lunes, 28 de diciembre de 2009

¿Noche de paz?

Para Rosalba a quien tanto queria.



Pase muchas navidades lejos de los míos en países en guerra compartiendo la zozobra de aquellos que sabían que la paz de esa noche era solo un artificio y que la muerte y la violencia agazapadas seguían ahí listas para saltar sobre ellos con renovados brios. Hoy con los míos, en mi patria, esa vieja zozobra se reanima solo que ahora la cámara, el oficio y las mínimas certezas que me acompañaban han desaparecido y la angustia de otros, que antes retrataba, es hoy la mía.

¿Qué paz ha de haber en esta noche con más de un millón de nuevos desempleados que se suman a los millones que batallan en las calles y no tienen con que llevar a casa la cena o los regalos y a los que la frustración y la impotencia hieren en lo más hondo?

¿Qué paz ha de haber con centenares de miles de familias en las que el padre o la madre, los hermanos o los hijos han debido partir al norte para tratar de encontrar una manera de sobrevivir y están entonces quebradas, separadas por un muro y un papel que les condena a la ilegalidad y les dice que habrán de ser muchas las navidades escindidas?

¿Qué paz ha de haber en esta noche sabiendo que muchos millones mas de mexicanos han engrosado, en estos últimos meses, la filas de quienes sobreviven apenas en la pobreza extrema y para los que la navidad no significa mas que la insultante certeza de en este país cortado de tajo por la desigualdad a otros, muy pocos, les toca de todo lo que la vida ofrece y a ellos, los mas, no les toca nada?

¿Qué paz ha de haber en esta noche cuando cientos de miles de mexicanos (soldados, policías, funcionarios judiciales, sicarios, narcomenudistas, capos, campesinos que cultivan mariguana o amapola, comerciantes extorsionados por los narcos, civiles que viven en la tierra de nadie) están involucrados, de alguna manera, o son victimas en una guerra sangrienta que amenaza con extenderse a todo el territorio nacional y prolongarse por años o por décadas y donde los enemigos combaten sin respeto a los mas elementales principios de humanidad y la barbarie, que ya rebasa todos los limites del horror, ha dejado de alguna manera de sorprendernos?.

¿Qué paz ha de haber cuando la simulación y la mentira, la ineficiencia y el cinismo son el modus operandi de nuestros gobernantes tan dados a culpar al mundo de lo que aquí sucede, tan incapaces de reconocer sus propias culpas y mientras –por acción u omisión del poder- continúa instalado entre nosotros el imperio de la corrupción y la impunidad?

¿Qué paz ha de haber cuando las fuerzas del estado, la que deberían actuar con la ley en la mano, en cuya civilidad tendríamos que confiar, en cuyo recto proceder deberíamos depositar las esperanzas del fin, algún día, de esta sangrienta confrontación actúan como los mismos narcos a los que combaten y envían ominosos mensajes con los despojos mortales de su enemigo?

¿Qué paz ha de haber cuando irresponsablemente o peor aun resultado de un designio estratégico, de la doctrina de la muerte ejemplar, las fuerzas del orden desatan la ley del talion, fortalecen en sus enemigos la moral de combate que pretendían minar y abren las puertas al terrorismo y a la barbarie?

¿Qué paz ha de haber cuando una familia entera –en el afán estéril, porque en estos casos la propaganda no sirve para nada, de homenajear al héroe caído- es exhibida en la pantalla y en las paginas de los diarios y a las pocas horas masacrada mientras los mandos que desataron el horror, los políticos que pretenden atribuirlo a empleados menores se mueven, blindados y tranquilos, rodeados de sus impresionantes dispositivos de seguridad?

¿Qué paz ha de haber mientras la muerte aquí; los granadazos, las ejecuciones sumarias, las masacres permiten que en New York o Los Ángeles, de donde siguen llegando los dólares y las armas y ante la mirada de un gobierno que tolera el consumo y no persigue a sus propios narcos, esta noche millones de norteamericanos se dispongan a enfrentar la depresión crónica de la nochebuena con una grapa de coca o un carrujo de mariguana llegado del sur, de nuestra tierra ensangrentada?

¿Y de que paz hablan los supuestos pastores, los altos jerarcas de la Iglesia católica, que predican, con estridencia, desde el pulpito y los medios de comunicación la intolerancia, el linchamiento de las minorías, lanzando furiosas anatemas y cerrando las puertas del cielo a los que llaman pecadores, perversos, seres desviados que actúan contra la naturaleza, mientras mantienen las puertas y las arcas de la iglesia abiertas a los narcotraficantes y cierran los ojos ante los curas pederastas?

¿De que paz hablamos esta noche? De una que hoy es solo espejismo pero por la que, en tanto que esperanza y derecho de todos, hay que luchar. De la que nace de la justicia y la democracia: entendida esta última como una herramienta efectiva para zanjar, para acortar la brecha de la desigualdad. Caldo de cultivo de los males que nos aquejan.

jueves, 17 de diciembre de 2009

LOS SALDOS DE CALDERÓN.

Conveniente y apenas oportuna resultó, para Felipe Calderón, la caída en un enfrentamiento en la Ciudad de Cuernavaca, de Arturo Beltrán Leyva. Con la cabeza del “jefe de jefes” en la mano, Calderón pasea ahora con la frente en alto en Copenhagen donde, aprovechando los reflectores apenas unas horas antes, había puesto sobre el tapete, con la iniciativa de reforma política, su última y más radical apuesta antes de que, tras “tres largos años”, termine su mandato.

Aunque no se puede desestimar la importancia del golpe que la armada de México ha dado al narcotráfico, lo cierto es que en las filas del crimen organizado, no bien ha muerto el capo mayor, se lanzan ya vivas a su sucesor. Y es que los liderazgos, en ese mundo, duran poco y se renuevan de inmediato.

A sangre y fuego se ganan; de igual manera se pierden: a veces debido a la acción de los cuerpos de seguridad, otras veces a manos de narcotraficantes rivales que o ejecutan ellos mismos las operaciones o bien filtran información al Estado que resulta, paradójicamente, defensor de sus intereses criminales.

El hecho de que el Chapo Guzmán, enemigo declarado de los Beltrán Leyva, quien se fugara en el sexenio de Fox del penal de alta seguridad de Puente Grande, se mantenga libre e impune y se vea beneficiado directamente por la desaparición de su rival, siembra para muchos la sombra de la sospecha sobre el éxito más grande obtenido en tres años de guerra.

¿Habremos vuelto a los tiempos en que el gobierno se aliaba con un cartel para perseguir a otros? ¿Habrá sido el Chapo quien entregó a Beltrán Leyva? Estas son las preguntas que muchos mexicanos –y no sin razón- comienzan a hacerse.

