jueves, 23 de diciembre de 2010

CELEBRAR LA VIDA

“Se trata de una lucha entre los que piensan que
la justicia, entiéndase lo que se entienda por
dicha palabra, es más importante que la vida,
y aquellos que, como nosotros, pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o credos”.
“Contra el fanatismo” Amos Oz

Hoy es Noche buena y –como sucede cada año- anda la paz en boca de todos. Está de moda desearla a los demás, planteársela como propósito familiar y personal. Nada, sin embargo, más lejos de nosotros que la paz en este país, donde el respeto a la vida, parece haberse perdido y donde anda la muerte armada cobrando víctimas por todos lados.

Siembra el narco la muerte con la droga que distribuye, sobre todo entre los jóvenes y las balas que tan pródiga e indiscriminadamente reparte. La muerte con escándalo, la muerte ejemplar, la muerte como instrumento para que el terror se extienda entre nosotros y puedan ellos hacerse del país.

Siembran la muerte, la desigualdad, la falta de bienestar y oportunidades, la pérdida de la esperanza entre muchos que hoy, sin pensarlo demasiado, extienden la mano, toman el arma e inmersos en una subcultura que exalta a los capos, se deciden a emularlos.

Celebra, o casi, el poder la muerte, urgido de legitimación, sometido a presiones propagandísticas, inmerso ya en la lógica electoral y en la justificación de sus trágicos desaciertos, criminalizando de tajo y con brutal ligereza –“se matan entre ellos” aduce el mismo Felipe Calderón- a las más de 30 mil víctimas que la guerra contra el narco ha producido.

Celebra, o casi, el poder la muerte, sitiado por su ineficiencia, incapaz de ver soluciones que no sean las que propone, las que a sus intereses conviene. Limitado a responder militarmente a un problema que, sólo por la fuerza de las armas, no habrá de resolverse jamás.

Desayunamos con decapitados, almorzamos con masacres, cenamos con crímenes impunes que aunque se acumulan uno tras otro, se olvidan muy pronto, en lo que sobreviene el próximo escándalo, la próxima tragedia.

Todo se reduce a la estadística, a muertos sin nombre y sin historia. Perdidas ya la capacidad de asombro, de indignación, de organización social frente a la violencia dejamos que la muerte, porque a ella nos hemos acostumbrado, se cuele, todos los días, en nuestras casas.

Y como cunde el miedo cunde también la intolerancia y hay cada vez más voces que se alzan pidiendo mano firme, castigo expedito, muerte para los delincuentes.

Transformase así, para muchos, la justicia en venganza y de pedir la muerte del criminal se pasa, porque en la guerra sucia electoral así se opera, a pedir también la muerte de quien se atreve a sostener una posición critica ante la estrategia gubernamental.

Desfondadas, ante los ciudadanos, las instituciones no ofrecen ya alternativas y amenaza la ley de la selva con instalarse entre nosotros.
Como es “entre ellos que se matan” nadie se preocupa por abrir siquiera una averiguación previa.

La “justicia”, como dice el epígrafe de este escrito, entiéndase lo que se entienda por dicha palabra, es ya, entre nosotros, mucho más importante que la vida.

Si una madre, como Marisela Escobedo clama justicia ante el mismo palacio de Gobierno, las puertas del palacio se cierran ante ella y un sicario ahí mismo le pega un tiro en la cabeza. Poco habrá de durar el escándalo, piensan y quizás con razón los gobernantes.

Y si migrantes centroamericanos, si el padre Alejandro Solalinde, en la ruta ya del martirio, del mismo martirio de Monseñor Romero. Si los gobiernos de Honduras, El Salvador y Guatemala denuncian el secuestro de 50 personas, en este país donde hace muy poco fueron masacrados 72 migrantes, nada se hace para atender esas voces que se alzan.

Los hechos se niegan. El gobierno federal se ofende y luego, final y tardíamente, promete investigar. Botón de muestra de la falta de respeto por la vida fue el trato dado, por ese mismo poder, a los cuerpos de los 72 migrantes asesinados por los Zetas.

La crisis humanitaria, “el holocausto” que Solalinde trata, según él mismo lo declara, de “visibilizar”, es como la tragedia de tantos otros connacionales, que no son parte de la historia, que no tienen nombre y apellido relevante, totalmente invisible.

No podemos seguir así. Hemos de luchar, en ello nos va la sobrevivencia como nación, nuestra dignidad como ciudadanos, nuestra integridad personal para recuperar y defender, sobre todas las cosas, el valor de la vida.

Ha de ser esta y como dice Amos Oz lo más importante, lo más prioritario; lo que esta por encima de ideologías, credos y convicciones. En eso, en la celebración de la vida, es que hay que unirnos.


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jueves, 16 de diciembre de 2010

Rosalba o el heroísmo cotidiano

Texto publicado el 23 de diciembre de 2005


"Tanto dolor se agrupa
en mi costado
que por doler me duele
hasta el aliento".
Miguel Hernández

Este 20 de diciembre, a los 40 años, en la Ciudad de México, su ciudad y la mía, murió también como de rayo Rosalba Ibarra Almada, mi hermana, a quien tantos y tanto queríamos.

Mentira que hubiera vivido atada a una silla de ruedas: ella volaba. Mentira también que la máquina de hemodiálisis la encadenara: ella ahí postrada era la libertad misma.

Alguien, en un cariñoso pero vano intento de consuelo, me dijo: "Ya descansa de sus sufrimientos". "El problema -le contesté- es que ella no quería descansar todavía, quería seguir luchando".

Los héroes, como ella, ni saben ni quieren descansar. Lo suyo es la lucha, no la conformidad. No pueden, no aprendieron jamás a resignarse. No se acomodan. No se rinden.

Por eso la vida, las ganas de vivir más bien, que siempre le sobraban a Rosalba, se imponían con su fuerza a la dictadura que aquél, su pequeño cuerpecito maltrecho, trataba inútilmente de imponerle.

No hubo a lo largo de su vida dolor que le fuera ajeno. Desde que nació la enfermedad no le dio tregua. Uno tras otro, implacables, se sumaban los padecimientos más agudos, más graves cada vez, ensañándose con ella. Siempre había algo peor aguardando en su camino.

Visitante constante de quirófanos y hospitales del brazo de mi madre, andaban las dos siempre iluminando con su esperanza a toda prueba esos fríos lugares donde más de uno, entre las decenas de especialistas que la atendieron, pronosticaba su inminente muerte.

Otros, apabullados por la tragedia, habrían convertido, hundidos en la desesperanza, la amargura y la autocompasión, ese peregrinaje en una sola, larga y oscura pena. Rosalba no. Sabía que ese era el camino, había que hacerlo con alegría y con fuerza y a otra cosa.

Muchos solían decir al verla, más aun al mirar su expediente plagado de condenas a muerte no cumplidas: "¡Es que vive de milagro!", qué va, estaban equivocados. No vivía de milagro, ella era el milagro.

Sé que de los muertos suelen decirse grandes cosas. Más todavía de nuestros muertos, de aquellos que nos duelen y además tanto.

Y, sin embargo, yo que he mirado cómo los hombres en la guerra son capaces de las más grandes hazañas y las más oscuras villanías; yo que he tenido el privilegio de registrar momentos culminantes de la lucha social, de esa lucha de la que el Che Guevara dice que a fin de cuentas no es sino obra de amor; yo que he tratado en vano de descifrar el misterio del heroísmo, que me he preguntado, tantas veces, cómo es que surgen aquellos locos, aquellos santos, aquellos iluminados que dicen: "Cambiemos el mundo", y no conformes con decirlo se lanzan a hacerlo pagando con su vida esa osadía.

Yo, digo, que he filmado tantos funerales, con ese inevitable cinismo del que te va revistiendo la costumbre, con esa distancia obligada en la que te coloca el periodismo, con esa capa de frialdad que debes ir tejiendo, so pena de desmoronarte y para no caer de bruces ante tanto dolor acumulado.

Yo, Epigmenio Ibarra, combatiendo sin demasiado éxito con las palabras que escribo, con la sensación de que impúdicamente desnudo mis sentimientos ante el lector, pero con la certeza de que es ésta mi obligación, debo hoy decir y aun a riesgo de que se piense que exagero y que es natural que así lo haga pues se trata de mi hermana, debo decir, insisto, que entre los grandes héroes a cuya vida y muerte me he aproximado, de quienes he sabido por los libros, a quienes he aprendido a amar y respetar, los que iluminan mi camino, el camino de los hombres, ahí, entre ellos, está mi hermana queridísima Rosalba Ibarra Almada.

Qué dolor y qué orgullo, qué privilegio el haberla tenido tan cerca tantos años. Qué frío el que se siente al saberla para siempre ausente. Fue la suya, como ninguna, una vida plagada de heroísmo. Difícil de imitar. Imposible de olvidar.

Pero junto a esa Rosalba que se nos fue, por cuya muerte, la muerte, y pese a las muchas y anticipadas predicciones de los médicos, ha de sentir vergüenza, pues ha cometido un artero asesinato. Junto a esa Rosalba, digo, junto a ella, fundida con ella todos los días, todas las noches durante 40 años siempre atenta, solícita, amorosa, siempre ahí junto a Rosalba, otra Rosalba, nuestra madre. Ajena también a la autocompasión. Lista, por el contrario, siempre para brindar consuelo.

Espejo de los padecimientos, mano sobre la herida, sonrisa que apacigua, constancia y firmeza que consuelan. Rosalba y Rosalba. Madre e hija. Dolor sobre dolor que sumados se vuelven alegría. ¿Quién puede entender ese misterio? ¿Y quién puede, por Dios, imaginar a la una sin la otra?

"Escucha a Rosalba, te va a hablar", me dijo ante su ataúd un querido amigo.

Y es eso lo que voy a hacer. A eso lo invito, amigo lector: a estar atento a esa voz, al amoroso, tenaz, incansable llamado a celebrar la vida, haciéndola más justa, más libre, más digna.
Mentira pues, insisto, y así termino, que Rosalba hubiera vivido atada a su silla de ruedas. ¡Qué va!

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jueves, 9 de diciembre de 2010

CRÓNICA DE UN SUICIDIO ANUNCIADO

Tercera y última parte

Quizás son los orígenes priistas de muchos de sus dirigentes; quizás también el resultado del ejercicio del poder y el descubrimiento de las ventajas de vivir de la nómina o bien el hecho de que, mimetizados con el sistema político mexicano, los antiguos luchadores sociales, hicieron finalmente suyos usos y costumbres contra los que antes combatieron.

Lo cierto, en todo caso, es que la izquierda mexicana se ha transformado, tristemente, en sólo un aparato electoral más y peor todavía en un aparato que, centrando sus aspiraciones, como los demás, exclusivamente en los comicios no tiene, a estas alturas y por esa vía, ni siquiera perspectivas de victoria.

De la creatividad y la audacia, del compromiso con la transformación del país, de la capacidad de formular un proyecto coherente de nación y de comunicarlo con inteligencia y emoción a grandes capas de la población, de ese viento fresco del que hablaba Flores Magón, de ese impulso ético inclaudicable no queda hoy, en las filas de la izquierda, prácticamente nada.

La sucesión presidencial del 2012, la disputa por la candidatura de la izquierda, las maquinaciones para lograr esa posición a toda costa y las maniobras para cerrarle el paso a posibles adversarios son lo único de lo que, como en cualquier otra agrupación política tradicional, se ocupan dirigencias de tribus, facciones, movimientos y partidos.

Nada más allá de los comicios, de su propio futuro personal, del cargo, la curul a la que se aspira, el presupuesto que habrán de ejercer mueve a los jerarcas de esta izquierda burocratizada que, por esta misma razón, en nada parece distinguirse ya de las otras fuerzas políticas.

Y como ese, conseguir un puñado de votos, parece ser su único objetivo, son las organizaciones, partidos y movimientos de la izquierda sin excepción como los demás partidos, rehenes de mercadólogos y charlatanes.

Ahí donde antes había ideas hoy hay sólo slogans. El lenguaje publicitario, el del vendedor, el del propagandista que apuesta a pulsar los más primitivos instintos sustituye a las grandes propuestas de transformación del país. De ahí el alejamiento con los jóvenes que, precisamente por ser jóvenes y como decía León Felipe, “ya se saben todos los cuentos”.

