía previsible, despliegan ahora los guerrilleros una audaz ofensiva política de tan alto impacto como los atentados que semiparalizaron al país.

Antes con sabotajes, hoy con propuestas, adquiere el EPR, la “guerrilla mala”, un protagonismo tan poderoso como el que en el 94 tuviera “la guerrilla buena”; el EZLN. Cuando el lanzamiento zapatista fue el gobierno el que soltó primero la carta de la tregua unilateral, un componente ofensivo del arsenal político-militar. Hoy los alzados en armas se le adelantaron.

Con una ráfaga de comunicados el EPR parece dar un giro estratégico en su manera de actuar: en tiempo de tumbar puentes los construye. Ofrece la guerrilla, los “amigos del tiempo”, con sus golpes espectaculares aun frescos, algo que parecía, al menos en las condiciones actuales de la confrontación, todavía innecesario y lejano: un cese de hostilidades que pone en jaque al gobierno.

Plantea, por otro lado, el EPR, al Senado de la República –y al dirigirse a otro poder abre otro flanco- la promulgación de una ley de amnistía luego de haber ofrecido a los empresarios, en una jugada tan audaz como inédita, el cese de los sabotajes y de emplazarlos –ellos ya han dicho que están dispuestos a hacerlo- a sentarse en la mesa y dialogar, sí y solo sí son presentados con vida los dos militantes de esa organización desaparecidos.

Pero no se queda ahí el EPR, desde Chiapas, corazón del movimiento zapatista, saluda la lucha del Subcomandante Marcos al tiempo que recuerdan la silenciosa solidaridad que desde hace mucho tiempo y en distintas zonas del país han brindado al EZLN. Reconoce el EPR que los distintos movimientos armados tienen un desarrollo y una percepción distinta y desigual de la lucha pero hace énfasis en lo que los puede unir. Al tiempo que resalta sus raíces indígenas, reclamando el abanderamiento exclusivo que de esa causa hace el EZLN, tiende un puente público en dirección a esta organización. Un puente difícil de ignorar.

Y ya en el marco de este tejido fino de un nuevo tipo de vínculos el EPR, dejando atrás la descalificación dogmática, reconoce las luchas de quienes han optado por la vía pacífica y se refiere – “no me ayudes compadre”- a los dos líderes emblemáticos del PRD: Cuahutémoc Cárdenas y López Obrador.


La historia de América Latina nos da múltiples ejemplos, que en tanto no se llegue a un momento de definición militar (como en los días insurreccionales de Nicaragua o en los últimos años de la guerra en El Salvador) o no se hayan cerrado por completo, a sangre y fuego además, los espacios de participación política electoral, la alianza entre un movimiento guerrillero y un partido político resulta sumamente perniciosa para ambos.

Unos, los alzados, no consiguen ni combatientes para su causa; ni respaldo social, interno o externo, para la guerra. Nadie se lanza a la lucha armada o la apoya si puede conseguir con votos lo que la guerrilla busca con fusiles. Otros, los que están por la participación electoral, no consiguen votos si la guerrilla ronda, porque a los de izquierda radical (recordemos el papel del Subcomandante Marcos en las ultimas elecciones) les parecen tibios y al resto de la sociedad radicales peligrosos. La violencia revolucionaria, aun cuando sólo exista de manera latente y focalizada o en grado de tentativa, hace que los ciudadanos acudan a las urnas en busca de seguridad; los hace inclinarse a la derecha hacia aquellos que prometen vestirse de verde olivo y tener mano dura.

Y a ese, al quien hoy se viste o viste a los hijos de verde olivo; Felipe Calderón, a quien sacó en las urnas ventaja de la inseguridad (y no por cierto provocada por la guerrilla sino por el narco) en la que Vicente Fox dejó sumido al país, al mismo que sin recato desató a la guerra sucia, al que calificaba a su contrincante como “un peligro para México”, a Felipe Calderón le toca y para conjurar, ahora sí, un peligro real para el país, presentar con vida a Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez. El EPR tiende puentes; si Calderón no los cruza otros lo harán y no, desgraciadamente entonces, no me habré equivocado.

jueves, 27 de septiembre de 2007

VAMOSSOBREFOX.COM No. 2

“Ni perdón; ni olvido. La democracia debe construirse sobre la verdad, la justicia y una memoria puntual, precisa e inclemente” me decía ayer en Buenos Aires el nieto de una de las “Abuelas de Plaza de Mayo” José María Vázquez Ocampo quien, primero como Viceministro de Defensa y ahora como Secretario de Asuntos Internacionales del mismo ministerio, está empeñado en la imprescindible tarea de democratizar, desde dentro, a las Fuerzas Armadas Argentinas. Vázquez Ocampo, cuya hermana fue desaparecida junto con su esposo por la dictadura, es uno de los muchos que trabajan para construir así cimientos sólidos para una democracia que, por su origen mismo y como la nuestra, ni se ha terminado de perfilar, ni tiene tampoco asegurado el futuro. No mueve a Jose María, tendría razones de sobra, el aliento de la venganza sino la clara convicción de que es eso; justicia, memoria y verdad lo que el país necesita.