Mientras las críticas a la guerra declarada por Calderón arrecian y desde distintos flancos se habla de la necesidad de revisar la estrategia o, incluso, ante lo que se considera su fracaso rotundo, de modificarla sustancialmente; la caída de uno de los capos mas sanguinarios, la irrupción exitosa de la Marina como nuevo protagonista estelar, parece dar un respiro a un hombre urgido por conseguir una legitimidad que, de origen, no tiene y sobre la cual tendría que construir su legado.

Un hombre que se precipita a la segunda mitad de su sexenio con las manos vacías y que, de no producirse un milagro, habrá de ser de alguna manera el artífice de la restauración del antiguo régimen.

Con un saldo negativo de reformas frustradas, desempleo creciente, solo victorias parciales en su guerra contra el narco y la nación sumida en una crisis económica estructural y profunda que no puede ya atribuirse a causas externas, Calderón y su gobierno están destinados a dar por concluido el breve, frustrante y desangelado paso del PAN por la presidencia de la república.

No podía Felipe Calderón, su pena de entregar el país al crimen organizado, como lo hizo en un acto de flagrante traición a la patria Vicente Fox, menos que dar la batalla frontal contra los capos.

En las actuales circunstancias y frente a la tolerancia del gobierno de los Estados Unidos ante el consumo creciente de drogas en su territorio y su criminal ineficiencia en el combate a sus carteles locales, es esta una lucha por la sobrevivencia del Estado. O se libra sin cuartel o lo perdemos todo.

El problema es, sin embargo, el cariz político y propagandístico, que como a todos sus actos, imprime Calderón a esta lucha y cómo, además, debido a su cada vez más evidente perfil autoritario, la ha convertido en una guerra parcial que se libra sólo a balazos y cuyas victorias, por tanto, están condenadas a ser de muy poco calado.

Una guerra así en la que se atacan sólo los efectos y no las causas está destinada a perpetuarse, a volverse, una forma de vida.

Olvidándose de combatir las razones que hacen que miles de jóvenes se sumen al narco, sin una política de salud pública coherente e integral que atienda el creciente consumo local, sin instrumentos eficientes para desmontar el poder económico y financiero de los capos, Calderón ha terminado por hacer de la exhibición de la fuerza pública en las calles el instrumento fundamental de su estrategia de legitimación.

La guerra para Felipe Calderón y los suyos, parafraseando a Claussewitz, es la lucha político-electoral por otros medios.

Porque aun en este quehacer sustantivo, en el que está en juego la viabilidad de la nación, cargan los dados. El combate al narco es utilizado como arma con la que se beneficia, por omisión incluso como en el caso del gobernador panista de Morelos, a los aliados y se perjudica a los adversarios políticos.

Además, claro, de la utilización del miedo, el factor de la inseguridad y la mano dura del gobernante, a la usanza de los regímenes fascistas, como herramienta propagandística primordial; la reedición pues, en verde olivo, del “peligro para México” que es preciso conjurar.

Así enfrentó Felipe Calderón en el 2006 a López Obrador. Así, al parecer, se prepara para enfrentar en el 2012 al hombre, que con la bendición papal, intentará ganar las elecciones y llevarnos de nuevo al pasado.


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jueves, 10 de diciembre de 2009

EL NOBEL DE LA PAZ A UN GUERRERO

Con la finta se fueron los académicos. Premiaron la esperanza; los traicionaron la realidad, la inercia, el fundamentalismo religioso, los intereses geopolíticos de la primera potencia de la tierra y este jueves, en Estocolmo, al recibir el Nobel de la Paz Barak Obama no sólo habló de guerra; de “guerra justa”, de “guerra necesaria”, pero de guerra al fin, sino que, además, instalado en el papel de guardián de la civilización occidental, de superpolicía del mundo, se dio el lujo de lanzar advertencias, desde la misma tribuna donde su esfuerzo por la paz era premiado, a Irán, a Norcorea: “Aquellos regímenes –amenazó- que rompen las reglas deber ser responsabilizados. Las sanciones deben demandar un precio real”.

Pero no sólo los académicos se fueron con la finta; también una buena parte de los electores norteamericanos que pensaban que con Obama dejarían de morir estadounidenses en Afganistán.

Con la bandera de la paz sacó Obama a los republicanos de la Casa Blanca. Prometió mucho; incumplió en casi todo. La prisión de Guantánamo sigue abierta y las violaciones a los derechos humanos de quienes están ahí detenidos se siguen violando. Prometió que iniciaría una retirada de las tropas destacadas en Irak y Afganistán y ha solicitado al congreso enviar 30 mil hombres más a esta última nación.

Las guerras, suele decirse en Estados Unidos, las desatan los republicanos pero las libran a fondo los demócratas. Y es que si el fundamentalismo de los primeros los lleva a perseguir villanos por el mundo entero, los segundos no han encontrado jamás la forma correcta de salirse del embrollo.

Moderan el lenguaje, se presentan ante el mundo como más tolerantes y abiertos pero, convencidos quizás de que sus promesas de campaña legitiman sus actos, los tiñen de un color más amable, siguen adelante por la misma senda y con el garrote en la mano.

Así como Lyndon Johnson escaló la guerra de Viet Nam toca hoy a Obama hacer lo propio en Afganistán. Con Kennedy primero y Johnson después comenzaron los bombardeos masivos a Cambodia y luego, ante el fracaso de las misiones aéreas, centenares de miles de soldados fueron enviados a combatir al sudeste asiático.

Con Richard Nixon los norteamericanos jugaban más bien un rol secundario en el conflicto vietnamita; tocó a los demócratas asumir el protagonismo en la conducción de la guerra. ¿Tocará a Obama ahora extender la guerra a Pakistán? ¿Se verá forzado, ante la corrupción e ineficiencia de sus aliados locales, a reconocer como inviable el proceso de transferencia del mando al gobierno afgano sobre el cual descansa su estrategia de salida? ¿Deberá entonces incendiar toda la región en su inútil esfuerzo por doblegar a los rebeldes?

Habló, además, el mandatario premiado, de los “estándares morales” que siguen los Estados Unidos en la guerra. “Esa –dijo- es una fuente de nuestra fortaleza” para afirmar después que por esa razón prohibió la tortura, ordenó el cierre de la prisión de Guantánamo y refrendó el respeto de su país a la Convención de Ginebra. Olvida convenientemente, el Presidente norteamericano, la forma en que las fuerzas armadas que comanda suelen librar hasta las batallas más insignificantes, el despliegue masivo de tropas que hacen a la menor provocación, el inmenso poder de fuego que suelen empeñar y el nulo valor que para ellas tiene la vida de los civiles extranjeros; “bajas colaterales” al fin y al cabo.