¿Qué lejos ha quedado la izquierda de aquel intento de asalto al cielo, de aquellas movilizaciones marcadas por la imaginación y la creatividad desbordadas? La corbata ha estrangulado a los dirigentes; las vallas metálicas en las plazas a las masas.

Lejos están las jornadas del 88 y el 97. Lejos también las multitudinarias manifestaciones contra el desafuero. Pudieron tanto Cárdenas como López Obrador haber convocado a la insurrección. En un gesto que los honra, apostaron por la paz y la transformación institucional del país, se perdieron, sin embargo, ambos, en los meandros de la burocracia electoral.

Ahí donde antes la izquierda significaba esperanza es ahora costumbre y desprestigio. Donde sus dirigentes marcaban la diferencia por su integridad, su creatividad, su arrojo son ahora, iguales a aquellos que representan lo que la gente ya ni escucha, ni respeta.

Todo parece reducirse, para unos y otros dentro de la izquierda y como hacen quienes antes eran sus enemigos ideológicos, al más grosero cálculo electoral, a la rebatinga de cuotas de poder, de clientelas, de prerrogativas. Sólo por el voto vienen a la gente; una vez obtenido se van dejando a esa misma gente en la estacada.

En función de esto, de esta mentalidad de aparato electoral, es que se establecen alianzas contra natura o se rompe la vinculación con un programa político que tenga aun significado real para la población, con un cuerpo de principios que produzca admiración y respeto. Todo es fuego de artificio; maniobra de imagen pública.

Se han producido así aberraciones como la utilización y colocación de personajes como Juanito en el poder delegacional o ese esfuerzo suicida de pavimentación del camino del PAN a la presidencia mediante alianzas regionales con ese partido que ha frustrado la transición a la democracia y traicionado, desde Vicente Fox, el mandato recibido en las urnas.

Paso a paso la izquierda camina a su autodestrucción. Cegados por la ambición; por ese puñado de votos que, si siguen por este camino, nunca conseguirán, los dirigentes van demoliendo hasta sus propios cimientos no sólo esfuerzos y organizaciones construidas con el sacrificio y la sangre de generaciones de militantes y luchadores de la izquierda sino, sobre todo, las posibilidades reales de una transformación profunda del país.
Despiadados consigo mismos han de ser quienes en la izquierda militan, feroces en la autocrítica, lúcidos y devastadores en el análisis. En el espejo que los refleja como profesionales de la derrota han de mirarse sin complacencia alguna. Sólo de ese ejercicio puede surgir de nuevo la esperanza. Nadie entre ellos está libre de culpa y serán, todos ellos, si no actúan en consecuencia, responsables de que el país siga siendo el botín que se reparten el PAN y el PRI a su antojo.

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jueves, 2 de diciembre de 2010

CRONICA DE UN SUICIDIO ANUNCIADO

2ª. de tres partes

No resiste la izquierda electoral mexicana, o lo que queda de ella y pese a tener significados diametralmente opuestos, ni la derrota, ni la victoria. Ambos fenómenos producen en ella una erosión profunda y acelerada. La separan, la rompen, la hacen campo fértil para la discordia, la ponen en la ruta de la auto demolición.

Los instintos suicidas, tan característicos en la historia de la izquierda mundial, se multiplican en la izquierda mexicana a tal grado, tanto por el éxito como por el fracaso electoral, que terminan haciendo, sus propios dirigentes y militantes, el trabajo sucio de la derecha.

Y si quienes preconizan, con el pretexto de cerrar el paso al PRI, alianzas, por ahora estatales con el PAN, se anudan al cuello un lazo con el que habrán, a un tiempo, de ahorcarse y de facilitar el mantenimiento de la derecha en el poder, los otros, los que a estas alianzas se oponen, tienen ya la pistola, por ellos mismos cargada y sostenida, amartillada en la sien.

Dice un amigo europeo que la tragedia del país estriba que, en el 2006, ni el PAN estaba preparado para ganar, ni el PRD de López Obrado preparado para perder. Ambas fuerzas, al final, fueron tomadas por sorpresa y somos todos los que estamos pagando las consecuencias.

Relativamente sencillo, sin embargo, ha sido para el PAN y para Felipe Calderón, desde el poder hacerse a la idea de que gobierna. Tienen muletas para hacerlo; los barones del dinero, la Iglesia y sobre todo la TV, a la que sirven, ante la cual han bajado la testa, mal que bien les han marcado el rumbo.

No es este el caso de la izquierda. La pérdida de la presidencia que sentían, luego de las jornadas épicas y victoriosas del desafuero, prácticamente en el bolsillo, tuvo en ellos un efecto devastador.

Confiado, soberbio, López Obrador minimizó durante la campaña electoral la fuerza letal de los ataques de la derecha. Atento a los números de las encuestas, mirándose en el espejo de las plazas llenas se olvidó de que, esas mismas plazas llenas, no significan necesariamente urnas repletas a favor de ese candidato al que masas vitorean en los mítines.

Menos todavía cuando la TV, el dinero y el púlpito unidos manipulan, haciendo uso de su enorme poder e influencia, a la ciudadanía, cultivando, fomentando en ella el miedo y la zozobra y haciendo brotar los instintos más primitivos para revertir, a veces en los últimos minutos, justo cuando el ciudadano está en la urna a punto de cruzar la boleta, el sentido del voto.

No tuvo López Obrador a nadie, dentro de su equipo, que fuera capaz de decirle “no”, “ese no es el camino”. Lo dejaron, de alguna manera, hundirse. Y esas cuentas, la de esa irresponsabilidad, las de esa ineficiencia de su equipo, ni fueran presentadas por sus colaboradores, ni les fueron exigidas por el dirigente.

Todos se sentían ya en Palacio y en consecuencia obraron. Nadie entre ellos se hizo cargo de los errores. Instalados en la denuncia del fraude, que sí lo hubo pero pudo evitarse, se olvidaron de que ellos mismos, ocupados en el reparto anticipado del poder, cedieron posiciones estratégicas y permitieron a la derecha asestar el golpe.

La unidad en torno a López Obrador estaba fincada en las esperanzas de victoria y no en el compromiso común de transformación del país. Casi el mismo día de las elecciones comenzó la desbandada.

Si los hoy “aliancistas” se quedaron todavía un tiempo a su lado fue mientras creyeron que había alguna posibilidad de revertir el resultado. Luego, ya en sus curules, se apresuraron a tender la mano al vencedor y buscar su tajada del pastel.

Enfrascados como estaban, los dirigentes de la coalición opositora, en negociar las parcelas de un poder que todavía no conquistaban descuidaron el trabajo organizativo. El aparato magisterial de Elba Esther Gordillo aprovechó el vacío e insertó en miles de casillas electorales a sus operadores.

Tampoco de esto y más allá del ejercicio autocrítico de López Obrador, que si reconoció después de un tiempo esta falla, nadie en su equipo se ha hecho cargo.

El propio discurso del candidato opositor, por otro lado, fue, antes de eso, la materia prima de los ataques de los medios masivos de comunicación. Los propagandistas del PAN, siguiendo la ruta de Goebbels, tuvieron a su disposición elementos suficientes para orquestar la guerra sucia.



Fue la elocuencia de López Obrador, buena para el calor y la distancia de la plaza, pésima para la frialdad, la cercanía y la capacidad de escrutinio de la pantalla, la que permitió –y aun permite- a la TV y a muchos medios escritos caracterizarlo, con éxito y ante millones de ciudadanos, como “un peligro para México”.

Más que su programa político lo que causa temor, lo que era y sigue siendo explotado por los propagandistas, es su tono. Más daño hacia –y hace- su retórica encendida que sus ideas y propuestas de gobierno y tanto que pocos le reconocen su enorme esfuerzo para mantener la paz en este país.

Pero de eso –de la institucionalidad de López Obrador y también de Cuauhtémoc Cárdenas- y del camino que puede haber para la izquierda hablaremos la próxima semana.


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jueves, 25 de noviembre de 2010

CRÓNICA DE UN SUICIDIO ANUNCIADO

Primera parte

“De escultores y no de sastres es la tarea.”
Miguel de Unamuno


Pulverizada, la izquierda electoral mexicana, avanza aceleradamente hacia su auto-destrucción. Es la suya, la que con sus yerros y contradicciones cotidianas construye y parafraseando a Gabriel García Márquez, la crónica de un suicidio anunciado.

Dilapidan así dirigentes de partidos, o lo que queda de ellos, tribus, facciones y movimientos un capital político que no les pertenece. Dan la espalda a lucha histórica de centenares de miles de mexicanos. Traicionan la herencia de combate de quienes por la construcción de un México más democrático, libre y equitativo dieron en muchos casos la vida, enfrentaron la represión, la tortura y la cárcel.

Olvidan, también, los ideales, los principios, la audacia, la imaginación, el compromiso y la generosidad en torno a los cuales –y luego de un largo proceso- se unificaron distintas corrientes de pensamiento y acción hasta convertirse en una opción real de poder y en una fuerza efectiva de transformación de la realidad nacional.

A la búsqueda de un puñado de votos, de unos puestos en la nómina, de una tajada del presupuesto que les permita mantener vivos sus membretes se olvidan de la gente y sus demandas y atienden sólo a sus respectivas clientelas.

Postergan y en muchos casos olvidan, movidos sólo por sus ambiciones particulares, la defensa de los intereses de las grandes mayorías y traicionan las esperanzas en ellos depositadas por millones de mexicanos que, elección tras elección, les han favorecido con su voto.

Se dan el lujo de asumir de golpe los usos y costumbres de un sistema político marcado por la manipulación, el engaño y la retórica hueca. Echan por la borda un prestigio ganado con sangre y sacrificio y se alejan cada vez más de la gente haciéndose parte, fundiéndose con ella, de una clase política a la que el mexicano mira –y con razón- con desconfianza y desprecio.
Dan la espalda a los jóvenes que hoy, más lejos de ellos que nunca, no perciben en su lenguaje ni la osadía, ni la frescura, ni la creatividad necesaria para cambiar al mundo. No son ya, casi para ningún sector de la población, la esperanza sino la costumbre. El mismo que sólo viene a buscar el voto y luego desaparece en palacio.

El puesto, la suburban blindada, la nube de ayudantes, el celular, la simulación ante los medios, la mentalidad de aparato, el boato del poder sustituyen ese impulso ético esencial que hizo de la izquierda mexicana, en otros tiempos, un ariete fundamental en la lucha por la democratización del país.

Enfrascados en sus disputas internas hacen además el juego a quienes, desde el poder, el púlpito, la pantalla de la TV llevan años denostando a la izquierda, a sus dirigentes, sus luchas y sus causas. Con enorme eficiencia, con devoción casi, se encargan ahora ellos mismos del trabajo sucio de la demolición de lo que tendría que ser alternativa real al modelo neoliberal.

Allá ellos si se quieren, como lo están haciendo, darse un tiro en la sien. Lástima que en su impulso suicida nos arrastren a todos. No puede más el país sin un contrapeso efectivo a las políticas que, juntos, porque son socios y cogobiernan, no importando cuál de ellos ocupe la silla presidencial, han impuesto, durante décadas, el PRI y el PAN.

No parece, desgraciadamente, en este panorama desolador de la izquierda electoral, haber nadie que se salve y todo indica que, si no se producen cambios profundos en su manera de actuar y de pensar, terminarán, desde sus posiciones antagónicas, contribuyendo a la restauración del antiguo régimen o peor todavía a la consolidación de un nuevo proyecto autoritario y ultraconservador con el PAN, de nuevo, en la presidencia.

Preconizan unos, de los otros hablaremos la próxima semana, las alianzas con el PAN con el pretexto de cerrar el paso a quienes en la práctica y desde hace doce años cogobiernan con él. Esgrimen como coartada la disolución de cacicazgos regionales mientras terminan por apoyar y fortalecer a uno de los componentes esenciales de eses mismos cacicazgos.

¿Cómo aliarse, pregunto, con aquellos que traicionando el mandato recibido en las urnas, frustraron la transición a la democracia? ¿Cómo aliarse con los que desataron la guerra sucia, sembraron la discordia, metieron ilegalmente las manos en los comicios presidenciales del 2006 y burlaron la voluntad popular?

¿Cómo aliarse con aquellos que, con el propósito de hacerse de una legitimidad que de origen no tienen, se vistieron de general y lanzaron al país al abismo? ¿Cómo aliarse con aquellos que, instalados en el autoritarismo, han mostrado un brutal y sistemático desprecio por la vida y con esos que, de un plumazo, han decretado la impunidad de los asesinos de casi treinta mil personas, recurriendo al expediente de criminalización de las víctimas?