En Argentina hoy, pese al enorme poder que los militares tuvieron en el pasado y a sus vínculos con una derecha que no ha cesado de tenerlo, se dan pasos para someter ante la justicia a quienes cometieron crímenes de lesa humanidad. Atrás quedaron los tiempos de Alfonsín y Menem y sus leyes de amnistía y obediencia debida. Atrás quedó la concertación obligada y en desventaja, el compromiso con una fuerza, y más que con una fuerza con el alto mando de la misma, capaz de detener el avance del proceso democratizador. “Si la democracia llegó o no para quedarse depende sustancialmente de la supeditación definitiva del poder militar al poder político -explica Vázquez Ocampo- vivimos un proceso de transformación integral de nuestras fuerzas armadas; desde su organización, su armamento, hasta su propia función social –puntualiza el funcionario- es este un proceso complejo, didáctico, en donde todos tenemos que aprender cuál es el rol que nos corresponde en la democracia”.

La conversación con José María me hace pensar en el El Salvador y en México. En El Salvador al apenas terminarse la guerra había que cancelar, así fuera por un tiempo, dos de los ideales que iluminaron e impulsaron la lucha: la verdad y la justicia. Difícil si no es que imposible construir la paz con un ejército al que no se ha vencido del todo y con el que se ha negociado sobre el principio del “equilibrio de los miedos” sin olvidar o posponer al menos los juicios sobre algunos crímenes execrables cometidos por sus jefes y oficiales. ¿Cómo llevar ante los tribunales a quienes están sentados negociando y de cuya voluntad depende que termine la guerra? Pero si la paz, la primera y más grande de las prioridades sin la cual la democracia es impensable, se conquista suspendiendo la acción de la justicia, la consolidación de un sistema democrático exige necesariamente una memoria de elefante. A quienes en principio y en función de la fragilidad evidente del naciente sistema democrático se les perdonó se les debe, ahora obligatoriamente y en función del fortalecimiento del mismo sistema, someter ante la justicia.

¿Y México? ¿Qué con nuestro país en este asunto de la guerra y la paz; de la memoria y el olvido? En Argentina la concatenación de errores y crímenes de la dictadura castrense y luego la derrota en Las Malvinas y el consecuente aislamiento internacional condujo a los militares a la debacle; debacle de tal magnitud que hoy finalmente y si hay voluntad y decisión puede conducir a la justicia y por esa vía a la consolidación de la democracia. En El Salvador, por otro lado, una larga y cruenta guerra popular y la lucha de sectores sociales y democráticos forzó a la fuerza armada a negociar y la hizo volver a los cuarteles en un retorno que, por errores tanto de la izquierda radical como de la derecha en el Gobierno, puede ser sólo temporal. Sin haber pagado sus culpas, sin conocer el sometimiento ante la justicia y cargar con ese peso y ante la violencia despiadada de las maras pueden hoy los militares salvadoreños salir de nuevo –y lo que es peor por aclamación- retomar un papel protagónico.

¿Y qué con México? Que aquí fue el voto popular el que desplazó al régimen autoritario y que ya no hay ni con quién, ni por qué negociar amnistías. Esta democracia imperfecta que hoy tenemos es nuestra; no se la debemos a nadie más que a nuestras propias luchas y para preservarla, para consolidarla, para cumplir con aquellos que dieron la vida para conquistarla, es preciso no olvidar a quienes la han traicionado. Por eso, otra vez pongo el dedo en la llaga: Vamos por Fox. Ni perdón, ni olvido. Allá Ramírez Acuña si él mete las manos al fuego por ese hombre.

jueves, 20 de septiembre de 2007

DE INFIERNOS Y BUENAS INTENCIONES

Mucho me temo que para hablar de diálogo con el EPR es aun demasiado temprano. Sobran razones (desde el punto de vista de quien se ha pronunciado por esa vía) para alzarse en armas. Falta guerra (a las dos partes) y mucha para sentarse a negociar. Aunque celebro y comparto las buenas intenciones de los legisladores y de todos aquellos que se han planteado esta tarea patriótica no veo posibilidad alguna, al menos en este momento, de que su iniciativa tenga éxito y es que, en este tipo de conflictos, la negociación, si es que llega, es producto o de la descomposición profunda de una de las partes que se ve obligada a buscar así una rendición simulada o bien de un equilibrio de miedos; es decir de la convicción de uno y otro lado, de que la victoria militar es imposible o incosteable para ambos, del temor que el poder del otro despierta y de la prisa o la convicción de hacer de la negociación otro tipo de victoria. Para que cualquiera de estos dos escenarios sea posible, para que la paz se ponga sobre la mesa, hace falta todavía, por desgracia, que se derrame mucha sangre y que el país sufra daños aun más severos.