Es cierto que Obama heredó un problema irresoluble. La tragedia de los Estados Unidos –y del mundo- es que se meten muy rápido en guerras de las que luego tardan décadas en salir. Así como entró George Bush hijo, en cumplimiento de un destino manifiesto, a Irak; como un relámpago; así van a quedarse ahí sus sucesores por muy largo tiempo.

En la euforia de la victoria, sin pensarlo siquiera, desmantelaron los norteamericanos al ejército de Sadam y se quedaron sin interlocutores y sin un brazo armado local. En el frenesí de la venganza se lanzaron contra el régimen talibán; sin urdir antes una red de alianzas ni comprometer seriamente al gobierno pakistaní en la lucha. Saltaron al abismo en los dos casos.

Por sus propios errores, a causa de las deficiencias de su propia doctrina, están ahora empantanados en ambos países. Mientras más se muevan en esas arenas movedizas –y eso se le escapa a Obama- más van a hundirse.

El empleo desproporcionado de la fuerza, necesario para proteger a los 100 mil soldados desplegados en el terreno de combate, por otro lado, no hará sino potenciar el odio existente en el mundo islámico e incrementar exponencialmente el peligro de atentados en territorio estadounidense. El costo de la seguridad de unos cuantos será el riesgo al que se somete a millones.

Se equivocaron los académicos al premiar a un presidente que no puede hacer la paz. Se equivoca ese Presidente al creer que empeñando más fuerza conseguirá salir más rápido del atolladero. Al tiempo que lleva más “carne al asador”, aviva el fuego de la rebelión, alimenta el fanatismo y hace aun más honda la herida, más profunda la brecha.


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jueves, 3 de diciembre de 2009

CORTAR EL PUENTE

Segunda y última parte

A Monseñor Oscar Arnulfo Romero lo mandó asesinar, el 24 de marzo de 1980, Roberto Dabuisson, el creador de los escuadrones de la muerte en El Salvador, para, según él, cortarle la cabeza a la subversión comunista e impedir que la guerrilla creciera y se consolidara. Se equivocó el asesino. Pensaba que masacrando unas 30 mil personas, el arzobispo incluido, desmontaría a sangre y fuego el incipiente levantamiento popular. No sucedió así. Con la muerte de Romero el país se precipitó a la guerra civil. No impidió pues Dabuisson el crecimiento de la insurgencia. Con su crimen, por el contrario, nació formalmente el ejército rebelde.

A Ignacio Ellacuria y sus cinco compañeros jesuitas los mandó asesinar, el 16 de noviembre de 1989, el alto mando del ejército salvadoreño con el propósito de impedir que, a través de Ellacuria, se concretara un cese al fuego con la guerrilla cuando esta tenía en su poder tres cuartas partes de la capital salvadoreña. Se equivocaron de nuevo los asesinos. Su crimen terminó por erosionar el apoyo, hasta entonces incondicional de los norteamericanos al régimen y abrió la puerta de entrada, como mediador en el proceso de negociación, a la Organización de las Naciones Unidas.

Si con la muerte de Romero estallaron formalmente las hostilidades; con la muerte de Ellacuria se impuso finalmente un proceso de diálogo y negociación irreversible. Matar al Obispo desató la guerra. Matar al sacerdote jesuita la paz. Ambos religiosos, con su sangre, contribuyeron a la construcción de nuevos horizontes de justicia y democracia en El Salvador.

Qué lejos nuestros altos jerarcas religiosos; apóstoles de la intolerancia, servidores de los poderosos, encubridores de pederastas de aquellos hombres de Dios que supieron servir a su pueblo y escoger de qué lado debían ponerse. Qué lejos de Romero y Ellacuria estos cardenales, obispos y clérigos mexicanos que promueven la criminalización de la mujer que decide libremente sobre su cuerpo, cierran las puertas del cielo a los homosexuales, se postran frente al dinero y predican, desde el púlpito, el autoritarismo.

Cuánto recuerdan, los prelados mexicanos de hoy, a los obispos españoles que levantando el brazo hacían el saludo fascista y daban su bendición al baño de sangre desatado por Francisco Franco, “caudillo de España por la gracia de Dios”.

Es por sus acciones y omisiones; por su vergonzante papel que vale también la pena mirar de nuevo esos terribles y también luminosos sucesos en El Salvador.

Si de algo sirve la memoria de esos hechos es para eso; para comparar, para evocar, para revivir, para hacer un homenaje en estos tiempos de canalla, que diría Lilian Hellman, a aquellos que tuvieron el coraje de vivir y morir por una causa justa.

No cumplió el Mayor Roberto Dabuisson su propósito; con el nacimiento del ejército guerrillero esos que eran masacrados impunemente por los escuadrones de la muerte comenzaron a defenderse y a arrinconar a los asesinos.

Tampoco los miembros del alto mando del ejército salvadoreño cumplieron su objetivo. Impidieron, ciertamente y cito textualmente fuentes militares que me contaron hace años el crimen con detalles, la “humillante derrota” que, con la mediación de Ellacuria, habría de significar un cese al fuego que, vuelvo a citar, “libanizara” el país, pero, señalados por el mundo entero como asesinos, aislados y débiles, se vieron forzados, apenas unos meses después, a firmar la paz.

Una paz que les hizo más daño incluso que los más fieros combates. Resultado de los acuerdos el ejército se vio obligado a depurarse, a disolver los batallones de infantería de reacción inmediata, la policía de hacienda, la policía de aduanas y la guardia nacional y a compartir con la guerrilla el mando de una nueva policía nacional civil; integrada por exmilitares, exguerrilleros y nuevos reclutas.

Infringir tal cantidad de bajas al ejército gubernamental hubiera sido casi imposible al FMLN aun si este hubiera combatido, que lo hizo siempre, hasta obtener una aplastante victoria militar sobre su enemigo.

El padre Ignacio Ellacuria, a quien tuve el privilegio de conocer y a quien hoy recuerdo con emoción, sabía eso muy bien. Estaba claro de que esa guerra; esa guerra impuesta, necesaria, se ganaría no por el camino de las armas sino por el camino del diálogo y la negociación.

Esa fue su lucha; la de hacer que la palabra prevaleciera, tuviera de nuevo en El Salvador, peso, majestad, sentido y que además valiera para todos.
Si Monseñor Romero fue “la voz de los sin voz” Ellacuria fue la palabra que se impone sobre el tronar de los fusiles.