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jueves, 18 de noviembre de 2010

DE ELLIOT NESS A JACK BAUER

No está Felipe Calderón Hinojosa, como el General de Gabriel García Márquez, perdido en su laberinto sino, civil al fin disfrazado de comandante y empeñado en librar una guerra, a su manera y sin perspectivas de victoria, sitiado en su bunker.

Lástima que las consecuencias de este asedio que se adivina será muy prolongado –de 20 años de guerra habla el zar antidroga norteamericano-, para desgracia del país, no las sufra el mismo Calderón, que protegido y rodeado de “todos los juguetes”, ni siquiera visita con oportunidad y constancia las zonas en conflicto sino muchos millones de mexicanos.

Mexicanos que viven en la zozobra y se saben amenazados tanto por criminales desalmados y sanguinarios que operan impunemente como por las fuerzas federales, que, sin la preparación adecuada, desplegados masivamente y sin disciplina de fuego, primero disparan y luego averiguan.

Adicto como es a la propaganda; esclavo de su “imagen pública” ha transitado Calderón con gran velocidad de la comparación con una figura de la lucha antimafia en Chicago de los años veinte, el mítico Elliot Ness a la identificación, subliminal si se quiere pero cuidadosamente buscada, con el execrable héroe de acción, de la serie norteamericana “24”, Jack Bauer.

Es este personaje de ficción un apologista de la tortura, el señor por excelencia de los “daños colaterales”.

Ícono de la derecha norteamericana instrumento ideológico de la cruzada fundamentalista de George W. Bush, el mismo que rebautizó a Calderón como Elliot Ness, Jack Bauer es conocido por sus aventuras en contra de terroristas en las que, en defensa del mundo libre, se salta todas las trancas de la legalidad.

Antes de que se conocieran las atrocidades de Abu Graib y Guantánamo, practicando, justificando en pantalla la tortura, estaba Jack Bauer y estaba ahí también alimentando la xenofobia y la idea de que terroristas y capos mexicanos constituyen la mayor amenaza contra la seguridad interna de los Estados Unidos.

Si no estuviera el país atravesando por una situación tan crítica, si no se hubieran sumado en apenas dos años 30 mil muertos, si la inseguridad, la zozobra y el miedo no campearan como campean en amplias zonas del territorio nacional, el hecho de que Calderón se hubiera atrevido a compararse con Bauer y a homologar los adelantos tecnológicos y las instalaciones desde las que despacha su centro de mando con los de su serie de TV hubiera sido sólo una gracejada inoportuna y de muy mal gusto.

Estando las cosas como están resulta, por decir lo menos, indignante, ofensivo y sintomático que quien, “haiga sido como haiga sido”, está sentado en la silla presidencial se tome esas libertades y lo haga, además, en una entrevista con la TV norteamericana.

Seguramente los asesores de Calderón consideraron adecuada para su estrategia de “imagen pública” el uso de la serie de TV. Creyeron que jugar así, a la identificación con el héroe, reportaría beneficios a su jefe y a su proyecto político.

No sólo se equivocaron sino que dieron además indicios claros del verdadero talante de su jefe; de las afinidades electivas que lo caracterizan, de la compatibilidad ideológica y doctrinaria con ese héroe de ficción que resume los ideales de los halcones del Pentágono.

Apenas unos días después de que Calderón dijera que opera en su bunker con “todos los juguetes”, como en “24”, volvieron los norteamericanos a descalificar su estrategia. El fantasma de Bauer ronda Washington y no ciertamente por Los Pinos.

No sólo es correlato del fracaso de la diplomacia mexicana el que se hable una y otra vez de “estado fallido” y “narco insurgencia”. Los halcones del Pentágono y las agencias de seguridad se han formado una idea muy precisa de las muy magras perspectivas de la estrategia de Felipe Calderón contra el crimen organizado y se preparan para actuar en consecuencia.

Y no se trata de que, concientes del riesgo, vayan a tomar medidas efectivas contra el consumo ante el cual Washington continúa su política de tolerancia, ni tampoco de que se avance en la persecución y captura de capos norteamericanos, ni menos de que se vaya a trabajar seriamente en el control de los dólares y las armas que alimentan la guerra en México.

A esos émulos de Jack Bauer que, en el norte abundan, les conviene la fragilidad extrema del Estado mexicano. Alientan por eso la dependencia extrema sin tomar medidas efectivas contra el tráfico de estupefacientes; esgrimiendo, de tanto en tanto, o amenazas o elogios según venga al caso.

Necesitan vital e históricamente los norteamericanos, como lo dice Carlos Fuentes, a Moby Dick y les sirve que ese enemigo mítico, omnipresente este cada vez más cerca de su territorio y más si la guerra, quedándose sólo en amenaza, no los alcanza y los muertos los ponemos nosotros.

Triste que quien nos gobierne se mire en el espejo de tan lamentable figura. Impensable en un Comandante, en una situación tan critica, permitirse un error de esta naturaleza. Ni es este el único camino, insisto, ni es Calderón el hombre adecuado para dirigir un combate en el que está en juego el destino de la Nación.



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jueves, 11 de noviembre de 2010

FEMINICIDIOS: LA OTRA CARA DE LA VIOLENCIA

Siempre he pensado que cuando se asesina a una mujer es como si se cortara de raíz el principio mismo de la vida. Como si esa sociedad, donde el feminicidio se produce de manera crónica y masiva, hiciera bárbara y expresa renuncia de su voluntad de vivir pacífica y civilizadamente.

Aun recuerdo estremecido el entierro colectivo de treinta madres de combatientes en Nicaragua; asesinadas por la contra, luego de ver a sus hijos en un campamento de adiestramiento del ejército popular sandinista. Era entonces la guerra; la guerra declarada, abierta, esa que es “monstruo grande y pisa fuerte”.

En ese cementerio, de la Ciudad de León, todos los hombres, deudos, funcionarios y periodistas incluidos, yo entre ellos y con la cámara al hombro, nos movíamos, huérfanos al fin, a la deriva. Sin norte alguno.

Faltaba ahí, pues la estábamos enterrando, la mujer que daba sentido y dirección a la tragedia, la Mater dolorosa, la referencia obligada, el eje en torno al cual se organiza todo; la vida, la nota, el duelo, todo.

“A la chingada la muerte” escribí, citando a Jaime Sabines, en el telex esa mimas tarde, ya en Managua, cuando intentaba enviar mi nota a la redacción. Nada más que esa frase pude enviar a México.

También recuerdo, casi con el mismo estupor y la misma indignación sentida entonces, las primeras imágenes que para su programa “Expediente 13-22:30” trajo, mi esposa, Verónica Velasco, de Ciudad Juárez.

Recién se comenzaba a hablar de esa tragedia de las “mujeres de Juárez” y sólo unos pocos medios nacionales, impresos todos ellos, comenzaban a informar de la misma.

Recogían esas imágenes las travesías por el desierto, los policías montados, las calaveras, los cuerpos y las ropas desgarradas, las demandas airadas de las madres de las desaparecidas y asesinadas, el testimonio de sus hermanas, amigas, compañeras de trabajo, las que se sabían y serian en muchos casos las próximas en la mira del asesino.

También veíamos en el monitor, “tanta belleza cruel –dice Ángela Figueras Aymerich- tanta belleza”- las primeras marchas con las cruces rosas que luego serian emblemáticas y los vestidos negros agitándose en el viento, entre la arena que hiere los rostros y los desdibuja mientras pensábamos que eso tenia que parar, que eso iba a parar.

Tengo aun presente, gracias a las entrevistas recogidas por Verónica y su equipo, la indolencia, el cinismo de los funcionarios panistas que se atrevían a culpar (de lejos viene pues la costumbre de criminalizar a las víctimas) a las propias mujeres de su muerte.

Muertes que, más de diez años después, no cesan: Asesinatos que, impunemente, se siguen cometiendo en Ciudad Juárez. Epidemia que se ha extendido, con los mismos patrones pero con una cifra de víctimas más alta todavía, a Naucalpan y otros municipios de la gran área metropolitana de la Ciudad de México.

¿Por qué las matan? ¿Cuántas son las victimas? ¿Quiénes son, cómo se llaman, a quiénes dejan detrás de sí, qué hacían de sus vidas, qué soñaban, contra qué luchaban? La violencia del narcotráfico parece haberse llevado, con nuestra capacidad de indignación y asombro ante esta tragedia repetida y exacerbada, estas preguntas y las posibles y necesarias respuestas.

Ante tanto muerto, tanto decapitado, tanta masacre, tanto horror, el drama de una mujer trabajadora que al volver a casa es asaltada en la oscuridad, abusada sexualmente y luego asesinada parece haberse vuelto, para la sociedad que no para sus familiares, más invisible que nunca.

Y ¿Quiénes son los asesinos? ¿Operan en bandas? ¿Son asesinos seriales solitarios? ¿Esconden los crímenes la realización de videos snuff, el tráfico de órganos, rituales satánicos? ¿O las matan simplemente machos agraviados que no soportan la independencia que con sus propios, aunque magros ingresos, han generado estas mujeres?

Todas las hipótesis son viables, todos los móviles posibles y, sin embargo, la autoridad ninguna estudia con seriedad y consistencia. Ninguna pista sigue. Ningún presunto responsable señala. Todo va al saco de la impunidad y el olvido en el que se guardan los agravias cometidos contra aquellos y sobre todo aquellas que, para el poder, no significan nada, no son nadie.

Allá en Ciudad Juárez usaron muchos funcionarios la frontera como coartada para su ineficiencia. Se habló entonces y se habla todavía de sicópatas norteamericanos que para asesinar cruzan la línea y vuelven a su refugio seguro en territorio estadounidense.
¿Qué pueden esgrimir para excusarse los investigadores de la policía y la procuraduría mexiquenses? ¿Qué frontera cruzan los asesinos, en dónde se refugian cuando se trata de Naucalpan de Juárez uno de los municipios más ricos del país y gobernado, por cierto, hace mucho tiempo por el PAN?

Si aquí, hoy por hoy, la vida no vale nada, menos vale siendo mujer y teniendo que caminar, todas las noches de regreso a casa, por los barrancos de Naucalpan, las empolvadas y solitarias calles de Ciudad Juárez, Nezahualcóyotl o Chimalhuacán.

Quien asesina una mujer, insisto, corta de raíz el principio de la vida y aquí, aquí en nuestro país, se está matando a muchas.



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jueves, 4 de noviembre de 2010

TODOS LOS DÍAS SON DÍA DE MUERTOS

10.035 ejecutados en lo que va del 2010 y los que faltan. Vaya Bicentenario ensangrentado el nuestro. ¿Quién puede pensar que este sea el camino adecuado para vencer al crimen organizado? ¿Quién, en su sano juicio, puede afirmar que aquí se está gestando una victoria? Sobre una pila de cadáveres y más de este tamaño, no se construye la paz y menos todavía se establece el imperio de la ley.

Escribí la semana pasada, en este mismo espacio, otra carta a Felipe Calderón Hinojosa a propósito de su estrategia de combate al crimen organizado; la “única” y “eficaz” según él. No obtuve, como en otras ocasiones y pese a que muchas personas en las redes sociales, me apoyaron reenviándosela a la propia cuenta de Twitter de Calderón, ninguna respuesta. Vuelvo hoy a poner el dedo en el mismo renglón. Las cifras de la muerte me impulsan a hacerlo.

En esta guerra, a la manera en que Felipe Calderón insiste en librarla, está muriendo el país. No son sólo delincuentes y sicarios los que caen acribillados todos los días; también caen abatidos el respeto colectivo a la vida, la capacidad de indignación y asombro ante la barbarie, la idea, fundacional, de que son las leyes las que establecen códigos y formas de castigo para los criminales.

Impera en nuestro país la ley del talión y sólo alguien de pensamiento muy obtuso, claras tendencias autoritarias y propensión a la intolerancia como norma de vida, puede considerar que estos muertos no importan y que, por el contrario, así se limpia, se desbroza el camino pues son los criminales quienes se asesinan entre ellos.

No puede la gente vivir inmune ante tanto cadáver regado por calles y caminos de nuestro país. Acostumbrarse a los ejecutados, a los decapitados, deshumaniza; hace que el miedo se vuelva la única forma de relación con los demás y que comience a desearse, para sobrevivir, que aquel que representa una amenaza sea fulminado sin mediar proceso legal alguno.