Conviene tomar conciencia de que nadie se levanta en armas con la bandera de la negociación en la mano. Vivimos apenas los primeros escarceos. Poner bombas –y más cuando las fuerzas de seguridad están desprevenidas y con una geografía como la nuestra- es relativamente sencillo y altamente rentable, en un primer momento, desde el punto de vista propagandístico y militar. La guerra ha cambiado tanto que hoy la selección de objetivos más que un riesgoso y lento trabajo de infiltración puede hacerse por internet. Se logra mucho con muy poco. Los efectos positivos –para sus causantes al menos- de las explosiones tienden, sin embargo, a revertirse muy pronto. Las posibilidades de impacto al medio ambiente, de afectación directa o indirecta a la población civil (cosas que ya se vieron cercanas en Veracruz) hace que este tipo de acciones, no importa sus efectos en la economía, se vuelvan a la postre muy dañinas para quien las realiza. En estos tiempos además y si se actúa, como se hizo, en la proximidad del 11 de Septiembre, difícil evitar que internacionalmente no se le cuelgue al responsable de las acciones el san benito de terrorista.

Al extenderse por otro lado el estado de alerta, como ya esta sucediendo en casi todo el país, crecen las posibilidades de un enfrentamiento, en condiciones que habrán de ser, por el poder de fuego, necesariamente desventajosas para la guerrilla, con las fuerzas que custodian las instalaciones estratégicas o las que patrullan las carreteras y caminos de acceso. A la amenaza de un combate no deseado se suma la amenaza creciente de capturas; no solo de los comandos responsables de las operaciones sino de sus bases de apoyo en zonas donde la guerrilla tiene poca tradición y presencia y que son por tanto retaguardias inestables e inseguras. Por más que los golpes de mano sigan produciéndose, la propia naturaleza de los mismos y la cada vez más limitada capacidad de selección de objetivos rentables, puede producir un escalamiento del conflicto armado. De los bombazos, de la propaganda armada, a los estallidos sociales, al menos en las zonas históricas de operación de la guerrilla, las más pobres y marginadas del país, el trecho puede ser muy corto.

La pradera está seca y sopla un viento fuerte azuzado irresponsablemente entre otras cosas por la escandalosa exhibición de la corrupción de Fox y sus compinches. Con 19 millones de mexicanos victimas de pobreza alimentaria, es decir muriendo de hambre y otros 49 millones en estado de pobreza simple, es decir careciendo de lo mas elemental no hay porque, sin embargo, acomodarse, pensar que esos estallidos habrán de producirse solo allá a lo lejos en la montaña de Guerrero: la pobreza y la desesperación tienen sitiada a las grandes ciudades; las paz esta en peligro aquí a la vuelta de la esquina. Más que pronunciamientos contra la violencia urge desactivar las causas de la misma; quitar razones a quienes se alzan en armas, acortar el trecho de guerra que hace falta. No se trata sin embargo de acelerar acciones represivas por un lado o de escalar el conflicto por el otro cosa que me temo, insisto, habrá de suceder. Se trata simple y llanamente de que la democracia, esta de la que nos sentimos tan orgullosos y con razón últimamente, sirva de veras para algo: produzca, además de este clima de libertad condicional que vivimos, una ola de justicia social que inunde al país de golpe.

viernes, 14 de septiembre de 2007

PODER CONTRA PODER

No se trata del dinero. Es cierto lo que dicen los concesionarios de la radio y la TV. La cifra de inversión política-publicitaria, en los medios, aunque sea escandalosamente grande afecta sólo marginalmente sus ganancias. Tampoco se trata y en eso mienten descaradamente, de un intento de amordazarlos, de un atentado contra la libertad de expresión. ¿Cómo quienes dieron la espalda en el 68 a lo que sucedía en el país se atreven a hablar de esto? ¿Cómo quienes sirvieron como soldados al viejo régimen son de pronto tan desmemoriados? Menos todavía se trata de que una “partidocracia” secuestre a la democracia o peor todavía –y ya en el colmo del simplismo- de una venganza de los vencidos en el 2006. Qué va. Esas sólo son fórmulas propagandísticas. Se trata pura y llanamente de que no quieren los medios, no se resignan a dejar fungir, sobre todo la televisión, como gran elector en los comicios y se trata también de un Senado de la República que se alza con dignidad, unido, para darle en nuestro país finalmente una oportunidad real a la democracia.

La incipiente, precaria y ahora tan llevada y traída democracia mexicana ha vivido secuestrada por el poder del dinero; hoy convertido en el más encendido de sus defensores. Los medios electrónicos, es preciso reconocerlo, jugaron un papel protagónico en la defenestración del régimen autoritario. En el 2000 las grandes cadenas, en un gesto que las honra, dejaron de servir al gobierno y abrieron las puertas a la alternancia. Así millones de mexicanos acudieron por primera vez a las urnas liberados, parcialmente al menos, de la opresiva y omnipresente propaganda oficial, con distintas opciones ante si –es decir en la pantalla- y expulsaron al PRI de Los Pinos.

De poco sirvió esta victoria histórica. Vicente Fox Quezada desperdició miserablemente la oportunidad; traicionó el mandato popular y se puso de rodillas ante la televisión; sometiéndonos así, a todos los mexicanos, a los designios y caprichos de un nuevo y distinto tipo de autoritarismo. Autoritarismo que no se ejerce necesariamente desde palacio y que convierte a este en una mas de sus dependencias.

