lunes, 28 de diciembre de 2009

¿Noche de paz?

Para Rosalba a quien tanto queria.



Pase muchas navidades lejos de los míos en países en guerra compartiendo la zozobra de aquellos que sabían que la paz de esa noche era solo un artificio y que la muerte y la violencia agazapadas seguían ahí listas para saltar sobre ellos con renovados brios. Hoy con los míos, en mi patria, esa vieja zozobra se reanima solo que ahora la cámara, el oficio y las mínimas certezas que me acompañaban han desaparecido y la angustia de otros, que antes retrataba, es hoy la mía.

¿Qué paz ha de haber en esta noche con más de un millón de nuevos desempleados que se suman a los millones que batallan en las calles y no tienen con que llevar a casa la cena o los regalos y a los que la frustración y la impotencia hieren en lo más hondo?

¿Qué paz ha de haber con centenares de miles de familias en las que el padre o la madre, los hermanos o los hijos han debido partir al norte para tratar de encontrar una manera de sobrevivir y están entonces quebradas, separadas por un muro y un papel que les condena a la ilegalidad y les dice que habrán de ser muchas las navidades escindidas?

¿Qué paz ha de haber en esta noche sabiendo que muchos millones mas de mexicanos han engrosado, en estos últimos meses, la filas de quienes sobreviven apenas en la pobreza extrema y para los que la navidad no significa mas que la insultante certeza de en este país cortado de tajo por la desigualdad a otros, muy pocos, les toca de todo lo que la vida ofrece y a ellos, los mas, no les toca nada?

¿Qué paz ha de haber en esta noche cuando cientos de miles de mexicanos (soldados, policías, funcionarios judiciales, sicarios, narcomenudistas, capos, campesinos que cultivan mariguana o amapola, comerciantes extorsionados por los narcos, civiles que viven en la tierra de nadie) están involucrados, de alguna manera, o son victimas en una guerra sangrienta que amenaza con extenderse a todo el territorio nacional y prolongarse por años o por décadas y donde los enemigos combaten sin respeto a los mas elementales principios de humanidad y la barbarie, que ya rebasa todos los limites del horror, ha dejado de alguna manera de sorprendernos?.

¿Qué paz ha de haber cuando la simulación y la mentira, la ineficiencia y el cinismo son el modus operandi de nuestros gobernantes tan dados a culpar al mundo de lo que aquí sucede, tan incapaces de reconocer sus propias culpas y mientras –por acción u omisión del poder- continúa instalado entre nosotros el imperio de la corrupción y la impunidad?

¿Qué paz ha de haber cuando las fuerzas del estado, la que deberían actuar con la ley en la mano, en cuya civilidad tendríamos que confiar, en cuyo recto proceder deberíamos depositar las esperanzas del fin, algún día, de esta sangrienta confrontación actúan como los mismos narcos a los que combaten y envían ominosos mensajes con los despojos mortales de su enemigo?

¿Qué paz ha de haber cuando irresponsablemente o peor aun resultado de un designio estratégico, de la doctrina de la muerte ejemplar, las fuerzas del orden desatan la ley del talion, fortalecen en sus enemigos la moral de combate que pretendían minar y abren las puertas al terrorismo y a la barbarie?

¿Qué paz ha de haber cuando una familia entera –en el afán estéril, porque en estos casos la propaganda no sirve para nada, de homenajear al héroe caído- es exhibida en la pantalla y en las paginas de los diarios y a las pocas horas masacrada mientras los mandos que desataron el horror, los políticos que pretenden atribuirlo a empleados menores se mueven, blindados y tranquilos, rodeados de sus impresionantes dispositivos de seguridad?

¿Qué paz ha de haber mientras la muerte aquí; los granadazos, las ejecuciones sumarias, las masacres permiten que en New York o Los Ángeles, de donde siguen llegando los dólares y las armas y ante la mirada de un gobierno que tolera el consumo y no persigue a sus propios narcos, esta noche millones de norteamericanos se dispongan a enfrentar la depresión crónica de la nochebuena con una grapa de coca o un carrujo de mariguana llegado del sur, de nuestra tierra ensangrentada?