En esa dirección trabajan los propagandistas del régimen. Es ese el centro de un discurso gubernamental, repelente a la critica, en el que la cantidad de ejecutados se acompaña por la inmediata y efectiva condena extrajudicial: “Se matan entre ellos mismos”.

Desde el poder se alienta la falta de respeto por la vida y por la ley. Con el argumento de que el gobierno no se arredra y los causantes del mal son los delincuentes termina por justificarse la barbarie. Desde el poder sitiado por sus propios errores se alimentan la venganza, el linchamiento.

“Quien no está conmigo está contra el país” insisten Calderón y sus propagandistas mientras continúan, sin mostrar preocupación alguna, el alegre recuento de las víctimas a las que, a fin de cuentas consideran, inmersos en la lógica de la venganza, como “bajas enemigas”.

En esa dirección trabajan también y con enorme y terrorífica eficacia –mayor por cierto que la del sistema judicial- los criminales. Suben a las redes sociales videos de interrogatorios y juicios sumarios como antes han subido ya torturas y asesinatos.

Se dan el lujo de dar pistas públicas a los investigadores gubernamentales para que descubran los motivos detrás de una masacre o los conducen a la fosa clandestina donde los perpetradores, que también habrán de ser ejecutados, enterraron a sus víctimas.

Como sólo por la fuerza se pretende combatir, a causa de la fuerza proporcional aplicada por el enemigo, es que se cae derrotado. La contundencia de las acciones militares es prontamente superada por la inaudita capacidad criminal del narco. Siempre van más allá; superan con creces los índices de barbarie por ellos mismos establecidos.

Había que actuar ciertamente. Convivir con ellos, hacer negocios con ellos, como hizo el PRI. Cederles el país, mantenerse con los brazos cruzados como hizo Vicente Fox hubiera sido criminal. Equivocado también es, sin embargo, actuar de la manera en que lo está haciendo Felipe Calderón Hinojosa.

El más grave quizás de los daños colaterales que su camino, el “único”, el “eficaz” según él, ha producido es el de la transformación de todos los días en Día de Muertos en nuestro país. Tanta muerte mata, corroe, deshace el tejido social. ¿Qué quedará de nosotros al fin de este sexenio? ¿Cuántos más habrán de morir para que quienes gobiernan se den cuenta que se han equivocado?

¿Dónde están los programas de bienestar social en las zonas de conflicto? ¿Cómo se le pretende disputar al narco la base social sin ofrecer oportunidades efectivas de educación, empleo y desarrollo? ¿Y cómo ganar la batalla si no se recuperan los espacios públicos; si caminar por las calles de muchas ciudades es un peligro y los parques y plazas son bastión de criminales?

¿Quién libra contra el narco la disputa, como dice el manual, por “mentes y corazones”? ¿Quién atiende al joven que ha de ser asesinado o habrá de convertirse en asesino? ¿Quién le convence de no tomar el fusil? ¿Quién en el poder se indigna, sufre, se conduele con las víctimas?

Que no se engañe, que no intente engañarnos el Sr. Calderón. Con tantos muertos, no importa quién los mate, no sólo es el enemigo el que sufre pérdidas.



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jueves, 14 de octubre de 2010

CUANDO EL FUTURO NOS ALCANCE

Ante la inminente y prematura muerte del sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, quien ha sido el primero en desenfundar y cuando la batalla campal para sucederlo está, entre propios y extraños, a punto de desatarse y ya todos velan sus armas.

Cuando todo hace suponer que la próxima contienda por la presidencia será, a causa del acelerado proceso de descomposición del gobierno, los partidos todos y los políticos, mucho más virulenta y sucia que de costumbre.

Cuando vemos las maniobras, cada vez más abiertas, de los poderes fácticos, que también despliegan su arsenal; la cruz, la pantalla y el dinero y actúan ya más que para seguir o apoyar a un candidato, para construirlo a la medida de sus intereses.

Y cuando sabemos que la lucha, que será sin cuartel, se librará en un ambiente enrarecido y sumamente volátil, por decir lo menos, es obligado preguntarnos sobre ese futuro que ya, a la vuelta de la esquina, nos espera.

Lo primero que hay que considerar es que será esta la primera sucesión presidencial, en muchas décadas, que se produzca en México en medio de una guerra.

Que siendo así quiénes más directamente están involucrados en los combates de la misma reclamarán, cada uno a su manera, un papel protagónico en el proceso y su cuota de poder.

Ya no la limosna institucional que sexenio a sexenio les venía tocando. Si no algo más; del tamaño de su esfuerzo, de los riesgos que corren, de sus propios muertos.

Luego de décadas encerrados en sus cuarteles hoy el Ejército Mexicano y la Armada, desplegados una gran cantidad de sus efectivos a lo largo y ancho del país, pueden, incluso, ir más allá de esta cuota de poder ampliada y caer en la tentación de intentar convertirse en el fiel de la balanza.

Más allá de los muy magros resultados obtenidos con su despliegue y sus métodos de combate, muchos generales habrá que se sientan el último valladar para contener los embates del crimen organizado ante cuyos ataques, a plata y plomo, sucumbieron prácticamente todos los cuerpos policíacos del país.

Caro pueden vender los militares, en estos tiempos donde moverse en campaña electoral por ciertas zonas, puede costarle la vida a cualquiera, el apoyo brindado a quien pretenda sentarse en la silla.

Mal han de ver también a quien promoviendo una policía nacional con mando único, pretenda desplazarlos del centro de gravedad del conflicto y regatearles la influencia creciente que hoy, después de tantas décadas en un segundo plano de la política nacional, han adquirido.

En esa dirección, me parece, apuntan las distintas opiniones de fuentes cercanas al ejército sobre el tipo de combate que está librando el narco en el país y su caracterización como “terrorismo”. No son ya, desde esta óptica, los capos y sus sicarios criminales sino combatientes y toca entonces, única y exclusivamente, a las fuerzas armadas la tarea de enfrentarlos.

Y si los militares alegando que son ellos el único cuerpo con “unidad de mando y doctrina” y mandato constitucional expreso se aprestan a hacer valer su peso en la realidad política nacional otro tanto habrán de hacer los mandos civiles que se han empeñado en la lucha contra el crimen organizado.

Venidos unos de los órganos de inteligencia y seguridad nacional estos mandos se aprestan a cobrar al poder político los muchos favores recibidos. El más grande de sus deudores, aunque todos con ellos tienen saldo pendiente, es el propio Felipe Calderón quien en parte les debe estar sentado en la silla.

Pese a sus continuos descalabros, estos mandos, entre ellos, muy especialmente Genaro García Luna, son los que reclaman para sí los éxitos más importantes del gobierno en la lucha contra el narco y los que mayor exposición mediática han obtenido.

Nada más peligroso para un alto mando policial, y sobre todo para el país, que una cámara de televisión a su servicio. Nada más letal que su ambición multiplicada por la presencia en pantalla; necesidad obligada de un gobierno que cree que la guerra se gana a punta de spots y propaganda.

Sabedores de que los archivos documentales y las grabaciones que han acumulado sobre dirigentes políticos, luchadores sociales, opositores, empresarios y lideres religiosos son su más importante activo.

Concientes de que sus habilidades de espionaje han sido y serán altamente valoradas en una guerra sucia como la que se aproxima, esperan cobrar un adelanto. Quieren que, antes de la salida de Calderón, se les premie con ese cuerpo policíaco nacional que competiría en tamaño y fuerza con el ejército mexicano. Logrado este objetivo, piensan, el salto, de un sexenio a otro, será más fácil.

Lo cierto es que quien llegue a la presidencia en estas condiciones habrá de hacerlo con un nuevo y pesado lastre, condicionado de origen, si algo no hacemos los ciudadanos, por policías o militares y esa, la del regreso de botas y uniformes, es la peor noticia para quien aspira a un futuro democrático.

Pero si esto no fuera suficientemente peligroso está el hecho, ya demostrado con muertes, que el narco tampoco se quedará ante la próxima sucesión presidencial con los brazos cruzados.

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jueves, 7 de octubre de 2010

LA GUERRA SUCIA DE CALDERÓN

En los estertores de un mandato que agoniza, ayuno de logros y amenazado por pasar a la historia marcado por un descrédito sin precedentes, Felipe Calderón relanza su campaña de odio. La misma que en el 2006, pulsando los más primitivos instintos de la población y gracias a la intromisión ilegal en los comicios de su antecesor Vicente Fox Quezada, los barones del dinero y la alta jerarquía eclesiástica, le permitió sentarse en la silla.

Aprovechando el eco que los medios hacen de las declaraciones de quien, “haiga sido como haiga sido” ocupa la primera magistratura, Calderón se mete y mete con el al país entero, de lleno y desde el poder, a la guerra sucia. Desfonda así, con sus dichos, el tan reiterado y tan retórico llamado a la “unidad nacional” centro aparente, casi el único que le queda, de su discurso político.

Quiere unidad Calderón, al estilo tradicional de los jerarcas autoritarios, pero en torno a su figura y su proyecto político. Unidad que excluye a quien piensa distinto y lo sataniza. Unidad que descalifica al crítico y le convierte, a los ojos de los que a ese llamado acuden incondicionalmente, en un traidor, en un apátrida, en un peligro para el país.

En un México ya de por sí partido y ensangrentado se atreve Felipe Calderón, que echa más leña al fuego, a profundizar la discordia y a incitar, irresponsable e impunemente, al linchamiento de aquellos que han mantenido una oposición continua, pero siempre pacífica, a su gobierno.

No contento con el estado de guerra en el que habrá de entregar el país se da el lujo de abrir nuevos frentes.

No es este, sin embargo, sólo un arranque más producto de su proverbial “mecha corta” sino una abierta declaración de hostilidades y la confesión de parte de que no habrá de quedarse, como la ley lo establece y siguiendo el camino de Fox, con las manos atadas en los próximos comicios estatales y obviamente en los comicios presidenciales del 2012.

Actúa además Calderón a sabiendas que si bien su campaña de odio, porque eso y no otra cosa es la caracterización del adversario como “un peligro para México”, operó con eficiencia siendo candidato, puede hoy, al ser lanzada desde el poder, salvarle de la debacle, sin importarle la preservación del más importante patrimonio del país: la paz social.

No ignora Calderón que en una situación de violencia generalizada como la que vivimos predicar la discordia es como apagar un incendio con gasolina. Al contrario, cuenta con eso. Sabe perfectamente que el miedo cunde en un ambiente como el que vivimos y que la definición del adversario político como “enemigo del país” lo convierte, a los ojos del que sufre ese miedo y de inmediato, en un objetivo.

A eso apostaron en el 2006 y lograron entonces desviar el curso marcado con los votos. Reincidir en la campaña del odio tal como está la situación en nuestro país puede hacer que las cosas se quieran cambiar ya no por los votos sino por las balas. De la violencia verbal a la violencia física sólo hay un paso.

No es nuevo el método, ni nueva la fórmula de comunicación del mismo. Ya la usaron en la Alemania de entreguerras los nacionalsocialistas.

Una sola amalgama hicieron, Goebbels y los propagandistas nazis al servicio de Hitler y siguiendo las pautas por él marcadas, con sus opositores comunistas, social demócratas y demócratas.

Aprovechando el antisemitismo atávico del pueblo alemán los convirtieron a todos en judíos o servidores de los judíos y luego, sumando a la ecuación a los masones, en el enemigo a vencer, en el peligro que se alzaba tenebroso contra la integridad de la “comunidad del pueblo”.

Inspirados en ese ejemplo tan “exitoso” es que los propagandistas del PAN diseñaron la campaña del 2006 misma que hoy relanza Felipe Calderón.

Miedo, crisis económica, zozobra e incertidumbre, identidad nacional golpeada, necesidad urgente de una esperanza y de un enemigo que debe ser batido y esté al alcance de las masas son los componentes esenciales para que una campaña de este tipo prenda.

Encuestadores, asesores de imagen pública y mercadólogos panistas –que son legión- saben que, hoy por hoy, esos componentes esenciales del caldo de cultivo para que campañas de odio operen con eficiencia abundan por estos lares y saben también, pero no lo dicen, que son en gran medida resultado de la pobre y fallida gestión del gobierno al que sirven.