Él estaba convencido –y su tarea, la que le costó la vida, fue convencer a los demás- de que quien ha combatido sin tregua y negocia con dignidad, anteponiendo a sus intereses y convicciones ideológicas el bien de la nación, ni se rinde ni traiciona.

Cortar el puente era el propósito de sus asesinos; no hicieron sino abrir una avenida. Por ella, precisamente, accedió Mauricio Funes al poder.


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jueves, 26 de noviembre de 2009

LA POBREZA COMO ESPECTÁCULO

Ofrezco a los lectores una disculpa. No puedo, en las actuales circunstancias, la rabia me lo impide, seguir con la segunda entrega sobre el asesinato de Ignacio Ellacuria y los otros 5 sacerdotes jesuitas en El Salvador en 1989; debo posponer por una semana más la crónica de un crimen que, más que de odio y fanatismo como se le ha querido enmascarar, fue un crimen de estado. Un crimen además conocido, consentido, encubierto por Washington.

Lo sucedido el día de ayer en un centro de convenciones de la ciudad de México; el impúdico e indignante manejo de la miseria como espectáculo, la conversión del sufrimiento de millones de mexicanos en instrumento de destape, en pasarela política multimedia de Ernesto Cordero, flamante delfín del PAN y de Felipe Calderón, me obligan a mirar de nuevo hacia lo que sucede en nuestro país.

Escribo teniendo frente a mí la fotografía del titular de SEDESOL, del nuevo “showman”, del nuevo “rock Star” del calderonismo, caminando, del “tamaño de una tortilla” dice la misma nota del diario Reforma, ante una enorme pantalla donde se proyectan imágenes, también gigantescas y de ahí la comparación con la tortilla, de mexicanos en situación de pobreza alimentaria.

Lo hago después de leer, además, cómo el cronista describe la manera en que, frente a los ricos, los poderosos, los influyentes del país Ernesto Cordero fue adquiriendo paulatinamente, consciente de su propia importancia, mayor seguridad, mayor control del escenario.

Escribo imaginando cómo fue que su desempeño actoral puso tan de buen humor a su jefe, a su padrino, que este, pese a lo que le aconsejan sus asesores, se decidió a utilizar los mismos recursos técnicos para su discurso.

Escribo con indignación y rabia. Nadie debería tener derecho a exhibir así impunemente la pobreza; a lucirla para su propio beneficio político de esa manera; a producir ese lamentable aséptico y monumental tour tecnológico-cinematográfico por la tragedia ajena.

Esas familias, esos niños, esas mujeres que fueron exhibidos, que fueron utilizados por Cordero como telón de fondo, como recurso melodramático, como apoyo para sus gráficas y sus paseos, tendrían que poder defenderse ante tan cínica y terrible explotación de su imagen.

¿Con qué cara nos viene este señor a hablar del incremento alarmante de las cifras de miseria extrema en este país pavoneándose (con Steve Jobs presentando una nueva computadora lo compara el cronista de Reforma) en un escenario en el que, para su lucimiento, se han gastado millones de pesos del erario público?

¿Cuántas familias, de esas que en este sexenio ingresaron a la miseria y durante cuánto tiempo se alimentarían con lo gastado en ese espectáculo?

¿Cómo se atreven Cordero y Calderón a convocar de esta manera una cruzada contra la pobreza?

¿Cómo pueden ser capaces de hacer de esta tragedia nacional un show?

¿Es que no tienen recato alguno?

¿Es que son a tal grado rehenes de su hacedores de imagen; de esos charlatanes de tiempo completo que medran impunemente con la hacienda pública?

¿Es que acaso no se dan cuenta que de asuntos tan graves y tan delicados debe hablarse con enorme seriedad y que la pobreza extrema no necesita, para ser presentada correctamente, de recursos escénicos y propagandísticos sino de austeridad republicana, de compromisos reales y eficientes con aquellos que sufren ese terrible flagelo?

La miseria de millones de mexicanos es una atentado contra su dignidad, contra su propia naturaleza humana. Con eso no se juega, con eso no se lucra políticamente y menos cuando se es corresponsable de esa tragedia.

Porque por más que Felipe Calderón y Ernesto Cordero quieran escurrir el bulto. Por más que quieran hoy culpar de sus desaciertos en la conducción económica del país a factores externos, a la tan llevada y traída crisis mundial ante la cual no han sabido siquiera reaccionar, el hecho es que son ellos, junto con los prisitas, ante los cuales hoy doblan la cerviz y a los cuales, en el marco de su estrategia de precomposición electoral, culpan de todo, quienes han provocado esta debacle.

“Tres largos años” faltan para que termine, “haiga sido como haiga sido”, Felipe Calderón su sexenio. Sólo ahora voltea a ver a los pobres. Apenas hace unas semanas los utilizó, presentando las nuevas estadísticas de la miseria, para promover la aprobación de su paquete económico.

Vuelve hoy, de nuevo, a la carga, explotando sus imágenes, exhibiendo la tragedia, sólo para enmarcar la presentación en sociedad de su candidato presidencial. De un hombre: Ernesto Cordero, que a juzgar por el espectáculo de este miércoles pasado, ha demostrado tener más ambición que sensibilidad, más tablas que prudencia, más hambre de poder que respeto a quienes tienen hambre de verdad.


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jueves, 19 de noviembre de 2009

CORTAR EL PUENTE

Primera (de dos partes)

A eso de las 03:00 de la mañana del 16 de noviembre de 1989 un grupo de soldados del Batallón de reacción inmediata Atlacatl, una unidad elite del ejército salvadoreño entrenada en los Estados Unidos, entró a las instalaciones de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”.

Los soldados, comandados por los Tenientes José Ricardo Espinoza Guerra y Gonzalo Guevara Cerritos tenían una misión: asesinar a su rector Ignacio Ellacuria y a otros cinco sacerdotes jesuitas que, como él, dormían esa noche en la residencia Monseñor Oscar Arnulfo Romero de esa Universidad.

Los asesinos ejecutaron también, para no dejar testigos con vida, a la esposa del conserje y a la hija de ambos de sólo 15 años de edad. Luego de simular un combate en el estacionamiento de la Universidad para intentar atribuir la autoría del crimen a guerrilleros del FMLN, ejecutaron a los jesuitas disparándoles ráfagas en la espalda y dejando sus cuerpos tendidos en el pequeño jardín.

Todo esto sucedió en el marco de la mayor ofensiva insurgente de la guerra, cuando fuerzas del FMLN ocupaban, desde el sábado 11 de noviembre, los barrios más poblados de la capital salvadoreña y la parte nororiental de la ciudad de San Miguel, la tercera en importancia del país.