¿Y de que paz hablan los supuestos pastores, los altos jerarcas de la Iglesia católica, que predican, con estridencia, desde el pulpito y los medios de comunicación la intolerancia, el linchamiento de las minorías, lanzando furiosas anatemas y cerrando las puertas del cielo a los que llaman pecadores, perversos, seres desviados que actúan contra la naturaleza, mientras mantienen las puertas y las arcas de la iglesia abiertas a los narcotraficantes y cierran los ojos ante los curas pederastas?

¿De que paz hablamos esta noche? De una que hoy es solo espejismo pero por la que, en tanto que esperanza y derecho de todos, hay que luchar. De la que nace de la justicia y la democracia: entendida esta última como una herramienta efectiva para zanjar, para acortar la brecha de la desigualdad. Caldo de cultivo de los males que nos aquejan.

jueves, 17 de diciembre de 2009

LOS SALDOS DE CALDERÓN.

Conveniente y apenas oportuna resultó, para Felipe Calderón, la caída en un enfrentamiento en la Ciudad de Cuernavaca, de Arturo Beltrán Leyva. Con la cabeza del “jefe de jefes” en la mano, Calderón pasea ahora con la frente en alto en Copenhagen donde, aprovechando los reflectores apenas unas horas antes, había puesto sobre el tapete, con la iniciativa de reforma política, su última y más radical apuesta antes de que, tras “tres largos años”, termine su mandato.

Aunque no se puede desestimar la importancia del golpe que la armada de México ha dado al narcotráfico, lo cierto es que en las filas del crimen organizado, no bien ha muerto el capo mayor, se lanzan ya vivas a su sucesor. Y es que los liderazgos, en ese mundo, duran poco y se renuevan de inmediato.

A sangre y fuego se ganan; de igual manera se pierden: a veces debido a la acción de los cuerpos de seguridad, otras veces a manos de narcotraficantes rivales que o ejecutan ellos mismos las operaciones o bien filtran información al Estado que resulta, paradójicamente, defensor de sus intereses criminales.

El hecho de que el Chapo Guzmán, enemigo declarado de los Beltrán Leyva, quien se fugara en el sexenio de Fox del penal de alta seguridad de Puente Grande, se mantenga libre e impune y se vea beneficiado directamente por la desaparición de su rival, siembra para muchos la sombra de la sospecha sobre el éxito más grande obtenido en tres años de guerra.

¿Habremos vuelto a los tiempos en que el gobierno se aliaba con un cartel para perseguir a otros? ¿Habrá sido el Chapo quien entregó a Beltrán Leyva? Estas son las preguntas que muchos mexicanos –y no sin razón- comienzan a hacerse.

Mientras las críticas a la guerra declarada por Calderón arrecian y desde distintos flancos se habla de la necesidad de revisar la estrategia o, incluso, ante lo que se considera su fracaso rotundo, de modificarla sustancialmente; la caída de uno de los capos mas sanguinarios, la irrupción exitosa de la Marina como nuevo protagonista estelar, parece dar un respiro a un hombre urgido por conseguir una legitimidad que, de origen, no tiene y sobre la cual tendría que construir su legado.

Un hombre que se precipita a la segunda mitad de su sexenio con las manos vacías y que, de no producirse un milagro, habrá de ser de alguna manera el artífice de la restauración del antiguo régimen.

Con un saldo negativo de reformas frustradas, desempleo creciente, solo victorias parciales en su guerra contra el narco y la nación sumida en una crisis económica estructural y profunda que no puede ya atribuirse a causas externas, Calderón y su gobierno están destinados a dar por concluido el breve, frustrante y desangelado paso del PAN por la presidencia de la república.

No podía Felipe Calderón, su pena de entregar el país al crimen organizado, como lo hizo en un acto de flagrante traición a la patria Vicente Fox, menos que dar la batalla frontal contra los capos.

En las actuales circunstancias y frente a la tolerancia del gobierno de los Estados Unidos ante el consumo creciente de drogas en su territorio y su criminal ineficiencia en el combate a sus carteles locales, es esta una lucha por la sobrevivencia del Estado. O se libra sin cuartel o lo perdemos todo.