Necesitan de nuevo, Felipe Calderón y los suyos, despertar al México bronco, oscuro y primitivo sabiendo que ese México, al que han alimentado con sus yerros, cebado con su intolerancia, azuzado con su propaganda, está ahí listo para saltarnos al cuello.

Se equivocan, sin embargo, si piensan que pueden gobernar a su antojo los impulsos de un animal tan primitivo y peligroso como el miedo y se equivocan también, espero, creyendo que otra vez millones de mexicanos habrán de ser tan ingenuos como para caer de nuevo en la misma trampa.

Eso, claro, si el poder sumado de la pantalla, el púlpito y el dinero no nos avasalla de nuevo. Contra eso hay que luchar, claros del peso inmenso de ese poder y de la eficacia que la prédica del odio, por él respaldado, tiene en momentos como el que estamos viviendo.

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jueves, 30 de septiembre de 2010

MÉXICO UN PELIGRO PARA ESTADOS UNIDOS

Quién lo diría. Llegó Felipe Calderón Hinojosa al poder con la coartada de “salvarnos” de un “peligro para México” y lo entregará, disminuido y cuestionado 6 años después por la aplicación de una doctrina y una estrategia de combate al narcotráfico erróneas, habiendo convertido a México en un peligro para los Estados Unidos. Y eso, que así se nos perciba al norte del Bravo, eso si que es peligroso.

Los dichos recientes del influyente Senador republicano Richard G. Lugar a propósito de la existencia de una “narcoinsurgencia” en México sólo vienen a confirmar, que, lo declarado por Hillary Clinton en ese mismo sentido no fue una equivocación sino un desliz estratégico de la influyente funcionaria del gobierno estadounidense.

Se maneja en Washington, aunque en maniobra diplomática, para consumo en nuestro país el mismo Obama lo haya negado -y por eso coinciden el Senador republicano y la Secretaria de Estado de filiación demócrata- la idea de que en México el narco ha puesto en jaque al Estado y que el gobierno de Calderón ya no puede recuperar el control de la situación.

No conduce, sin embargo, esta visión de México, como “Estado fallido” por la violencia del narco a los norteamericanos a asumir el discurso de la corresponsabilidad. Menos aun los mueve a tomar cartas en el asunto a nivel doméstico y a modificar, radical y urgentemente, su política de tolerancia al consumo y de inacción ante quienes controlan el tráfico de drogas en su territorio.

Expertos en aquello de ver la paja en el ojo ajeno y al descubrirla intervenir militarmente ahí donde la ven, los norteamericanos, diseñan ya la estrategia para neutralizar la amenaza que, contra su seguridad interna, ven crecer en al sur de su frontera.

Nada hay peor que ser vecinos del país más poderoso y más paranoico de la tierra. Mas todavía cuando muchos de sus halcones, apenas decretada la retirada en Irak, andan en busca de nuevos destinos. Un enemigo sanguinario y cercano les viene a la medida y más si combatirlo puede producir pingües ganancias.

Ya ganan mucho dinero, muchos norteamericanos, con los 300 mil millones de dólares anuales que produce el tráfico de drogas en su territorio.

A los capos latinoamericanos, a los que las autoridades estadounidenses culpan de todo, les corresponde la parte menor del negocio, mientras que capos locales, que manejan la “última milla”, amasan enormes fortunas.

También ganan mucho dinero, muchos norteamericanos, que aprovechando la laxitud de las leyes de control de armas venden fusiles de asalto, granadas, lanzarockets y ametralladoras de alto calibre para los narcos y, claro, con todas las de la ley, también para el ejército y los cuerpos policiales mexicanos.

Y si ya, en las actuales circunstancias, dólares y armas cruzan al por mayor la frontera ¿Qué podemos esperar si se nos considera una amenaza para la seguridad interna de los Estados Unidos? Sólo más dólares y más armas y, claro, una reducción peligrosamente significativa de nuestra soberanía.

Pero no se trata sólo de eso. De un asunto de soberanía, ya de por sí mancillada por el neoliberalismo, sino, básicamente, de sobrevivencia. Ahí donde han intervenido los norteamericanos han sembrado el caos e instalado la guerra civil por décadas.

Si, desde el punto de vista estrictamente militar, nos atenemos al principio de proporcionalidad de medios y recursos que rige los conflictos bélicos lo que podemos esperar es sólo y como ha sucedido en muchos países un recrudecimiento de las hostilidades.

Cuando Felipe Calderón declaró la guerra y el ejército sacó los blindados con sus armas de grueso calibre a la calle comenzó el narco a usar armas capaces de perforar el blindaje de los vehículos militares. Cuando se inició el despliegue masivo de tropas comenzaron los sicarios a valerse de explosivos.

Más dólares y más armas significarán sólo más muertos y un proceso de descomposición aun más acelerado y profundo del que estamos viviendo con el agravante, además, de que los norteamericanos habrán de convertirse en el fiel de la balanza en las próximas elecciones presidenciales.

Hay, además, en la doctrina de seguridad nacional de Washington componentes sumamente perniciosos que no harán sino agravar aun más la situación. Muy dados son los norteamericanos al uso de escuadrones de la muerte y paramilitares. La guerra sucia, instrumento característico del manual de contrainsurgencia, cobra vidas a granel y produce heridas muy profundas en el cuerpo social.

Mal están las cosas con la violencia producto de la acción de narcotráfico en nuestro país. Peor pueden ponerse si Washington decide “ayudarnos más” y protegerse, a nuestra costa, las espaldas, si escoge a los capos mexicanos como el próximo “peligro inminente” para su seguridad, cosa que mucho me temo, ya sucedió.

Combatir aquí, por interpósita persona además, siempre será para ellos más fácil que atacar a sus carteles, reducir el consumo y quedarse al tiempo sin ese paliativo de la droga que millones consumen y centenares de miles comercian y sin el oxígeno vital que esos centenares de miles de millones de dólares representan para la economía norteamericana.

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jueves, 23 de septiembre de 2010

LA MUERTE PREMATURA DE UN SEXENIO

Agoniza prematuramente el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa; propios y extraños comenzaron ya a repartirse sus despojos. Seguramente allá en el 2006, a punto de sentarse en la silla, él y los suyos se imaginaron festejando el Bicentenario en la cúspide del poder. Qué va. De nada les ha servido el despilfarro de casi tres mil millones de pesos. Pasada la euforia se enfrentan al hecho de que, pese al bombardeo propagandístico incesante, a esa inversión multimillonaria de cuatro años seguidos en “imagen pública”, es la suya una gestión a la que, prácticamente en todos los ámbitos de la vida pública, se da por terminada.

Alineados están, en todos los frentes, los candidatos a sustituirlo. Rotas las formas tradicionales, acelerados los tiempos y radicalizado el lenguaje y las circunstancias de la competencia política ha comenzado ya la etapa de calentamiento de una campaña presidencial, que, en medio de una guerra que no tiene perspectivas de victoria, promete cobrarle caro a Calderón cada uno de sus errores; los magros, casi nulos resultados de su gestión, su incapacidad para tender puentes y sus constantes arrebatos autoritarios. Quien por su “mecha corta” mata por esa misma “mecha corta” muere.

Paradojas del poder: llegó “haiga sido como haiga sido” Calderón al cargo gracias al miedo, sembrado en la población, a un “peligro para México” y hoy será ese mismo miedo –y si no al tiempo- el que frene las aspiraciones de él y su grupo de continuar, de alguna manera, al mando y garantizarse así un manto de impunidad como el que ellos tendieron, a cambio de los favores recibidos, sobre Vicente Fox y sus muchas corruptelas y trapacerías.

Miedo será el de cualquiera de los suyos a presentarse siquiera cercano a un gobernante ayuno de resultados, miedo a repetir la experiencia de un gobierno fallido y marcado por la violencia como el suyo será el eje del discurso propagandístico en su contra.

Como un apestado, en la mejor tradición del canibalismo que caracteriza al sistema político mexicano, será tratado Felipe Calderón aun antes de entregar la banda presidencial por las fuerzas políticas y los medios de comunicación ya embarcados en la sucesión y tanto que a su propio delfín y a su partido habrá de costarles trabajo no desmarcarse de él rápido y tajantemente.

Otro tanto sucederá con sus aliados entre los barones del dinero, la alta jerarquía eclesiástica y los medios electrónicos. Quizá esta sea la lealtad que más dure a Calderón en tanto tiene aun favores que pagar y para eso sí cuenta y sirve hasta el último minuto de su gobierno.

Será, sin duda, la traición de estos, los que le allanaron, entrometiéndose ilegalmente en el proceso electoral del 2006, el camino al poder, la que más le duela y la que le resulte más dañina. Ya alineados, los antes aliados de Calderón en los poderes fácticos, con el candidato que les convenga, serán los más severos críticos a la gestión y a la persona de quien, por breves 4 años fue su predilecto; el que más espacios ocupó en sus pantallas, en sus sermones y prédicas, en sus reuniones de alta dirección.

Más que el de la oposición será el fuego amigo –considerando que el PRI ha cogobernado con el PAN todos estos años- el más granado y el más letal. En el espejo de Carlos Salinas de Gortari, al dejar su mandato, tendrá que verse Felipe Calderón.

Sólo que a diferencia de Salinas quien supo tejer redes de poder y complicidad que, pese al desprestigio público, lo mantienen activo y omnipresente, Calderón, que no es muy ducho en aquello de hacer alianzas y siembra tempestades en su propia casa, habrá de quedarse solo.

¿Quién a estas alturas mete las manos al fuego por Felipe Calderón Hinojosa? ¿Quién puede sostener que su gobierno ha sido realmente exitoso en algún rubro al menos? ¿Quién considera que el país está hoy mejor que antes de su gestión? ¿Quién cree importante preservar su legado, dar continuidad a los esfuerzos fundamentales de su mandato? ¿Cuánto más permanecerán a su lado sus aliados incondicionales, sus amigos?

Hay ciertamente, sobre todo en las redes sociales, voceros oficiosos del régimen que lo defienden sistemáticamente pero aun ellos, con el paso del tiempo y la suma de fracasos, se han venido quedando sin argumentos y hoy sólo recurren a la descalificación, plagada de insultos, de toda crítica y a la incitación al linchamiento de quienes no nos sumamos incondicionalmente al llamado constante, casi el único discurso que al propio Calderón le queda, a la “unidad nacional”.

Nada hay que celebrar, sin embargo , en esta muerte prematura de un mandato; menos todavía en su saldo negativo en muchas materias sustantivas para el bienestar de la nación: paz, justicia, seguridad, empleo, educación. El cambio de tiempo y tono en la contienda presidencial, el deterioro brutal de las instituciones del estado, la pérdida total de confianza ciudadana en la política y los políticos son el correlato del fin de este sexenio de sólo 4 años. No pagará solamente Felipe Calderón los platos rotos por el fracaso de su gestión; los pagaremos todos.

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lunes, 20 de septiembre de 2010

LA RAZÓN DE MI ALEGRÍA

“Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.”
Miguel Hernández


Nací en México hace 59 años. Aquí nacieron mis padres y mis abuelos. Aquí nació también la mujer que amo y sus padres y sus abuelos y aquí han nacido mis hijas y mis hijos. Aquí viven mi Madre y mis hermanos. Tenemos, todos, el cuño “mexicano” tatuado en la piel.

Hemos construido juntos una familia firmemente arraigada a esta tierra y nada me llena mas de alegría que el hecho de que Camila, nuestra hija pequeña, me dijera ayer, al margen del circo y las celebraciones, “nunca me voy a ir de México; quiero ayudar a cambiarlo”.

También me alegra que mis otras dos hijas, Natasha y Erendira, habiendo vivido tantos años en el extranjero, teniendo raíces en California, hayan decidido hacer aquí su vida y que lo dos varones, Alejandro y Alberto, a pesar de haber tenido la posibilidad de vivir en otro país, opten también por quedarse en su patria.

Jamás, aunque estuve casi 12 años viajando, he pensado en irme de aquí y si la muerte me alcanza afuera quisiera, como dice la canción, “que digan que estoy dormido y que me traigan aquí”. Esa idea, que repatriaran mi cadáver, me obsesionaba en la guerra y aun ahora cuando viajo, en condiciones ciertamente muy distintas, se hace presente en mi cabeza.

Reconozco a México en la mirada serena de Verónica mi mujer. En su tenacidad y valentía. Veo a mi país en sus manos, lo adivino, dibujándose, en cada uno de sus gestos, en los delicados rasgos de su rostro. Es mi patria su larga cabellera oscura y también su risa y sus guisos prodigiosos.