Fascinados los medios –y fundamentalmente la TV- por lo que consideraron su victoria; la de Fox. Posible –pensaron y no sin cierta razón- más por el trabajo en pantalla que por los votos ciudadanos. Liberados además del sometimiento a los gobiernos de la revolución, que sabía cómo mantenerlos a raya ( a punta de amenazas sobre sus concesiones y de refrendos y ampliaciones discrecionales de las mismas) y convertirlos en parte de su instrumental de gobierno, se dedicaron a prefigurar, muy a la americana (donde la TV define la última intención de voto) y con la complicidad de Fox, que no sabe vivir fuera de cámara, una democracia a la medida de sus intereses.

Hoy, cómo habrían de aceptarlo, no toleran que esta realidad, la del poder publico postrado ante la TV y con ella y por ella ante el dinero, se modifique así sea un ápice. Por eso este revuelo, estas horas y horas de pantalla, esta ofensiva contra la reforma electoral no se trata de dinero, como dicen, sino de la lucha de un poder, el de unos pocos, que pretende perpetuarse en el trono contra otro poder, el que representa a muchos, que pretende recuperar la soberanía perdida y que en definitiva no pertenece a los senadores sino a los ciudadanos, que al emitir su voto, los llevaron a esas curules en las que hoy, al legislar y al hacerlo con razón, dignidad y patriotismo no hacen sino cumplir con tarea.

Al abdicar ante los medios electrónicos de la soberanía que el pueblo le diera Vicente Fox les extendió patente de corso. Hoy a los concesionarios les cuesta trabajo entender su condición y su tarea; son sólo “medios”, prestan un servicio público. Jugar ese papel primordial de puente, de intermediación en la sociedad les parece poco. Quieren más; gracias a la traición de Fox tuvieron más; lo tuvieron todo.

Se ciernen sobre el país algo más que barruntos de tormenta. La tentación autoritaria de quienes no se resignan a perder parcelas de poder que no ganaron por votos sino por el peso de su influencia desmedida; ese desden manifiesto por las instituciones, la demolición, casi golpista, que se pretende, que se alienta por todos los medios, de uno de los poderes del estado o de sus designios soberanos, es solo un acicate para aquellos que no ven otra salida que la vía armada. El único antídoto a la mano es liberar a nuestra democracia de las ataduras que la mantienen como rehén del poder del dinero y hacer por otro lado, para que no sea una formula hueca, que su sistema de contrapesos produzca ya justicia social.

jueves, 6 de septiembre de 2007

CONFESIÓN DE PARTE

(El patético espectáculo de Ugalde)

Por ahí, saltando de micrófono a micrófono, de pantalla en pantalla, anda rasgándose las vestiduras, presumiendo de una dignidad que no tuvo cuando se trató de poner alto a las trapacerías de Vicente Fox; escudándose en una legalidad que uso sólo como coartada; denunciando la violación a una autonomía que él se encargó de aniquilar; el patético consejero-presidente del IFE; Luis Carlos Ugalde, actor de uno de los más recientes e insulsos melodramas mediáticos de la política nacional y gestor, facilitador –por acción y por omisión- de una grave afrenta contra la Nación.

No tengo memoria de otro funcionario público lanzado así, como Ugalde, a una tan intensa, lamentable y cínica cruzada mediática en defensa de su puesto. Menos tengo memoria de un hombre haciendo una tan descarada confesión de parte por un lado y una tan explícita amenaza de extorsión a Felipe Calderón y su partido por la otra.

No tuvo Ugalde en el 2006 el coraje para impedir, o por lo menos denunciar las intromisiones de Vicente Fox, el poder económico y la Iglesia en el proceso electoral. Tan no tuvo los tamaños que el puesto y la situación exigía que, en cada declaración, en cada entrevista, con un cinismo que deja estupefacto a cualquiera, lo confiesa. Se escudó entonces Ugalde y se escuda ahora en las omisiones de la legislación que son muchas y por cuyos resquicios se colaron Fox, los barones del dinero y el mismo PAN. Hace Ugalde de la ley una mera coartada para ocultar su cobardía.

No hay duda, el presidente Vicente Fox intervino mañosamente y esta intervención tuvo un efecto pernicioso en el proceso electoral, declara Ugalde y lo repite una y otra vez. Lo hicieron también los empresarios quienes, con el PAN, desataron la guerra sucia; marca indeseable e indeleble de esos comicios; dice también y luego dispara: “ceder al chantaje de los partidos sería reconocer que hubo fraude.”

El que como árbitro se mantuvo con los brazos cruzados y la boca cerrada, no cesa ahí de gimotear en cadena nacional y apocalíptico, predice que si “los partidos pactan su remoción” será entonces el fin de la democracia en México. Escuchar a Ugalde remite inevitablemente a aquello de “no llores como niño lo que no supiste defender como hombre”.

Triste democracia la nuestra si depende de la permanencia en el cargo de personajes como él. Triste democracia la nuestra si el poder legislativo, uno de los poderes de la Unión, no tiene la capacidad de enmendar la plana, después de los tan cuestionados comicios del 2006 y reestablecer la majestad de la institución responsable del arbitraje electoral.