Durante años se ha manejado la hipótesis de que los asesinos actuaron sólo bajo las órdenes del entonces director de la Escuela Militar; el Coronel Guillermo Benavides, quien, supuestamente, habría ordenado la ejecución de los sacerdotes, cinco de ellos de nacionalidad española, por considerarlos, en un arrebato ideológico típico de aquellos tiempos de intolerancia y escuadrones de la muerte, aliados de la subversión comunista.

Esta versión exculpa convenientemente a los miembros del alto mando del ejército salvadoreño, al propio ex presidente Alfredo Cristiani y sobre todo a integrantes del grupo de asesores militares, políticos y de inteligencia destacados por la administración Reagan en El Salvador.

Más de cuatro mil millones de dólares, a lo largo de más de 10 años, invirtió Washington, en el marco de su doctrina de seguridad nacional que tantas vidas cobrara en América Latina, en el apoyo a los sucesivos gobiernos salvadoreños que enfrentaron a lo largo de más de 12 años a la insurgencia armada.

Sólo faltó al Pentágono una intervención directa y masiva de sus tropas. Armas, logística, adiestramiento de efectivos de la fuerza armada salvadoreña en territorio estadounidense, tecnología, soporte político y de inteligencia y la presencia constante de un grupo de asesores fueron parte del fallido empeño de Washington para derrotar a la guerrilla.

Escudados en la tesis del fanatismo, que permitió a muchos evadir toda responsabilidad, fueron sometidos a juicio y luego encarcelados por unos cuantos años sólo Guillermo Benavides, José Ricardo Espinoza, Gonzalo Guevara Cerritos y unos 40 soldados que participaron en la masacre.

Lo cierto, sin embargo, es que se trató de un crimen de estado y que tanto el alto mando del ejército gubernamental como un grupo de asesores, militares y civiles norteamericanos, no solo estuvieron al tanto de la ejecución sino que la ordenaron y después hicieron esfuerzos consistentes por encubrirla.

Lo cierto también es que el crimen se cometió no tanto por fanatismo sino con un propósito estratégico concreto: impedir que, con los buenos oficios de Ignacio Ellacuria, se concretara un cese al fuego con la guerrilla ocupando posiciones en la capital.

“Cortar el puente” que sólo Ignacio Ellacuria podía tender entre el gobierno salvadoreño, sectores importantes del poder económico y político y gobiernos extranjeros con la propia guerrilla fue el objetivo de quienes lo asesinaron y con él a sus compañeros.

Es verdad que sobre Ellacuria y sus compañeros, como en su momento sobre Monseñor Romero, pesaba una tácita condena de muerte. Su compromiso con la teología de la liberación y la opción preferencial por los pobres lo hizo acreedor a repetidas amenazas y fue la Universidad que dirigía víctima de varios atentados.

Más allá de eso sin embargo estaba la capacidad de este gran intelectual y agudo analista de la realidad latinoamericana para trabajar por la paz. El respeto que en todas partes concitaba lo hacía, en ese momento preciso, el único capaz de frenar el baño de sangre en el que El Salvador se hallaba inmerso.

Por eso lo mataron y de la conspiración para ejecutarlo, según ha quedado consignado en documentos recientemente desclasificados por la CIA y por averiguaciones que en esos tiempos realizamos en el terreno, estuvieron al tanto, desde un inicio, funcionarios civiles y militares norteamericanos.

Conocí a Ellacuria; conocí a sus compañeros y también a quienes los asesinaron. Y de su martirio y esas jornadas terribles es que me propongo escribir la próxima semana.


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jueves, 12 de noviembre de 2009

PARA CONSTRUIR LA DEMOCRACIA

Como la transición a la democracia, un anhelo largamente perseguido por millones de mexicanos y por el que muchos sufrieron prisión o incluso entregaron su vida, se frustró y hay, por todos lados, señales ominosas de retorno al pasado.

Como hemos perdido el camino hacia la construcción de un país más justo y equitativo; antes que nada por la traición de Vicente Fox, después por la imposición –“haiga sido como haiga sido”- de Felipe Calderón y luego por la falta de imaginación, audacia, creatividad e inteligencia de la izquierda.

Como hace falta recuperar ese aliento vital para salir adelante.

Como no podemos ni debemos permitirnos seguir hundiéndonos en el abismo de la simulación y la desigualdad.

Como estamos hartos de seguir siendo víctimas de gobernantes ineficientes, medrosos y corruptos que han hecho de la impunidad una segunda piel.

Como tenemos, por fuerza, que recuperar la esperanza y abandonar, aunque sea por un viernes, en este espacio al menos, la crónica del desastre que vivimos.

Me aventuro entonces a presentar, siguiendo la reiterada petición de los lectores que, hartos de la critica, quieren propuestas, tres iniciativas.

Primero y antes que nada insisto en la necesidad urgente de una moratoria de toda la publicidad oficial.

Que cesen de una vez y para siempre el gobierno federal, los gobiernos estatales y municipales, todas las instituciones del estado ese pernicioso, estridente y apabullante bombardeo propagandístico al que nos tienen sometidos.

Que así nos devuelvan a los ciudadanos, de una vez y para siempre, la voz para juzgarlos; elegirlos; desecharlos.

Que no nos digan ya –con el dispendio de miles de millones de pesos de la hacienda pública- en cada corte comercial, de la radio o la televisión, lo que hacen por nosotros y que se sometan, sin más escudo que sus propias acciones, al escrutinio público.

Que sea así la imagen pública del funcionario, del legislador, del magistrado, la que sus propios actos construyen y no la que publicistas, expertos en imagen y charlatanes de toda laya nos imponen.

Que no sean más los medios electrónicos –por la vía de la manipulación y el tráfico de espacios en pantalla o en el dial- los grandes electores y que nos sea devuelta a los votantes una soberanía por la cual hemos luchado y que nos ha sido arrebatada por los grandes concesionarios de los cuales, hoy, como la frustrada democracia mexicana, somos sólo rehenes.

No hablo, como Cesar Nava, quien aprovechando esa corriente que en contra de la política como medio para entendernos, han sembrado, de manera suicida e irresponsable, la televisión y su partido hecho gobierno, quien propone la suspensión del subsidio estatal a los partidos políticos.

Esa es sólo una maniobra más de quien, hipócrita y oportunista, sabe que cuenta con el aparato y el presupuesto federal para promoverse.

Hablo de la suspensión inmediata y total de toda actividad publicitaria de todas las instituciones del estado.

En segundo lugar propongo la creación de una institución autónoma para combatir la pobreza y hablo también del establecimiento de políticas de estado que rijan la actividad de la misma.