Aquí nací, aquí nacimos. A este país nos debemos y la razón de mi alegría es también esa certeza compartida, familiar, cotidiana; ese amor común que a hijos y a padres nos hermana.

Amamos el paisaje variado de la patria, la diversidad de acentos y sonidos que la pueblan, de colores de piel, credos y preferencias que luchan por romper los estrechos moldes de la tradición, los olores de su cocina, la sonoridad de su esperanza casi siempre fallida pero siempre presente.

Amamos su memoria herida y su futuro abierto; ese en el que Camila quiere participar. Exploramos los meandros del pasado leyéndolos en su geografía, en sus muros y en su gente y nos emociona y conmueve, más que la gesta heroica de los próceres, la hazaña cotidiana y sencilla de la sobrevivencia.

Así somos; una familia mas. Una entre millones pero familia al fin. Nacida en México. Comprometida con este país; nuestro país. Alegre si pero también dolorida por vivir en el.

Nos duele la miseria de tantos. Nos indigna la opulencia de tan pocos. Nos encabronan la impunidad y la simulación. Nos lastima saber que es la corrupción una segunda piel que, pese a todo, gobierne quien gobierne, no podemos sacudirnos.

Nos conmueve la fe profunda de los mayores y el desenfado con el que miran la vida los que apenas comienzan a transitar por ella. Nos subleva que, aprovechándose de esa fe profunda, los altos clérigos, apoyados por el poder político, promuevan la discriminación y la intolerancia y nos entristece ver a los jóvenes abandonados a su suerte; sin estudios ni empleo a merced de la droga y los criminales que con ella comercian.

Sentimos como propia la alegría ajena y se nos contagia fácil la indignación ante los frecuentes y casi siempre impunes agravios del poder y de los poderosos que se ceban en los más vulnerables. Somos pues, como tantos otros, de esos que bailan al son que nos toquen.

De aquí somos. Aquí vivimos. No nos vamos a ir. No nos van a expulsar. Ni los criminales, ni los corruptos. Ni los que tienen secuestrada a la patria, ni los que los que la han ensangrentado.

Tampoco somos de aquellos –y en eso también somos legión- que cedemos graciosamente, ante la andanada de spots y campañas propagandísticas y abandonamos nuestras convicciones. Creemos y trabajamos por un México más libre, más justo, mas democrático y en eso, estamos convencidos, no puede haber medias tintas.
No es lo mío ni la euforia nacionalista ni la exaltación patriótica; antes bien las temo, pues se muy bien de los crímenes de lesa humanidad que en nombre de Dios y de la Patria se cometen a diario. Solo hablo de mi país como quien habla amorosamente de su familia y hablo de mi familia como una familia amorosamente comprometida, como tantas otras, con México y con su gente.

Esta esa, en estos días patrios vueltos ahora ocasión para el dispendio, la razón de mi alegría.

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jueves, 9 de septiembre de 2010

EL “ERROR” DE HILLARY CLINTON

En la víspera del festejo del Bicentenario, en lo que podría calificarse el punto culminante de su mandato y luego de que nos ha sometido a un bombardeo propagandístico inclemente haciendo glosa de los logros de su gobierno, desde el norte, sus propios aliados, cuestionan de tajo la labor de Felipe Calderón Hinojosa sobre el que, de nuevo, se levanta el espectro del estado fallido.

No fue en esta ocasión un funcionario de segundo nivel el que cometió el “error”, imperdonable desde el punto de vista del gobierno mexicano, de torpedear, por debajo de la línea de flotación, al Elliot Ness criollo. Fue nada menos que la propia Secretaria de Estado, la poderosa Hillary Clinton, la que habló con precisión y tranquilidad de la colombianización de México y de la existencia de una “insurgencia” criminal que controla segmentos del territorio nacional.

Ingenuo sería creer que una funcionaria de ese nivel pierde, así sea momentáneamente, el control del discurso y se equivoca. Más ingenuo todavía atribuir su “error” al hecho de que se trató de un comentario improvisado como si la Clinton tuviera, para no errar sobre asuntos de su competencia, que leer discursos preparados con antelación.

La tormenta de desmentidos, a ambos lados de la frontera, no tardó en producirse. Desde la Casa Blanca el Presidente Barak Obama, el mismísimo jefe de la Clinton y antes su competidor por la candidatura demócrata, en un gesto que, sin duda tiene un costo político interno, le enmendó la plana.

Lo cierto, sin embargo, es que la Clinton no hizo sino reafirmar lo que hace tiempo funcionarios del gobierno estadounidense han venido filtrando a la prensa y que a duras penas ha logrado contener, en su diplomacia defensiva sometida también a las urgencias de la propaganda, el gobierno mexicano.

Más que un error o una indiscreción, impensable en una mujer que ocupa tan alto cargo y entrenada además, como pocos en Norteamérica, en las lides del poder sus dichos son el reflejo de una concepción estratégica que, más allá del discurso público y las “buenas maneras” diplomáticas, determina las acciones de Washington frente a México.

Ciertamente los últimos sucesos; el asesinato de los 72 migrantes, los coches bombas en Ciudad Juárez, los frecuentes narco-bloqueos en Reynosa y en Monterrey, la ejecución de un candidato a gobernador y tres alcaldes ponen de manifiesto, ante el mundo, que la estrategia de guerra contra el narco de Felipe Calderón, rebautizada de manera tardía como “lucha contra la inseguridad”, no tiene perspectivas reales de victoria.

El narco gana terreno. La versión de que la violencia creciente es expresión de su “desesperación”, resultado del accionar exitoso de las fuerzas federales pierde aceleradamente el piso y va quedando más bien, como tantas otras cosas en este gobierno, en el nivel de lo puramente propagandístico.

Pese a la muerte o captura de algunos capos lo evidente es que el narco, algunos carteles sobre todo, incrementan de manera sustantiva su poder de fuego, extienden su control territorial y asumen posiciones ofensivas cada vez más audaces.

Muchos de los que se han salido a desmentir a la Clinton toman de manera lineal y simplista que, la Secretaria de Estado, erró al hablar de “insurgencia” pues no existe en nuestro país una organización guerrillera como las FARC a la que se vincula a los carteles de la droga colombianos.

La Clinton sin embargo fue muy clara al hablar de un fenómeno de “insurgencia criminal”, es decir, de que los carteles mexicanos de la droga, sin necesidad de vincularse a una organización de carácter político, disputan frontalmente el poder del estado y apuestan, con éxito, a su desarticulación completa en amplias zonas del país.

Más allá del efecto devastador de sus declaraciones a nivel de imagen pública, que es lo que más preocupa a Calderón, está el hecho de que la concepción expresada en su discurso, constituye una severa amenaza a la soberanía nacional.

Se adivina en los dichos de la funcionaria la intención de, como lo hicieron en Colombia, incrementar su injerencia en los asuntos nacionales y lanzar un plan México. Allá en el sur y con el pretexto de salvaguardar su seguridad nacional terminó Washington por instalar bases con tropas estadounidenses. ¿Qué no será capaz de hacer en nuestro país?

Abandonó la Clinton el discurso de la corresponsabilidad de los norteamericanos. Lo cierto es que su jefe Obama, más allá de un pronunciamiento, con el que también movió el tapete a Calderón, al cuestionar su estrategia militar para solucionar el problema, tampoco ha hecho mucho ni para combatir el consumo ni para perseguir a sus capos locales.

El viejo halcón asoma en el horizonte; más dólares y más armas vienen en camino sin ser, ni los unos ni los otros, garantía de paz, además, claro, de que los desmentidos a la Clinton, para consumo en México, ni borran sus dichos, ni diluyen la convicción imperante en Washington, alimentada por la violencia incontenible y los yerros del gobierno de Calderón para salvaguardar su seguridad interna.

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jueves, 2 de septiembre de 2010

ME REHÚSO A OLVIDAR

Que, con motivo de sus respectivos informes de gobierno, se disputen la pantalla de TV Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Que, para amplificar ese ritual cortesano, saturen los diarios y la radio con anuncios, spots e inserciones pagadas.

Que ambos hagan exhibición pública de los éxitos de su gestión expresados en el típico rosario de cifras y de arengas patrióticas encendidas y de unidad, acrítica e incondicional, en torno a sus personas y respectivos proyectos políticos.

Que sus asesores lleven recuento puntual de las veces en que los próceres son interrumpidos por el aplauso de las élites que los rodean y se miren después en el espejo que, con nuestros impuestos, ha hecho de los medios masivos.

Que sean blanco tambien de la crítica y objeto del análisis que los desnuda, que los presentan más como fabuladores que como gobernantes o que disfruten, con los suyos, los elogios y alabanzas vertidos a granel.

Que hagan lo que les venga en gana en este festejo autocelebratorio, en esta competencia brutal por mejorar su “imagen pública”, su nivel de aceptación, su capital político a mí, con toda franqueza, me da lo mismo.

Ni una línea más de mi parte habrá de merecer, en este día, ninguno de los dos; el que se aferra a una silla que no ganó a la buena y el que pretende instalarse en ella llevándonos de regreso al pasado.

Tampoco he de escribir ni una línea del espectáculo masivo, que me parece indigno, ofensivo y lamentable, de este anacrónico besamanos que suplanta la obligación republicana de rendir cuentas a los ciudadanos a los que se gobierna y a lo que se sirve.

Yo me rehúso a hacerles el juego, me rehúso a olvidar que hace apenas unos días, en este país, en mi país, fueron masacrados 72 migrantes de Centro y Sudamérica y que este hecho nos desnuda y nos exhibe.

No hay gestión, ni éxito que presumir ante esta muestra palmaria de que la barbarie se ha instalado entre nosotros y de que en este país se vive, además, una crisis humanitaria de grandes dimensiones.

Me rehúso a olvidar y caer en el juego de la costumbre, en el de la indiferencia en la que nos instalamos, a fuerza de ir acumulando tragedias sobre nuestras espaldas, hasta que la próxima masacre nos saque de nuevo –por unas horas- del letargo.

Me rehúso a creer que todo ha cambiado y el rumbo se corrige sólo por una captura, la de un capo más, que hace a los mandos policíacos reclamar airadamente a la prensa y a la ciudadanía que no se reconozca ni su esfuerzo, ni sus triunfos.

Me rehúso también a replegarme de mi posición crítica o a desviar la mirada ante las acusaciones recurrentes en las redes sociales –amenazas más bien- de que, en tanto no considero adecuada la estrategia de lucha contra el crimen organizado, encubro a los asesinos o simpatizo con ellos.

Y esto mientras un mando militar, un Almirante de la Armada de México, pide al crimen organizado, en un arrebato de ingenuidad o de impotencia, mesura y sensatez ante las fiestas patrias.

Me rehúso a olvidar cómo es que la violencia que se ha instalado entre nosotros rebasa los limites del espanto y cómo, pese a esto, se nos habla de un México pujante que sólo existe en el discurso y se malgastan los dineros públicos –cuando hace falta inversión en salud, educación, cultura, seguridad y empleo- en nuevos rituales cortesanos encubiertos en celebraciones históricas.

Me rehúso a olvidar porque un hecho fortuito, un accidente, el choque de un trailer en las calles de la ciudad de México, exhibe, otra vez, a este gobierno tal como es; de cuerpo entero.

Me rehúso a olvidar porque sólo un gobierno que ha perdido al mismo tiempo el respeto por la vida y la dimensión política de sus actos es capaz de tratar con tanta y tan ofensiva frivolidad y descuido los despojos mortales de 56 de los migrantes asesinados en Tamaulipas.

Sin dignidad alguna, sin cuidado, en un trailer sin refrigeración y sin escolta, pese a tener los ojos del mundo encima, se han atrevido los que gastan miles de millones en propaganda, los que cuidan hasta el más nimio detalle de sus ceremonias, a traer hasta la capital esos cuerpos que en Ecuador o en Honduras son recibidos con honores militares.

¿Qué pensarán de nosotros, de este país de migrantes que demanda trato justo para quienes cruzan su frontera norte, nuestros hermanos de Centro y sud América hoy doblemente agraviados?

¿Qué pueden esperar de un gobierno, de una nación que olvida tan pronto una masacre tan monstruosa y que tan indigno trato da a los cadáveres de sus connacionales?

Crespones negros debieron colgar hoy en Palacio Nacional. Más que el tradicional grito debería escucharse un rotundo silencio, el del duelo, este 15 de Septiembre.