Una majestad que Ugalde, durante su gestión, se ha empeñado en demoler. No nos engañemos, no caigamos victimas de sus lamentos o de sus amenazas; removerlo no es atentar contra la autonomía del IFE, al contrario; remover al consejero-presidente; a ese que no pudo, no supo o no quiso jugar un digno papel en la elección presidencial es condición indispensable para recuperar la confianza perdida de millones de mexicanos.

Perderá, si los diputados y senadores, sobre todo los del PAN, actúan con honestidad, lucidez y patriotismo, Luis Carlos Ugalde su cargo y sus ingresos. Merece al menos esa pena y también la del descrédito que sus declaraciones en supuesta defensa propia y del Instituto que preside no han hecho sino acrecentar. Ganará entonces el IFE la oportunidad de restituir parte de ese capital político acumulado durante la autónoma, honorable y valiente (asi tienen que ser los árbitros) gestión de José Woldenberg.

La posible remoción de Ugalde se presenta hoy, en una reedición del pleito de Fox con el Congreso, como una venganza mezquina de los partidos que perdieron las elecciones. Ciertamente legisladores de esos partidos, dentro de los procesos de negociación naturales del quehacer político, exigen la cabeza de Ugalde a cambio de las reformas. Más allá, sin embargo, de sus pactos y componendas millones de ciudadanos sin partido fuimos testigos y victimas de la falta de coraje, dignidad y fuerza del supuesto arbitro del proceso electoral.

Más que por consigna es con el peso de esos votos, los de millones de mexicanos agraviados, que se hace urgente, justo y necesario, si queremos que el juego democrático continúe, que los legisladores actúen. Deben hacerlo recordando que no se trata de componer a modo las ruinas dejadas por Ugalde; sino pensando, más allá de sus intereses, en los votantes, en el país, en la viabilidad de la democracia, en la necesidad de un árbitro confiable, creíble, dotado de los instrumentos necesarios para regular la contienda.

jueves, 30 de agosto de 2007

LA TERCERA ES LA VENCIDA

Otra carta para Héctor Aguilar Camín

Querido Héctor:

De nuestro intercambio epistolar se desprende que persisten entre nosotros, sobre el asunto de la revolución, profundas diferencias. No tan profundas empero como el respeto que tengo por tu obra y el cariño que siento por tí. No tengo la pretensión de alargar más esta polémica que ni lo es tanto y que con las urgencias que atraviesa el país parece estar fuera de tono pero, insisto, yo veo en el horizonte barruntos de tormenta y considero esencial no dar por sentada la paz social –un bien perecedero- en un país, donde para muchos, todavía la democracia, en tanto no ha producido resultados concretos, no significa nada.

Touché. Hice en la última carta una frase fácil: “las armas aceleran la historia” hija de otra de Marx: “la violencia es la partera de la historia” que sin dejar de ser cierta, porque el uso de las armas para bien o para mal acelera los cambios, no deja de tener un tufo panfletario y me hace ver –pese a mi previa confesión de parte en sentido contrario- como un defensor de la vía armada.

Presenté un blanco fácil. Lo reconozco. Sobre esta frase y sus resabios panfletarios construyes tu segunda respuesta. Enumeras procesos de violencia social aplicando a todos ellos tabla rasa. En la misma barca pones a Hitler quien, por cierto, accedió al poder a punta de votos, a los bolcheviques que se alzaron contra el despotismo de zares anclados en el medioevo y a la revolución cubana lo que ciertamente Héctor me parece un exceso. Juzgas los brotes de violencia, los alzamientos por sus resultados, casi siempre fallidos y en eso coincido contigo, sin atender a las condiciones que los produjeron.

Criminal hubiera sido cruzarse de brazos ante Hitler; la democracia como la revolución también crea monstruos. Obligado era para los hombres y mujeres con un elemental sentido de justicia rebelarse. A nadie asisten tanto el derecho y la razón como a aquel que se atreve a luchar contra la tiranía. Lástima que, como en el caso de Stalin, en el camino una revolución se transforme en dictadura. No siempre es así; sin alzamientos ni Francia, ni los Estados Unidos serian hoy las democracias que son.

Para que la violencia revolucionaria estalle es menester que antes desde el poder y de manera brutal se ejerza la violencia contra los gobernados de tal suerte que a estos últimos no les quede más remedio que ejercer el derecho a la insurrección. Las revoluciones en general lo son de contragolpe y empiezan, vaya paradoja, cuando aquellos que quieren democracia y la buscan pacíficamente son asesinados. Insísto; no defiendo a quienes toman ese camino. Entiendo que en determinadas circunstancias lo hagan y admiro su valor, su congruencia y reconozco el peso de su sacrificio en la creación del clima de libertades que hoy vivimos.

Fue la insurrección zapatista la que terminó de empujar la mano que firmó los acuerdos de Barcelona (acuerdos logrados en la lucha civil y democrática) y abrió finalmente el camino para la ciudadanizacion de los comicios. Como en otros casos los zapatistas cambiaron el mundo sólo para encontrarse con que ya no había un sitio en ese nuevo mundo para ellos. Instalados en la democracia vemos hoy cualquier posibilidad de alzamiento como una locura, una insensatez, un anacronismo. Nos apegamos quizás al análisis marxista olvidando que en América Latina siempre han pesado más las condiciones subjetivas que las objetivas. “Del Ché –suele decir Joaquín Villalobos- tomamos lo más científico; su locura”.