Así como se creó la CNDH ha de crearse, de inmediato, pues en ello nos va la posibilidad de sobrevivir como nación, una institución que vea por los pobres de este país.

Una institución que administre los recursos públicos para beneficio de las grandes mayorías sin convertir a lo pobres en rehenes o en clientes de uno u otro partido.

Que dejen ya los gobiernos y los partidos de explotar el hambre y la miseria.

Basta pues de programas como “solidaridad”, “progresa” y “oportunidades” que son sólo instrumentos electorales.

Atender a los millones de pobres de este país no puede seguir siendo, por la vía de la extorsión y el clientelismo, botín en disputa, como propone el PRI, entre el gobierno federal y los gobiernos estatales.

Propongo por último y porque la impunidad ha sido hasta ahora y habrá de ser en el futuro, si lo seguimos permitiendo, el sustento de gobiernos que manipulan el mandato popular o lo traicionan que se someta, para empezar, a juicio político a Vicente Fox y se lo lleve ante los tribunales.

La revisión de sus 32 cuentas de bancarias y de las de sus dependientes no es suficiente; hay que llegar al fondo. La magnitud de sus faltas exige una acción contundente.

Ese hombre, el que prometió sacar al PRI de los Pinos, el que entregó a los mismos de siempre el manejo de la hacienda pública y dejó a los suyos medrar a su antojo, no puede por el bien de una República que exige ser refundada, mantenerse incólume y seguir burlándose de todos nosotros.

Haría falta y para que los gobernantes respeten a los gobernantes, que quien ha delinquido desde el poder, quien ha traicionado a sus votantes, pague con cárcel sus delitos.

Saludable sería en este país y tal como estamos mandar a uno o varios expresidentes a la cárcel. Para que aprendan; para que aprendamos todos.

Son tres propuestas, de entre muchas posibles, que sirven, creo yo, para pavimentar el camino hacia la democracia perdida; traicionada mas bien. ¿Ud. qué piensa?


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jueves, 5 de noviembre de 2009

REFUNDAR LA REPÚBLICA

Tiene razón el Dr. José Narro, Rector de nuestra máxima casa de estudios, cuando llama y con urgencia a refundar la República. Tanta desigualdad, tanta injusticia, tanta corrupción, tanta ineficiencia, tanta simulación han de terminar ya antes de que la suma de todas ellas termine con nosotros.

La tarea nos corresponde a todos; no a un partido, una facción, una tendencia ideológica; sino a la sociedad que, harta, conciente, unida y decidida, se despierta y actúa. Ya, como decía León Felipe, nos han contado y nos sabemos todos los cuentos.

Los signos ominosos de la debacle están ahí; sólo los ingenuos, los necios, los complacientes o los que, a lo largo de décadas, han resultado beneficiarios de la catástrofe se empeñan en no verlos.

Y para darnos cuenta de la profunda descomposición que vive el país y que, en el ejercicio de lo políticamente correcto, las buenas conciencias se esfuerzan en negar basta tan solo mirar al norte.

Ahí, exactamente como lo hizo Adolfo Hitler, Mauricio Fernández, un siniestro personaje, se aprovecha de la crisis económica, del miedo que invade a la población, explota los instintos más primitivos y se atreve a vanagloriarse de la acción criminal de escuadrones de la muerte cuya entrada en operación se ha dado el lujo de convertir en promesa de campaña primero y ahora en método de gobierno.

Basta también escuchar la radio, ver la TV o leer la prensa para darse cuenta de que la trivialidad, en este asunto tan grave, ha terminado por imponerse.

“Folclórico”, “loco”, “singular” resulta, según muchos, Mauricio Fernández, un personaje que debiera, en otras condiciones, provocar y más allá de la más justificada indignación general, una reacción contundente de condena por parte del gobierno federal y una acción inmediata de las instituciones de procuración de justicia.

Nada se hace; en chiste local se convierte el hombre y sus dichos. En indiferencia y olvido sus atrocidades.

Intolerancia ante quienes piensan distinto. Tolerancia ante el crimen si este se comete desde el poder para, supuestamente, preservar la seguridad de los ciudadanos, sus familias y sus patrimonios. Profetas que prometen limpiar la sociedad de criminales e indeseables. Bienestar económico de corto alcance para unos cuantos. Sobre estas bases se edificó el fascismo.

También sobre el consenso, la uniformidad de los miedos más bien, resultado de la acción implacable de un formidable aparato de propaganda oficial, se levantó la dictadura nazi.

Todo comenzó con el desempleo y el miedo; después la ley y las instituciones, en defensa de las cuales supuestamente se actuaba, se vinieron abajo. ¿Es que acaso a eso nos acercamos sin siquiera darnos cuenta?

Nos hundimos. La República, tal como está, no da más.

El crimen organizado, por ejemplo, le cobra a Fernández, que además de todo es imbecil, un General Brigadier y su escolta por la osadía. Así es la guerra; si escalas el conflicto has de estar prevenido para la respuesta de tu enemigo que, por fuerza, ha de ser proporcional.

¿Cuántas vidas más tendrá entonces que segar Fernández o sus homólogos para, más allá de sus atribuciones, vengar la afrenta?

No digo, sin embargo, que no debe combatirse al crimen organizado. Ni rendirse, ni negociar es el camino. Esta guerra no puede dejar de librarse pero hay que hacerlo siempre dentro del marco de la ley y el más estricto respeto a los derechos humanos. Sólo así puede ganarse.

Quien fuera de la ley lucha se vuelve tan asesino como a los que combate, sin tener, además, la ventaja estratégica. Eso habrá de pasarle a Fernández y a los de su calaña. Asesinos habrá de heredarnos ese alcalde. Quienes hoy lo festejan deberían saber que mañana serán ellos las víctimas.

Las décadas del PRI en el gobierno instauraron la corrupción y la impunidad como forma de vida en el país. Es la desigualdad social resultado del régimen autoritario y la convivencia con el crimen organizado la garantía de la paz hasta entonces vigente.

Vicente Fox entregó el país a los poderes fácticos, ensanchó aun más la brecha entre los pobres y los ricos y cedió amplias zonas del país al crimen organizado. Felipe Calderón, empeñado en ganar una legitimidad que de origen no tiene, no ha podido hacer nada más que tratar de recuperar el terreno cedido por su antecesor, mantener una alianza con quienes lo llevaron al poder y empeñarse en un formidable e inédito esfuerzo propagandístico para decirnos que hoy vivimos mejor.

Los partidos, de izquierda o derecha, por otro lado, ensismismados defienden sólo sus prebendas y privilegios mientras, como pueden, tratan de repartirse lo que queda del botín.