Me rehúso a olvidar la masacre de los 72 migrantes, la de los 17 estudiantes en Ciudad Juárez y la muerte de los 49 bebés de la guardería ABC en Hermosillo.

Muy otro sería el futuro del país si más que boato y vanagloria fueran la autocrítica y la reflexión, nacidas de una memoria viva, del respeto por esos muertos, las que prevalecieran en el discurso de quienes nos gobiernan. Entonces sí que les dedicaría unas líneas.


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jueves, 26 de agosto de 2010

MORIR EN MÉXICO

Eran 14 mujeres, 58 hombres; migrantes todos ellos, según las últimas informaciones, de Brasil, Ecuador, Honduras, El Salvador. Estaban a punto de concluir un azaroso trayecto a través de nuestro país y alcanzar la frontera con los Estados Unidos.

Iban, como parte de esas inmensas corrientes migratorias que se mueven en el mundo, del sur empobrecido al norte arrogante que levanta muros y cierra sus puertas a quienes, en el ejercicio del más elemental de los derechos, buscan oportunidades de trabajo y una vida más digna que su patria les niega.

No consiguieron llegar a su destino. En una carretera mexicana los detuvo un comando de los Z; a un pequeño rancho, al borde mismo de un camino de terraceria, los llevaron y ahí, después de golpearlos, los ejecutaron.

¿Qué tipo de hombre, de asesino, ordena la ejecución, dispara un arma contra decenas de seres humanos desarmados, inermes? ¿Qué fin persigue quien así, tan bárbaramente, actúa? ¿En que contexto nace y opera una banda criminal capaz de ejecutar una masacre como la del rancho San Fernando? ¿Qué pasa en un país, de migrantes además como el nuestro, que la vida vale ya tan poco y la de nuestros hermanos de centro y sudamericanos, que lo cruzan indocumentados rumbo al norte, menos todavía?

He registrado, con mi cámara al hombro, masacres resultado de la guerra, y el odio político y religioso. Sé de ese olor almizclado de la muerte tumultuaria que emanan las fosas clandestinas. He visto el rostro impávido de los genocidas justificando por “razones” estratégicas sus crímenes.

Estuve en El Mozote y en Copapayo en El Salvador; donde un solo batallón del ejército salvadoreño el Atlacatl y con el propósito contrainsurgente de “sacarle el agua al pez” asesinó a casi dos mil campesinos.

Supe de las masacres de la selva guatemalteca; hablé con sobrevivientes de las mismas y estuve, una mañana tristísima, en el entierro colectivo de las víctimas de la masacre de Acteal donde 45 personas fueron asesinadas por un grupo paramilitar.

También allá, en los Balcanes, seguí las huellas del odio y la barbarie, esa segunda piel del hombre, en ese oscuro tiempo de las operaciones de “limpieza étnica”.

Detrás de todos esos crímenes de lesa humanidad había, de alguna manera, un propósito político, étnico o religioso. Mataban los asesinos en el cumplimiento de un diseño estratégico; para “acabar” con un enemigo, sustraerle base social, enviar un mensaje sangriento a los indecisos y afianzar su poderío.

La masacre de San Fernando es diferente. Los Z aquí mataron por matar y no digo que los otros, los que lo hacen con uniforme y ateniéndose a un plan político-militar, no sean tan criminales como éstos.

Digo que, en este caso, esa masacre fue producto tanto de un arrebato sádico del jefe del comando, como de un entorno en el que se desprecia profundamente la vida y donde la única ley que vale ya es la de “plata o plomo”.

Digo que este crimen es –a contrapelo de lo que, empeñado en eludir el golpe, Felipe Calderón declara- más que resultado de la acción del estado en contra del crimen organizado expresión de la derrota de la estrategia de guerra contra el narco del actual gobierno y expresión, también, de la profunda descomposición social en que vivimos.

Si los ciudadanos mexicanos, sobre todo en esa zona que es tierra de nadie, viven expuestos, sin protección alguna, a la violencia del crimen organizado que decide impunemente sobre vidas y haciendas ¿qué pueden esperar aquellos que, por décadas, han sido en su cruce por México, víctimas de vejaciones y que se mueven además, humillados y ofendidos, en la más absoluta oscuridad?

Si poco se sabe de lo que en el México bárbaro ocurre; nada se sabe, en realidad, de lo que sufren los migrantes de centro y sud América. No están ni en la agenda de preocupaciones del gobierno que, a pesar de las advertencias de la ONU y la CNDH minimiza sistemáticamente el problema, ni tampoco en las prioridades de las jefaturas de información de los medios de comunicación.

Aunque son decenas de miles estos migrantes no existen. Deambulan anónimos e indocumentados por el país sorteando todo tipo de peligros. Botín del crimen organizado ahora, que los secuestra y extorsiona, lo han sido siempre de autoridades venales y cuerpos policíacos; federales, estatales y municipales que medran con su necesidad y su dolor.

La masacre de San Fernando los ha hecho hoy visibles. Dolorosamente visibles. Estos 72 cadáveres son la muestra palmaria y tal como dice el periodista salvadoreño Oscar Martínez, de que en nuestro país, además de todo, se vive una crisis humanitaria que no puede, en tanto los ojos del mundo nos miran de otro modo, resolverse, como siempre, a punta de spots.

Morir en México; morir masacrados fue el destino de 72 mujeres y hombres. No podemos, ni debemos olvidarlo. No si queremos tener la mínima solvencia para defender de la xenofobia a nuestros compatriotas que cruzan y viven al norte del Bravo. No si queremos volver a vivir en paz; en esa paz que a ellos, en tierra mexicana, les fue negada para siempre.

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jueves, 19 de agosto de 2010

LA TERCERA CRISTIADA

Embozados en una supuesta cruzada en defensa “de los valores fundamentales de la fe, de la familia, de la moral que –según el vocero de la arquidiócesis de México Hugo Valdemar- evidentemente tiene la iglesia” Cardenales y Obispos que , salvo honrosas excepciones, han iniciado, con la clara complacencia del panismo hecho gobierno, una nueva asonada contra la democracia.

No se trata pues sólo de exabruptos de prelados, como el Cardenal Sandoval Íñiguez, de conocida boca floja y afectos a utilizar, a la primera oportunidad, el lenguaje más soez y violento, sino de una estrategia política diseñada con precisión para, desde ahora y burlando las limitaciones que la Constitución impone a los ministros de culto, manipular la voluntad popular de cara a la sucesión presidencial y pervertir, como ya lo hicieron en el 2006 con su abierto y cínico proselitismo, el proceso electoral del 2012.

Devuelve así la alta jerarquía los favores recibidos a Felipe Calderón quien, sentado como está –“haiga sido como haiga sido”- en la silla presidencial, no ha dudado en poner al servicio de los intereses confesionales las instituciones del estado lanzando a la Procuraduría General de la República, que tendría que ocuparse de perseguir criminales, a diseñar y estructurar ofensivas jurídicas para revertir –hasta ahora sin éxito- conquistas ciudadanas como el derecho a decidir de las mujeres, el matrimonio entre parejas homosexuales y el derecho a la adopción de las mismas.

Más allá del intento de devolver al país a los tiempos de la inquisición, limitar libertades y derechos que no lo son tan sólo de la comunidad homosexual sino de todos los ciudadanos.

Más allá de su violenta prédica de la intolerancia y de sus calumnias y acusaciones contra los ministros de la SCJN o de un gobernante democráticamente electo como el jefe de Gobierno capitalino Marcelo Ebrard lo que los altos jerarcas de la iglesia católica están haciendo y con conocimiento de causa, es lanzar –con la mira puesta desde ya en el 2012- una tercera cristiada.

No es gratuito que el vocero del Arzobispado hable de “persecución religiosa” en una clara referencia al conflicto armado que se produjo en los tiempos en que Plutarco Elías Calles gobernaba al país y que ocasionó la pérdida de decenas de miles de vidas e intente revivir el fantasma de la guerra santa.

Tampoco es gratuito que Valdemar acuse a Ebrard de usar contra la iglesia “toda la fuerza del estado” y pretenda escudarse, saltando por encima de la Constitución, en el derecho de los prelados a criticar las acciones del gobierno de la ciudad de México.

Quieren voceros y jerarcas preparar, desde ya, a su grey para el combate; invocan para eso la imagen, siempre eficiente del dictador que persigue a los creyentes y apuestan a despertar los más oscuros y primitivos instintos de la población amenazándola de nuevo con la condenación eterna si permiten la instauración de un régimen que permita la depravación y la pérdida de los valores cristianos.

Habida cuenta de los resultados de su “exitosa” participación en la guerra sucia de los comicios del 2006 que, para la alta jerarquía eclesiástica, fue como una segunda cristiada y concientes de que, desde el púlpito, ayudaron a frenar a aquel que consideraban “un peligro para México” vuelven los prelados a las andadas, se remangan las sotanas y se lanzan a una tercera confrontación.

Suicida y corto de miras, como ya va siendo la norma, el gobierno de Felipe Calderón, los deja hacer sin percatarse que el daño que a la democracia se hace desde el púlpito nos arrastrara a todos. Ciertamente no hubo muertos en el 2006; murieron si acaso la legitimidad de los procesos electorales y la confianza de la gente en ellos. Hoy y tal como está el país, promover y además desde tan temprano, el encono y la discordia puede tener consecuencias fatales.

Hay demasiado miedo en las calles y el miedo, el peor consejero del hombre, lo hace cometer las peores atrocidades. Irresponsables los altos prelados incitan a la violencia; contra aquellos que representan, según ellos, una amenaza contra los valores cristianos y también contra aquellos que, gobernando, han permitido que se legisle y vote esta ampliación necesaria, aunque para ellos sacrílega, de libertades y derechos.

Ciertamente el discurso del Cardenal Sandoval Iñiguez es, sobre todo con los índices de homofobia imperantes en este país, una irresponsable invitación a cometer más crímenes de odio. Ciertamente también constituye una flagrante violación; pues lanza impunemente acusaciones sin prueba alguna. Lo mas grave, sin embargo, es que con su prédica de odio, el Cardenal, como Valdemar, hacen un abierto llamado a la subversión, a la guerra santa y atropellan, conciente y deliberadamente, las reglas mínimas de la convivencia pacífica.

Ligero sería considerar sólo producto del fanatismo, la intolerancia o la estupidez lo que Sandoval Íñiguez –“lo dicho, dicho está” ha reiterado- predica al amparo de su investidura. No es pecado lo que él y otros como él cometen; es un delito de lesa democracia.

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jueves, 12 de agosto de 2010

EL PODER DEL MIEDO

Segunda y última parte

“Serán los potros negros
de bárbaros Atilas
o los heraldos negros
que nos manda la muerte”
César Vallejo


Se les hizo fácil; abrieron la caja de Pandora sin pensar que una vez abierta ya no hay forma de dar marcha atrás. Poseídos ellos mismos por un miedo cerval,
aterrorizados, por la sola posibilidad de perder sus prebendas y privilegios históricos, herencia divina más bien, decidieron romper, sin más, las reglas de la apenas recién nacida democracia con el más pernicioso de los enemigos de la misma: el miedo.

No les fue difícil lograr que una población sin las defensas y los anticuerpos para resistir el contagio, esos que nacen de una cultura de la legalidad profundamente arraigada, contrajera esta perniciosa enfermedad. Apelaron a los más oscuros y primitivos instintos del ser humano y lograron, tras un intenso bombardeo, inocular el virus en una “masa” que comenzó a temer la diferencia como el más grave de los peligros.

Lograron pues, sin calcular que algún día el efecto habría de alcanzarlos a ellos mismos, desacreditar hasta hacerla perder sentido por completo a la democracia y convirtieron, pulsando sus demonios, al hombre, como dice Hobbes, en el lobo del hombre.

Los barones del dinero, la televisión privada y el segmento de la clase política nacida a su amparo y que trabaja siempre a su servicio, conspiraron juntos.

La inoperancia de las instituciones de control y aseguramiento del funcionamiento limpio y cabal del sistema democrático y la falta de escrúpulos de un presidente que, a contrapelo del mandato recibido en las urnas, metió ilegalmente las manos en el proceso hicieron el resto.

A la tarea de demolición se sumó, igualmente aterrada, la alta jerarquía eclesiástica. Desde el púlpito y la pantalla prelados y sacerdotes pintaron con los más vivos colores, los de la condenación eterna, la apocalíptica amenaza que se cernía sobre la nación mexicana.