La mía no es una mirada romántica sobre la revolución. Créeme, detesto la violencia. No pienso que nos encaminamos, no marchamos bajo banderas rojas a un horizonte de luz y felicidad. He aprendido, a punta de muertos, que los seres humanos somos capaces de echar todo por la borda y ahogarnos en la violencia política, étnica o religiosa. Nunca ha faltado un pretexto para matarnos y aunque así de oscuro y jodido sea el ser humano tengo suficientes motivos para pensar también que podemos arreglárnoslas para vivir mejor. A veces con las armas, otras, las más si se puede con los votos; siempre con la razón.

Allá en El Salvador, empeñadas en borrar el pasado reciente, en negar unos por dogmatismo, otros por resentimiento que el alzamiento armado y la negociación abrieron el camino a la democracia, la izquierda y la derecha llevan de nuevo al país al despeñadero. En México es preciso no acomodarnos; luchar para que quien se sienta impelido a rebelarse se quede sin razones para hacerlo; hacer pues que nuestra democracia sirva y que la paz perdure. Eso es lo único que quiero Héctor. Lo único.

jueves, 23 de agosto de 2007

A PROPÓSITO DE LA REVOLUCIÓN

Otra carta a Héctor Aguilar Camín

Querido Héctor:

No me anima, créeme, como propósito una defensa a ultranza de la vía armada. Conozco la guerra, la he vivido y por tanto la aborrezco. He visto a demasiados jóvenes, mujeres y niños (porque la guerra la hacen, de uno y otro lado, los niños) tirados desangrándose en los campos y calles de América Latina. Llevo tatuado el doloroso y punzante recuerdo de sus rostros. Aun siento el olor almizclado de la muerte, el sudor y la pólvora sumados y no hay noche, quince años después, que los fusiles, los uniformes, el miedo no aparezcan en mis sueños. Quizás, por mis escritos, se me pueda considerar una especie de agorero que se la pasa advirtiendo sobre estallidos sociales que probablemente no se produzcan jamás. Ojala sea así. Prefiero, deseo fervientemente, por mis hijos, por mi país estar equivocado. Percibo sin embargo señales ominosas; un descuido generalizado de cuestiones y principios que no debieran ser vulnerados por nadie; una especie de acomodo y apatía ante la demolición, a punta de fraudes y trampas, de las instituciones que debieran ser el pilar de nuestra incipiente democracia; una indiferencia suicida ante los problemas que enfrentan las mayorías empobrecidas. La paz parece no importarnos. La damos por sentada y no hay conciencia de que la democracia sin equidad y justicia social es sólo una palabra hueca.

Dices y con razón que “la historia no es el reino de la fatalidad sino el de la libertad de los hombres” y “que siempre hay opciones: siempre queda otra”. Me cuesta trabajo imaginar la “otra opción”, el “otro” camino que pudieron haber tomado Emiliano Zapata o Cesar Augusto Sandino o los combatientes del FMLN. Su lucha armada fue precedida por el cierre sistemático de todas las opciones pacificas. Hay circunstancias, hay tiempos en los que al que “levanta la cabeza se la vuelan”. Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Enrique Álvarez Córdoba y los dirigentes del FDR salvadoreño, asesinados por los escuadrones de la muerte. El demócrata Pedro Joaquín Chamorro en Nicaragua y tantos otros mártires desarmados nos dan cuenta de cómo ciertos regimenes hacen de la historia lo que les viene en gana e imponen a los pueblos un yugo del que es menester liberarse a sangre y fuego.

Alzarse en armas es, en la mayoría de los casos, resultado de la desesperación, de la falta de opciones mas que de la ideología; pero es también –incluso así lo establece nuestra Constitución en el articulo 39- un acto de libertad, un derecho y un deber de los ciudadanos. No ha sido nunca en efecto, tienes razón, la mayoría la que se levanta. Son unos cuantos los que se atreven a empuñar las armas y aun en los procesos insurreccionales siguen siendo pocos los que montan barricadas y se lanzan asaltar palacio. Es mi convicción que si la “increíble energía” que ese puñado de locos puso en hacer la revolución se hubiera empeñado –y se empeño en muchos casos y a costa de la vida- en las transformaciones democráticas no gozaríamos de las oportunidades y libertades de las que hoy gozamos. No imagino a Díaz o a Somoza abriendo graciosamente espacios democráticos. Las armas aceleran la historia.

Es mi convicción por otro lado que aceptar la democracia luego del fin de la lucha armada es algo más que “resignarse” a ella: la guerra, cuando se hace en serio, enseña, transforma, abre los ojos. Hoy la izquierda más radical, esa que vocifera y estigmatiza a quien se atreve a pensar distinto, condena como traidores a aquellos revolucionarios que, sin rendirse, se sentaron a negociar con su enemigo y aceptaron, por el bien de su patria, convivir con él, competir en las urnas, sacrificando sueños; reconociendo realidades, dándole al futuro una oportunidad. Ese gesto los honra, enaltece y distingue de aquellos muy demócratas, pacíficos y civilizados que, gracias a la complicidad con los medios y el poder económico, no se resignan con la democracia, cuando no ganan arrebatan y ya ni saben, ni quieren jugar limpio.