El problema es, sin embargo, el cariz político y propagandístico, que como a todos sus actos, imprime Calderón a esta lucha y cómo, además, debido a su cada vez más evidente perfil autoritario, la ha convertido en una guerra parcial que se libra sólo a balazos y cuyas victorias, por tanto, están condenadas a ser de muy poco calado.

Una guerra así en la que se atacan sólo los efectos y no las causas está destinada a perpetuarse, a volverse, una forma de vida.

Olvidándose de combatir las razones que hacen que miles de jóvenes se sumen al narco, sin una política de salud pública coherente e integral que atienda el creciente consumo local, sin instrumentos eficientes para desmontar el poder económico y financiero de los capos, Calderón ha terminado por hacer de la exhibición de la fuerza pública en las calles el instrumento fundamental de su estrategia de legitimación.

La guerra para Felipe Calderón y los suyos, parafraseando a Claussewitz, es la lucha político-electoral por otros medios.

Porque aun en este quehacer sustantivo, en el que está en juego la viabilidad de la nación, cargan los dados. El combate al narco es utilizado como arma con la que se beneficia, por omisión incluso como en el caso del gobernador panista de Morelos, a los aliados y se perjudica a los adversarios políticos.

Además, claro, de la utilización del miedo, el factor de la inseguridad y la mano dura del gobernante, a la usanza de los regímenes fascistas, como herramienta propagandística primordial; la reedición pues, en verde olivo, del “peligro para México” que es preciso conjurar.

Así enfrentó Felipe Calderón en el 2006 a López Obrador. Así, al parecer, se prepara para enfrentar en el 2012 al hombre, que con la bendición papal, intentará ganar las elecciones y llevarnos de nuevo al pasado.


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jueves, 10 de diciembre de 2009

EL NOBEL DE LA PAZ A UN GUERRERO

Con la finta se fueron los académicos. Premiaron la esperanza; los traicionaron la realidad, la inercia, el fundamentalismo religioso, los intereses geopolíticos de la primera potencia de la tierra y este jueves, en Estocolmo, al recibir el Nobel de la Paz Barak Obama no sólo habló de guerra; de “guerra justa”, de “guerra necesaria”, pero de guerra al fin, sino que, además, instalado en el papel de guardián de la civilización occidental, de superpolicía del mundo, se dio el lujo de lanzar advertencias, desde la misma tribuna donde su esfuerzo por la paz era premiado, a Irán, a Norcorea: “Aquellos regímenes –amenazó- que rompen las reglas deber ser responsabilizados. Las sanciones deben demandar un precio real”.

Pero no sólo los académicos se fueron con la finta; también una buena parte de los electores norteamericanos que pensaban que con Obama dejarían de morir estadounidenses en Afganistán.

Con la bandera de la paz sacó Obama a los republicanos de la Casa Blanca. Prometió mucho; incumplió en casi todo. La prisión de Guantánamo sigue abierta y las violaciones a los derechos humanos de quienes están ahí detenidos se siguen violando. Prometió que iniciaría una retirada de las tropas destacadas en Irak y Afganistán y ha solicitado al congreso enviar 30 mil hombres más a esta última nación.

Las guerras, suele decirse en Estados Unidos, las desatan los republicanos pero las libran a fondo los demócratas. Y es que si el fundamentalismo de los primeros los lleva a perseguir villanos por el mundo entero, los segundos no han encontrado jamás la forma correcta de salirse del embrollo.

Moderan el lenguaje, se presentan ante el mundo como más tolerantes y abiertos pero, convencidos quizás de que sus promesas de campaña legitiman sus actos, los tiñen de un color más amable, siguen adelante por la misma senda y con el garrote en la mano.

Así como Lyndon Johnson escaló la guerra de Viet Nam toca hoy a Obama hacer lo propio en Afganistán. Con Kennedy primero y Johnson después comenzaron los bombardeos masivos a Cambodia y luego, ante el fracaso de las misiones aéreas, centenares de miles de soldados fueron enviados a combatir al sudeste asiático.