Somos los ciudadanos, son, creo yo, la UNAM y las otras universidades públicas, sus rectores, catedráticos, investigadores y alumnos a quienes toca la tarea de reinventar la nación. No hay tiempo que perder.

Entre los barbajanes como Mauricio Fernández y el crimen organizado, entre la avaricia sin fin de los poderosos y la corrupción y sumisión de los gobernantes, entre la indiferencia y la ineficiencia de los políticos y los partidos ante los grandes problemas nacionales, estamos a punto de perderlo todo.

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jueves, 29 de octubre de 2009

PAN Y PRI DOS CARAS: UNA MISMA MONEDA

Continúa el sainete. Se enredan los autores del paquete fiscal. PAN y PRI se echan la culpa de la inminente alza de impuestos mientras se perfila el rostro del que habrá de cargar con el peso histórico de esta pifia monumental.

Felipe Calderón, que se sabe en la mira, de repente y en el colmo de la desesperación, haciendo suyo el discurso de AMLO, se lanza contra la iniciativa privada y acusa a las grandes empresas de no pagar impuestos. Presiona, quema sus naves, sabe que todos, menos él, podrán, al final, escurrir el bulto.

Prometió empleo y no cumplió. Prometió no subir los impuestos y tampoco cumplió. Su sexenio su agota. Los partidos que lo sostienen habrán de endosarle toda la culpa y convenientemente hacerlo a un lado. Chivo expiatorio habrá de ser. Presidente bisagra, será su mote, el que dio pié a la restauración.

Nadie en el PRI o en el PAN, por otro lado, quiere compartir con Calderón el peso de una medida tan impopular como irracional e inoportuna. Pero nadie propone una salida distinta. Tanto el 1% adicional al IVA del PRI o el 2% del impuesto de la pobreza representan de nuevo la salida fácil.

Para tapar el boquete fiscal y paliar los efectos de la crisis los dos partidos mayoritarios quieren aplicar la misma receta de siempre; cargarle la mano al contribuyente, al ciudadano ya de por sí agobiado por la crisis, al que no le queda más remedio que llevarse la mano al bolsillo –y sin tener empleo- pagar más para sobrevivir apenas.

Espantados ante la posibilidad de que la gente les cobre en las urnas el nuevo agravio se culpan mutuamente con el cinismo más descarado. Es el suyo sólo un espectáculo mediático; caminan por la misma senda pero no tienen el valor de reconocerlo. Puestos de acuerdo en lo esencial difieren en lo táctico; cuidan sus votos, no al país.

En ninguno, entre los muchos políticos panistas o priistas que han salido a la palestra, hay el menor asomo de autocrítica, tampoco, el más mínimo compromiso con las grandes mayorías empobrecidas.

No tocan ni con el pétalo de un recorte los millonarios presupuestos de propaganda oficial, no se atreven a recortar salarios y prebendas de los grandes funcionarios, menos todavía a reconocer la responsabilidad de los mismos en los continuos fracasos, en la bancarrota virtual, que su errática gestión ha provocado en las empresas paraestatales y las distintas dependencias del gobierno federal.

Lo suyo es la simulación. Como en el caso de la Compañía de Luz fabrican culpables y los exponen al linchamiento mediático. Tienen un formidable aparato propagandístico –que pagamos todos- para desviar la atención de los verdaderos responsables. Nada se dice de quienes a lo largo de todos estos años dirigieron esa dependencia; de los que establecieron las políticas, supervisaron el servicio, fijaron las tarifas, firmaron licitaciones y contratos, endeudaron a la dependencia.

Hablan de los males del sindicalismo como si no hubieran sido ellos los que hicieron crecer ese monstruo, los que, a punta de privilegios, lo mantienen vivo e impune en tanto les garantiza la permanencia en el poder.

Combaten a unos; los incómodos, mientras continúan sus tratos oscuros e indignos con otros. Persiguen a Esparza y tranzan con Elba Esther. Liquidan electricistas y dejan medrar a petroleros.

Se olvidan los del PRI de los años de corrupción, ineficiencia y caos en el que sumieron al país. De cómo convirtieron en botín el erario público. Se olvidan los del PAN del fracaso de sus supuestos planes alternativos y de su sumisión frente a aquellos a los que, siguiendo el mandato popular expresado en las urnas, deberían haber desplazado del poder.

La verdad es que cogobiernan; que el PAN no tuvo los arrestos para hacer una limpia a fondo y abrir nuevos horizontes. La capacidad de asimilar usos y costumbres del antiguo régimen que les permitió instalarse en el poder habrá de ser paradójicamente la causa de su caída.

Mantuvieron vivo al PRI, le abrieron las puertas y este partido, hoy, de vuelta, viene por ellos.

Fue con Vicente Fox, el que prometiera la captura de peces gordos, con quien se inició la debacle. Falto de coraje, de lucidez, de patriotismo puso a cargo de la hacienda pública a los mismos de siempre y al mantener intactos los pilares del antiguo régimen, al hacer uso de los mismos resortes para garantizar “haiga sido como haiga sido” el ascenso de Calderón al poder marcó inevitablemente el destino de su partido.

El modelo neoliberal, su modelo, hace ya décadas que no funciona y lo saben, lo sabemos todos porque hemos pagado muy caro su tozudez, su ineficiencia, su apego a un dogma; “El consenso de Washington”. Orgullosos contables de empresas que no estadistas cuidan la macroeconomía, el déficit público, hacen a la gente pagar lo que no tienen y hunden todavía más al país.

Pese al intercambio de acusaciones proponen PAN y PRI lo mismo; son lo mismo. Así de sencillo.


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jueves, 22 de octubre de 2009

NO MÁS IMPUESTOS

Finalmente el cogobierno PRI-PAN logró aglutinar, en su contra, al más amplio frente opositor. De poco ha valido en este caso la enorme maquinaria de propaganda oficial. Se metieron el gobierno y la aplanadora legislativa con lo que más le duele a la gente y han de pagar, espero y más allá de unos cuantos votos perdidos, las consecuencias.

Contra el paquete fiscal, ese engendro del que tanto y tan patéticamente se queja Cesar Nava tratando ahora, claro, de endosarle la responsabilidad a sus compinches del PRI, se alzan airadas las voces más diversas.

Empresarios, dirigentes sociales y sindicales, militantes de la izquierda electoral usualmente colocados en posiciones antagónicas irreconciliables se suman en la misma demanda: “No más impuestos”.

Sólo una combinación letal de ceguera y soberbia, con la dosis de estupidez propia de quien sólo sabe mirarse en el espejo, podían hacer creer a panistas y priistas coludidos, en este como en tantos otros asuntos, que iban a poder echar a andar así nomás el mentado paquete. Se equivocaron.