Así líderes empresariales y políticos, pastores religiosos, cadenas de TV se unieron en la tarea de hacer del proceso electoral del 2006 una “santa cruzada” y tratándose de “guerra santa” lanzaron anatemas, condenaron al fuego eterno a quienes se les oponían y prometieron la salvación eterna.

Profetizaron que, si la oposición se alzaba con una victoria electoral, las siete plagas asolarían al país. El crimen, la inseguridad, el desempleo, la miseria, la falta de libertades, la impunidad y la corrupción, si vencía López Obrador, campearían en México.

No llegó el opositor a la presidencia pero sí las plagas tan irresponsablemente invocadas; las trajo el miedo que con su presencia se nutre, se extiende y crece entre nosotros y todo lo devora.

Fue y sigue siendo el suyo el discurso del odio; el de conversión de los adversarios políticos, cualquiera que sea su bandera, merced a la propaganda, en un “peligro para México”. Ante la fe ciega perdieron sentido ideas y palabras. Se impuso el dogma, se sembraron entre nosotros la discordia, el encono.

A las profundas heridas de la pobreza, a las que 70 años de régimen autoritario hicieron al país, se suman hoy otras de aun más difícil curación; las de la frustración y la pérdida total de confianza en las instituciones de la democracia.

Con Andrés Manuel López Obrador, que cometió el imperdonable pecado de la soberbia, recurrieron al expediente de tacharlo de “Mesías” en obvia alusión al “anticristo” encarnación ancestral de todos los males, heraldo del fin del mundo.

Nada distinto hicieron y hacen hoy aquí de lo que en aquel “tiempo de canalla”, que diría Lilian Hellman, guío las acciones del gran inquisidor Joseph Macarthy y de Edgar J. Hoover, el verdugo.

Continúan aplicando el método, tropicalizado, de incentivar la paranoia colectiva a partir de la existencia de conspiraciones, que en la Alemania nazi eran judeo-masónico-comunistas y que aquí ponen en el mismo saco a opositores y al crimen organizado.

Émulos de Goebbels, los propagandistas gubernamentales, lo adelantan en la capacidad inmediata y masiva para promover, de ahí el discurso de la “unidad nacional” la descalificación y el linchamiento de quien sostiene una posición crítica.

Pero la epidemia continúa, incontenible, extendiéndose y alcanza a quienes la desataron. El miedo y el odio marcan a este gobierno, están en la raíz de su fallida doctrina de guerra contra el narco, de su insensibilidad ante la pobreza, de su adicción a la propaganda, de su irresponsable tarea de destrucción de consensos.

Demoledor nato corta este gobierno los últimos puentes dejándonos a todos, incluso a él mismo, sin más vía de escape aparente que el retorno al pasado y es que el miedo, como Saturno, devora a sus hijos.

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jueves, 5 de agosto de 2010

EL PODER DEL MIEDO

Primera parte

Miedo y fundamentalismo van siempre de la mano ya sea en la religión o en la politica; miedo a la condena de las almas, al castigo eterno, al infierno o a quienes creen en otro dios o aun creyendo en el mismo lo miran de manera distinta en el caso de la fe. Al enemigo interno o externo, depende del momento histórico, que amenaza con despojarnos de nuestra libertad y nuestro patrimonio, al que intenta destruir nuestra patria y atenta contra nuestra forma de vida en el caso de la política.

El miedo, explotado desde el poder o por aquellos enfrascados en la lucha por el mismo, es siempre una herramienta poderosa y rentable, la más efectiva de las armas; produce votos de los inseguros que buscan en la “mano dura” la ilusoria solución a los problemas, inhibe la participación de aquellos que podrían inclinar la balanza en otra direccion, viste con el sanbenito de los pecadores y herejes a los opositores, permite –en tanto despierta los más primitivos instintos en el ser humano- la construcción de consensos inauditos y despiadados, prostituye, corroe, corrompe a los seres humanos y por supuesto a lo que es –o debería ser- uno de los más acabados productos de la civilización: la democracia.

Es precisamente el miedo (la omnipresencia, la necesidad de Moby Dick diría Carlos Fuentes) el que, a lo largo de su historia, han usado las elites en Norteamérica como intrumento esencial para garantizar la gobernabilidad; pastores religiosos, altos funcionarios, gobernantes demócratas o republicanos, da lo mismo, se dedican a atizar el fuego, a prevenir a los estadounidenses contra las amenazas que sobre ellos se ciernen.

Miedo, han tenido o tienen los norteamericanos a los negros insurrectos, a los anarcosindicalistas, a los mafiosos italianos, a los nazis, a los japoneses, a los comunistas de afuera y de adentro, a los terroristas islámicos, a los migrantes ilegales que sin más armas que su voluntad de encontrar una vida digna que en sus países se les niega y su derecho al trabajo, cruzan desde el sur la frontera.

Miedo a los bandoleros primero y luego a los narcos latinoamericanos (toda una leyenda se ha hecho en Hollywood en torno a ellos) y claro, a los sanguinarios capos mexicanos que, hoy por hoy, constituyen según muchos la más severa amenaza contra la seguridad interna de los Estados Unidos.

Es el miedo, ese miedo cerval a “los otros”, los que tienen la piel de otro color, o profesan otra fe, o se visten de otra manera, o viven en otra cuadra incluso del mismo barrio o a los pandilleros o a los locos que, siempre, andan sueltos o a todo aquel que se mira, se siente, se considera extraño lo que hace que en casi todos los hogares de los Estados Unidos haya armas y que cualquiera pueda comprar, sin más requisito que su licencia de conducir, desde una pistola hasta un rifle automático de asalto.

Y fue el miedo –elevado a la categoría del arte y potenciado por la humillación, la frustración, el desempleo y la crisis económica- el que llevó a millones de alemanes, sí, a los descendientes de Bethoven, de Hegel y de Kant, en la década de los 30 a votar, para convertirlo en Canciller, por un oscuro cabo austriaco, Adolfo Hitler, que nunca prometió otra cosa más que la destrucción y la guerra y luego volvió a votar por él para volverlo dictador y despeñarse en un conflicto que costó más de 55 millones de vidas.

“Asegurar, ampliar el espacio vital para la comunidad del pueblo alemán” prometió Hitler a aquellos que se sentían despojados de todo, hasta de la honra y amenazados por múltiples enemigos. Para cumplir esa promesa y construir un Reich de mil años, predicaban Hitler, Himmler y su ministro de propaganda, Goebbels, a los alemanes, había que eliminar “razas” enteras; judíos, gitanos, eslavos y también por supuesto opositores políticos internos, comunistas, social demócratas y claro, por qué no y de una vez, homosexuales, enfermos, todos aquellos considerados “indignos”.

El miedo anula la razón; convierte la diferencia en amenaza; apela siempre a la uniformidad, borra las líneas, los rasgos que distinguen a una persona de otra y los vuelve a todos, no puede haber excepciones, no se toleran las excepciones, masa; masa enceguecida de creyentes, de cruzados, de asesinos.

Es el del miedo el discurso de la complicidad, embozada esta, en el llamado a la “defensa de la patria” a la “unidad nacional” cuando en estricto sentido se trata sólo de unidad en torno a un líder, a un proyecto político, a una “raza”, a una ideología que se considera la única válida, la única posible.

Y el miedo y peor en nuestros días, no solamente es fácil de inocular sino que, además, es extraordinariamente virulento y contagioso. Tenemos, todos, predisposición genética y cultural para contraer esa perniciosa enfermedad y hay muchos líderes políticos y religiosos que, impunemente, pulsan esas oscuras fibras. Por esta nuestra tierra, creo yo, ronda ya ese espectro; ha sido irresponsablemente invocado y de eso escribiré, aquí mismo, la próxima semana.

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jueves, 29 de julio de 2010

NOS QUEDA LA PALABRA

“Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.”
Blas de Otero

Pensaba escribir sobre el secuestro del #jefeDiego y la aparición de una nueva fotografía suya en cautiverio, acompañada de una carta (supuestamente de su puño y letra) y un comunicado de los secuestradores y el debate periodístico suscitado en torno a esto, pero no puedo, ni quiero, ni debo hacerlo.

Aun a pesar del peso de este asunto y sus implicaciones en la agenda nacional dejo el tema pendiente. Que, por lo pronto, los poderosos se ocupen o no se ocupen, si les viene en gana, de ellos mismos. Indignante resulta de por sí que se discuta si son 30 o 50 millones de dólares la cifra que exigen los secuestradores por el rescate del ex dirigente panista.

Qué políticos tan cínicos y corruptos los nuestros que, gracias al poder que en las urnas reciben o en los pasillos del palacio tranzan y negocian, se hacen tan inmensamente ricos. Qué tragedia la de esta patria desgarrada que se han repartido como botín esos que, supuestamente, deberían servirla.

Allá ellos, por hoy, y sus corruptelas y tragedias, que también lo son, en este espacio al menos.

Debo y quiero hablar aquí de quienes no tienen más defensa que su propia pluma, su libreta de notas o su cámara, de los reporteros que, en distintos puntos del país, en un ejercicio de enorme dignidad y valentía arriesgan la vida y “abren los labios para ver” y contarnos -le agrego a Blas de Otero- “el rostro duro y terrible de la patria”.

Ante la creciente ola de violencia criminal que, incontenible, avanza y amenaza cubrir todo el territorio nacional nos queda o nos quedaba la palabra y hasta esa herramienta primordial, “si abrí los labios hasta desgarrármelos” dice el poeta español, hemos comenzado a perder.

¿Y si nos quitan la palabra qué nos queda? Porque es eso lo que el crimen organizado pretende, o pretendía al menos en una primera etapa, al asesinar y secuestrar periodistas. Sellar esos labios que dan testimonio de lo que en este país sucede o peor todavía volverse ellos mismos, los sicarios, los capos, los asesinos interpretes únicos de esa realidad.

Porque el crimen necesita de ese silencio, el de la prensa crítica, objetiva, de esa para la que no hay más mandato que el de los hechos, para seguir operando impunemente. Porque el terror se expande cuando la palabra, la crónica, la historia puntual de los hechos no lo desnuda y exorciza.

Para garantizar ese silencio el narco que, en primera instancia y apegado a la norma de “plata o plomo”, simplemente se dedicó a comprar o matar reporteros ahora ha dado –y como respuesta al exceso propagandístico del gobierno y a errores editoriales trágicos (la foto de portada de la revista Proceso que muestra a Julio Scherer abrazado por el Mayo Zambada por ejemplo)- un salto cualitativo en su estrategia comunicacional.

Descubrió el narco el poder de la palabra y de la imagen televisiva y con ellas también quiere quedarse, sobre ellas también, a punta de fusil, quiere regir.

Del crimen ejemplar (los decapitados, los colgados) que hace del cadáver mutilado el mensaje, a la narco manta y el video de interrogatorios y ejecuciones en youtube el narco pasa ahora a querer establecer, mediante la extorsión y la amenaza, la política informativa de medios impresos y canales de TV.

Alcanza ahora el narco, secuestrando reporteros locales, aquellos que tiene al alcance de su mano y a corresponsales enviados desde las capitales, los centros neurálgicos de decisión de la prensa nacional y ante esto ¿qué nos queda?

No puede ni debe el gobierno mantenerse al margen de este dilema. Menos todavía instrumentar esta tragedia –que lo es y de enorme magnitud- para moderar la crítica periodística o incluso “vender seguridad” a medios y periodistas a cambio de su incondicionalidad; una prensa sumisa ante el poder es tan perniciosa como una prensa callada por el crimen organizado.

Tampoco preservar la palabra es asunto exclusivo de funcionarios, periodistas y dueños de medios. Toca a la sociedad movilizarse para crear una especie de escudo en torno a los que tienen el deber y la responsabilidad de informarla sobre lo que sucede.

La tarea no es fácil. ¿Cómo enfrentarse a asesinos despiadados que tienen, además, control territorial, base social, vasos comunicantes con los cuerpos policíacos? Urge un debate nacional y urge sobre todo exigir la libertad de los reporteros secuestrados y la seguridad para aquellos que continúan reporteando en el terreno, más ahora que la noticia de la muerte de Ignacio Coronel puede hacerles correr, a nuestros compañeros, riesgos más graves todavía.

Nos queda la palabra. Hagamos uso de ella: #losqueremosvivos.


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