Con Richard Nixon los norteamericanos jugaban más bien un rol secundario en el conflicto vietnamita; tocó a los demócratas asumir el protagonismo en la conducción de la guerra. ¿Tocará a Obama ahora extender la guerra a Pakistán? ¿Se verá forzado, ante la corrupción e ineficiencia de sus aliados locales, a reconocer como inviable el proceso de transferencia del mando al gobierno afgano sobre el cual descansa su estrategia de salida? ¿Deberá entonces incendiar toda la región en su inútil esfuerzo por doblegar a los rebeldes?

Habló, además, el mandatario premiado, de los “estándares morales” que siguen los Estados Unidos en la guerra. “Esa –dijo- es una fuente de nuestra fortaleza” para afirmar después que por esa razón prohibió la tortura, ordenó el cierre de la prisión de Guantánamo y refrendó el respeto de su país a la Convención de Ginebra. Olvida convenientemente, el Presidente norteamericano, la forma en que las fuerzas armadas que comanda suelen librar hasta las batallas más insignificantes, el despliegue masivo de tropas que hacen a la menor provocación, el inmenso poder de fuego que suelen empeñar y el nulo valor que para ellas tiene la vida de los civiles extranjeros; “bajas colaterales” al fin y al cabo.

Es cierto que Obama heredó un problema irresoluble. La tragedia de los Estados Unidos –y del mundo- es que se meten muy rápido en guerras de las que luego tardan décadas en salir. Así como entró George Bush hijo, en cumplimiento de un destino manifiesto, a Irak; como un relámpago; así van a quedarse ahí sus sucesores por muy largo tiempo.

En la euforia de la victoria, sin pensarlo siquiera, desmantelaron los norteamericanos al ejército de Sadam y se quedaron sin interlocutores y sin un brazo armado local. En el frenesí de la venganza se lanzaron contra el régimen talibán; sin urdir antes una red de alianzas ni comprometer seriamente al gobierno pakistaní en la lucha. Saltaron al abismo en los dos casos.

Por sus propios errores, a causa de las deficiencias de su propia doctrina, están ahora empantanados en ambos países. Mientras más se muevan en esas arenas movedizas –y eso se le escapa a Obama- más van a hundirse.

El empleo desproporcionado de la fuerza, necesario para proteger a los 100 mil soldados desplegados en el terreno de combate, por otro lado, no hará sino potenciar el odio existente en el mundo islámico e incrementar exponencialmente el peligro de atentados en territorio estadounidense. El costo de la seguridad de unos cuantos será el riesgo al que se somete a millones.

Se equivocaron los académicos al premiar a un presidente que no puede hacer la paz. Se equivoca ese Presidente al creer que empeñando más fuerza conseguirá salir más rápido del atolladero. Al tiempo que lleva más “carne al asador”, aviva el fuego de la rebelión, alimenta el fanatismo y hace aun más honda la herida, más profunda la brecha.


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jueves, 3 de diciembre de 2009

CORTAR EL PUENTE

Segunda y última parte

A Monseñor Oscar Arnulfo Romero lo mandó asesinar, el 24 de marzo de 1980, Roberto Dabuisson, el creador de los escuadrones de la muerte en El Salvador, para, según él, cortarle la cabeza a la subversión comunista e impedir que la guerrilla creciera y se consolidara. Se equivocó el asesino. Pensaba que masacrando unas 30 mil personas, el arzobispo incluido, desmontaría a sangre y fuego el incipiente levantamiento popular. No sucedió así. Con la muerte de Romero el país se precipitó a la guerra civil. No impidió pues Dabuisson el crecimiento de la insurgencia. Con su crimen, por el contrario, nació formalmente el ejército rebelde.

A Ignacio Ellacuria y sus cinco compañeros jesuitas los mandó asesinar, el 16 de noviembre de 1989, el alto mando del ejército salvadoreño con el propósito de impedir que, a través de Ellacuria, se concretara un cese al fuego con la guerrilla cuando esta tenía en su poder tres cuartas partes de la capital salvadoreña. Se equivocaron de nuevo los asesinos. Su crimen terminó por erosionar el apoyo, hasta entonces incondicional de los norteamericanos al régimen y abrió la puerta de entrada, como mediador en el proceso de negociación, a la Organización de las Naciones Unidas.