Creo Héctor, que es preciso reconocer la contribución de quienes tuvieron el valor de jugarse la vida. El imperio de la derecha se asienta, entre otras cosas, sobre el olvido y la descalificación de esa gesta. Creo también que es preciso reconocer que quizás hay muchos en nuestro país que hoy se sienten impelidos a alzarse. Sé de lo que son capaces. No se si tengan razón; no quisiera en todo caso que la realidad y la desesperanza se las diera. Ojalá Héctor y la clase política y los partidos no den por sentada la paz; no dilapiden irresponsablemente ese vital y único patrimonio.

viernes, 17 de agosto de 2007

LA REFUNDACIÓN DEL PRD

Escribo sin información alguna de lo que sucede en el X Congreso del PRD. Lo hago también sin conocimiento de las intrigas palaciegas entre las tribus o del debate ideológico y político real que pueda producirse en ese foro. Me acerco así, desde fuera, sin credencial ni conexión alguna, como cualquier ciudadano, a un partido que hoy, se supone, dilucida sobre su futuro y por el que llevo años votando y en el que he depositado una buena parte de las esperanzas, que aun y pese a todo mantengo vivas, de que este México nuestro sea, por la vía de los votos y no de las botas y los fusiles, un país más libre, más justo, más democrático.

Escribo para, de alguna manera, pedirles, exigirles -porque por ellos he votado y a ese derecho de voz me atengo- a los dirigentes de ese partido, un radical ejercicio de autocrítica. Para emplazarlos, con toda la gravedad del caso, a que depongan sus intereses particulares, dejen de pensar en prebendas, cuotas y posiciones en la nómina y recuperen ese impulso revolucionario –aunque a muchos espante la palabra- esa integridad, esa emoción, esa creatividad, esa audacia que hizo en sus inicios del PRD un ariete de la transformación democrática del país.

Escribo también desde la herida aun abierta del pasado 2 de julio del 2006 cuando el poder del dinero cerró el camino a la verdadera alternancia democrática. Escribo, más allá del radicalismo o el resentimiento, desde el legítimo derecho a sentirse, a sentirme parte ofendida en un proceso donde los que hoy se dicen vencedores –esos tan ansiosos de conseguir a fuerza de fotografías o falsos debates parlamentarios una legitimidad que no tienen de origen- jugaron sucio y traicionaron a la voluntad popular. Escribo pues porque no puedo concebir que la fuerza de esos más de 14 millones de votos se dilapide y que, a punta de intrigas y luchas intestinas, se muestre de nuevo al país como la izquierda, integrada por profesionales de la derrota, es incapaz de unirse, crecer y vencer.

Ufanos y orgullosos, muy seguros de sí mismos, muchos de quienes hoy integran la cúpula de las distintas tribus se dicen, actúan con soberbia, ostentándose como la “segunda fuerza política del país”. No se dan cuenta que la fuerza ni son ellos, ni es de ellos. Que no les pertenece. Ni tampoco por cierto a López Obrador. La fuerza es sólo y nada más de los votantes y ha sido depositada por millones de ciudadanos, de manera temporal y condicionada, en el partido, sus dirigentes, sus candidatos o quienes aspiran a serlo y en aquellos que ocupan un puesto gubernamental. Nadie pues ahí en ese congreso, en ese partido puede darse el lujo de esgrimir –pese a que tenga el mayor prestigio o la clientela más numerosa o las conexiones más eficientes y también más oscuras con el poder- esa fuerza a su favor o de traicionar a aquellos a los que debe sus curul, su posición de influencia o las prerrogativas que, en función del número de votos recibidos, otorga el estado.

Ojalá se den cuenta quienes ahí se reúnen que la cuenta regresiva está corriendo y que, a menos que en un esfuerzo inédito de imaginación, de unidad, de reflexión colectiva inyecten nueva vida al partido éste está destinado a desaparecer y que a estas alturas, en este país, liquidar a la izquierda electoral, ese suicidio, es un crimen de lesa democracia. Ojalá también estén conscientes de que no se trata de sobrevivir a cualquier costo y de que es vital –sobre todo en los tiempos que corren- el apego a los principios. En un país donde la corrupción es la norma o se recupera el impulso moral, el de la búsqueda del bien común, cuando se hace política y más desde la izquierda o se pasa a engrosar las filas de aquellos mercaderes y mafiosos que a punta de fraudes, trampas e hipocresía han conseguido apartar a los ciudadanos de las urnas y en consecuencia poner en riesgo la paz.