Si con la muerte de Romero estallaron formalmente las hostilidades; con la muerte de Ellacuria se impuso finalmente un proceso de diálogo y negociación irreversible. Matar al Obispo desató la guerra. Matar al sacerdote jesuita la paz. Ambos religiosos, con su sangre, contribuyeron a la construcción de nuevos horizontes de justicia y democracia en El Salvador.

Qué lejos nuestros altos jerarcas religiosos; apóstoles de la intolerancia, servidores de los poderosos, encubridores de pederastas de aquellos hombres de Dios que supieron servir a su pueblo y escoger de qué lado debían ponerse. Qué lejos de Romero y Ellacuria estos cardenales, obispos y clérigos mexicanos que promueven la criminalización de la mujer que decide libremente sobre su cuerpo, cierran las puertas del cielo a los homosexuales, se postran frente al dinero y predican, desde el púlpito, el autoritarismo.

Cuánto recuerdan, los prelados mexicanos de hoy, a los obispos españoles que levantando el brazo hacían el saludo fascista y daban su bendición al baño de sangre desatado por Francisco Franco, “caudillo de España por la gracia de Dios”.

Es por sus acciones y omisiones; por su vergonzante papel que vale también la pena mirar de nuevo esos terribles y también luminosos sucesos en El Salvador.

Si de algo sirve la memoria de esos hechos es para eso; para comparar, para evocar, para revivir, para hacer un homenaje en estos tiempos de canalla, que diría Lilian Hellman, a aquellos que tuvieron el coraje de vivir y morir por una causa justa.

No cumplió el Mayor Roberto Dabuisson su propósito; con el nacimiento del ejército guerrillero esos que eran masacrados impunemente por los escuadrones de la muerte comenzaron a defenderse y a arrinconar a los asesinos.

Tampoco los miembros del alto mando del ejército salvadoreño cumplieron su objetivo. Impidieron, ciertamente y cito textualmente fuentes militares que me contaron hace años el crimen con detalles, la “humillante derrota” que, con la mediación de Ellacuria, habría de significar un cese al fuego que, vuelvo a citar, “libanizara” el país, pero, señalados por el mundo entero como asesinos, aislados y débiles, se vieron forzados, apenas unos meses después, a firmar la paz.

Una paz que les hizo más daño incluso que los más fieros combates. Resultado de los acuerdos el ejército se vio obligado a depurarse, a disolver los batallones de infantería de reacción inmediata, la policía de hacienda, la policía de aduanas y la guardia nacional y a compartir con la guerrilla el mando de una nueva policía nacional civil; integrada por exmilitares, exguerrilleros y nuevos reclutas.

Infringir tal cantidad de bajas al ejército gubernamental hubiera sido casi imposible al FMLN aun si este hubiera combatido, que lo hizo siempre, hasta obtener una aplastante victoria militar sobre su enemigo.

El padre Ignacio Ellacuria, a quien tuve el privilegio de conocer y a quien hoy recuerdo con emoción, sabía eso muy bien. Estaba claro de que esa guerra; esa guerra impuesta, necesaria, se ganaría no por el camino de las armas sino por el camino del diálogo y la negociación.

Esa fue su lucha; la de hacer que la palabra prevaleciera, tuviera de nuevo en El Salvador, peso, majestad, sentido y que además valiera para todos.
Si Monseñor Romero fue “la voz de los sin voz” Ellacuria fue la palabra que se impone sobre el tronar de los fusiles.

Él estaba convencido –y su tarea, la que le costó la vida, fue convencer a los demás- de que quien ha combatido sin tregua y negocia con dignidad, anteponiendo a sus intereses y convicciones ideológicas el bien de la nación, ni se rinde ni traiciona.

Cortar el puente era el propósito de sus asesinos; no hicieron sino abrir una avenida. Por ella, precisamente, accedió Mauricio Funes al poder.


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