Ojalá, por último, que quienes hoy debaten sobre el presente y el futuro del PRD se den cuenta cómo cada día resulta más difícil distinguirlos de los políticos tradicionales y se atrevan a cambiar. Se han asimilado de tal manera en gestos, actitudes, vestiduras, lenguaje, usos y costumbres a los demás que nada parecen decir distinto, nada mejor parecen representar para los ciudadanos. A falta de una alternativa. Ante una izquierda que se mimetiza con la clase política, con lo peor de ella, el abstencionismo crece, la desesperanza cunde. Y no, no se trata sólo de mejorar posiciones en el marcador electoral, se trata de lograr una correlación que permita frenar a la derecha hacer valer los triunfos legalmente obtenidos avanzar en la transformación del país.

jueves, 9 de agosto de 2007

A PROPOSITO DE LA REVOLUCIÓN

Carta a Héctor Aguilar Camin.

Querido Héctor:

Interrumpo la serie sobre el nazismo. Me veo impelido a hacerlo tras la lectura de tu texto publicado este jueves en Milenio. Ya desde la semana pasada sigo con atención tus reflexiones sobre la izquierda. Hablas ahora de la revolución y la violencia y citas a Mao que decía que esta primera no es “un baile de buenos modales” y luego al Ché cuando afirma que el revolucionario debe ser “una maquina fría de matar”. Así es. La guerra es jodida siempre. Huele a sudor, a sangre, a pólvora, a mierda. Alzarse en armas es, sin embargo, una última, digna e inevitable opción que no puede menos que tomarse cuando toda esperanza se ha perdido. Hacerlo implica, claro, la decisión de matar y morir, no podría ser de otra manera. Alzarse en armas es violentar los tiempos de la historia, hacerla parir con prisa. Es intentar el resquebrajamiento de un sistema que matando se resiste a morir y que no sabe ceder ni un ápice y ante el cual todos los esfuerzos pacíficos de transformación resultan inútiles. Alzarse en armas, más que una decisión iluminada por la ideología, puede ser resultado de un instinto primordial de justicia, de un impulso moral, de una genuina y profunda desesperación ante un estado de cosas que por la falta de libertades y sus efectos devastadores sobre los sectores más empobrecidos de la sociedad resulta intolerable. Cito también al Ché: “Aun a riesgo de parecerles cursi he de decirles que la revolución es sobre todo obra de amor”.

Algunos habrá entre los guerrilleros latinoamericanos que se alzaron en armas para “construir la patria socialista”. Los más, estoy seguro, lo hicieron inspirados por la doctrina cristiana y obligados por la tozudez criminal de las oligarquías, sus sirvientes en los gobiernos y ejércitos y la influencia y el apoyo material de los estadounidenses que, regidos por la doctrina de seguridad nacional, no dudaban en calificar todo esfuerzo democratizador como una penetración comunista y avalaban su aplastamiento a sangre y fuego. Nadie pues como Washington para promover y radicalizar revoluciones. Ya se lo decía Fidel Castro a Jean Paul Sastre; “la nuestra –cito de memoria- es una revolución de contragolpe”.

Ya embarcados en la aventura fue que muchos de esos locos, de esos iluminados, de esos que se decidieron una noche a cambiar el mundo, adoptaron la ideología marxista y se lanzaron a ponerle nombre a sueños de justicia y democracia y también, es preciso reconocerlo, a otros que no eran sueños sino delirios. Nada más absurdo y contrario al impulso inicial de justicia que produce la decisión de irse a la guerrilla que terminar sustituyendo una dictadura por otra, axial sea esta de la mayoría. Nada más contradictorio que sustituir el control que una clase ejerce despiadadamente sobre la sociedad por el control de otra aunque este se pretenda benigno y necesario. En la guerra aprendí que las banderas ideológicas (total la ideología es también una visión deformada de la realidad) se destiñen con la sangre y al final sólo queda –entre quienes combatieron- o el equilibrio de miedos que los contiene o la voluntad de, cediendo sus sueños unos, sus realidades otros, darle una oportunidad a la política y construir para su patria un futuro de paz.

Creo firmemente que las libertades de las que hoy disfrutamos son posibles entre otras cosas gracias al sacrificio de combatientes, cuadros de logística, trabajo político y propaganda de las guerrillas latinoamericanas, así como de sus bases de apoyo expulsadas de sus poblados, masacradas en calles, vaguadas y ríos. Sin ellos, estoy convencido Héctor, ni paz, ni democracia tendríamos. Esos que murieron en la selva guatemalteca, o allá en Madera, Nuevo León y Chiapas, en Morazán o Chalatenango, en Nuevo Segovia o Chinandega, en Brasil de hambre, en Buenos Aires o Montevideo por la tortura. Esos que cayeron en combates siempre desiguales o que fueron desaparecidos son tan responsables de la paz que vivimos, de los sistemas políticos y las instituciones que hoy nos damos el lujo de demoler, como aquellos que lucharon sin las armas en la mano pero con una voluntad democrática indeclinable.

No quiero la guerra. Con sólo imaginar mi país convertido en escenario de combates me estremezco. Temo sin embargo, mi querido Héctor, que la clase política nos acerca irresponsablemente a la confrontación. Antes el contragolpe fue a causa de los norteamericanos. Tal como vamos hoy será, si se produce y parecen haber condiciones para que así sea, resultado del esfuerzo tenaz por prostituir la democracia de aquellos que ven al poder y al país sólo como botín.