Les fallaron, en el apoyo que pensaban seguro e incondicional, sus aliados y señores los empresarios a quienes tanto han servido. A la izquierda, que tenían dividida, estigmatizada y postrada, estas medidas tan impopulares como irracionales, le han devuelto el aliento vital.

Como nunca tienen hoy los dirigentes de la izquierda, si actúan con inteligencia, creatividad, integridad e imaginación la oportunidad y la responsabilidad de volver a jugar un papel protagónico en la conducción de los destinos del país.

Falta, eso sí, que abandonen dogmas y prejuicios, recetas de charlatanes y publicistas, ruindad, intriga y pleitos sectarios y restablezcan –poniendo al país por delante y no sólo sus estrechos intereses electorales- la conexión profunda con los intereses de las grandes mayorías empobrecidas.

A quién se le ocurre, en un país en el que se han perdido, en poco menos de un año, más de un millón de empleos, donde millones de personas han pasado a engrosar las estadísticas de la pobreza alimentaria y donde muchos millones más luchan para sobrevivir apenas un poco más arriba de la línea de la miseria, aferrarse de nuevo a los cánones –que no principios- de la política económica que ha llevado el país a la debacle.

Golpean simultáneamente, con el paquete fiscal, PRI y PAN a patrones y trabajadores, a capitalistas y luchadores sociales. Desalientan la inversión y el empleo. Graban el ingreso y el consumo. Disparan a tontas y a locas en direcciones opuestas. Se atreven a empujar al país un paso más en dirección al abismo. Juegan con fuego.

Indigna profundamente escuchar a diputados priistas darnos, con tanta displicencia y seguridad, lecciones de economía. Ofende escucharlos hablar de los impuestos como si no hubieran sido ellos quienes se dedicaron a enriquecerse por décadas con lo recaudado y a inventar todo tipo de trampas para, colocados en la posición de contribuyentes por que son duchos en eso de ser políticos-empresarios, evadir las obligaciones fiscales.

Cómo se atreven, esos mismos que, en la Secretaria de Hacienda del régimen autoritario, fraguaron esta debacle a hablar de que no quedaba otro remedio, de que es esta la mejor solución. Son ellos y los panistas, esos que los sacaron de Los Pinos y los mantuvieron a cargo de la Hacienda pública, quienes hundieron este país.

Mentira que la crisis nos haya llegado de fuera; de lejos y de muy adentro venía.

Si tanto dinero necesita el gobierno no tenían los legisladores más que hurgar en la cuenta pública del gobierno de Vicente Fox y aclarar qué fue de los excedentes petroleros y qué de los fideicomisos.

Si dinero querían para tapar el boquete que su propia ineficiencia produjo por qué no cortar de tajo y de inmediato el flujo de recursos públicos que se malgasta en la propaganda del Estado, por qué no disminuir privilegios y prebendas a los funcionarios.

Anuncios de medidas fiscales y alzas en los impuestos como las que se han aprobado en México en cualquier otro país hubieran ya provocado o bien paros empresariales si nos atenemos a aquello que afecta al capital o violencia en las calles si hablamos de las medidas que atentan contra la economía familiar.

Aquí el PRI y el PAN no han querido escatimar posibilidades de conflicto. En el colmo de la falta de sensibilidad social, de la más elemental racionalidad política, en la carencia total, incluso, de la más mínima noción de defensa propia, se han atrevido, de un solo plumazo, a convocar lo que puede volverse una tormenta perfecta.

Confían, claro, en que la gente adormecida por la propaganda, esperanzada con el mundial de football, hipnotizada por la pantalla dejará pasar este nuevo agravio. Creen que su capacidad de inclinar la testa ante el sector empresarial y ofrecerle –gracias a que han elevado la corrupción a la categoría del arte- nuevas oportunidades de negocio habrá de amainar el temporal que también ahí se gesta.

Ojalá esta vez se equivoquen. Si de alguna manera la gente soporta de nuevo el golpe sin reaccionar. Si la inacción del capital les garantiza inmunidad sólo se habrá potenciado aun más todavía el estallido social o la falla sistémica en el modelo de control que algún día, si seguimos en esta ruta de colisión, habrán de producirse.



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jueves, 15 de octubre de 2009

REPRESIÓN Y CONSENSO

Hace rato ya que para los regimenes autoritarios –salvo para algunas dictaduras- es más importante el consenso que la represión. Fueron Hitler y Goebbels quienes dieron la pauta. Contra lo que comúnmente se cree en la Alemania nazi la propaganda tenía más peso, al menos entre la población nativa, que el terror y la represión.

Ciertamente, en un primer momento y como lo establece entre otros autores Robert Gelatelly, Adolfo Hitler desató una feroz persecución contra sus opositores comunistas y socialdemócratas. Muchas mujeres y hombres fueron asesinados y decenas de miles terminaron en campos de concentración. El arma más eficaz para destruirlos definitivamente fue, sin embargo, la propaganda.

Pulsando adecuadamente los miedos de la población y reanimando el primitivo sentimiento antisemita y conservador característico del alemán medio, Goebbels logró que millones de personas dieran un salto ideológico radical y se convirtieran, en los hechos, en colaboradores eficaces de la GESTAPO y en guardianes del régimen y garantes de su continuidad.

Pioneros en la aplicación de encuestas semanales los nazis medían rigurosamente los efectos de su política represiva contra la oposición, de sus cada vez más frecuentes y violentas acciones antijudías y de medidas con tremendo potencial antipopular como la eutanasia.

Con los resultados de estos estudios en la mano realizaban campañas propagandísticas, emisiones radiales e incluso películas para modificar las opiniones y la conducta de aquellos que aparecían como objetores de conciencia o de los que, simplemente, manifestaban algún tipo de reserva ante estas acciones del régimen.

La consolidación del III Reich, dependía, según sus ideólogos, de que este gozara de un amplio, rotundo e in disputado consenso entre la población. Aunque los nazis perdieron la guerra no perdieron, ciertamente, esa batalla interna. Sólo eso explica cómo más de 80 millones de personas mataron y murieron con tal frenesí.

No hubo casi ningún alemán ajeno al holocausto o a las masacres efectuadas por las tropas y las unidades de policía en el frente del Este. Todo el mundo lo sabía todo; por cartas, por diarios, por rumores, por la prensa incluso o por estar involucrado de alguna manera en esa gigantesca maquinaria de muerte. Aun en sus aventuras más criminales el régimen logró construir una enorme y compleja red de complicidades.

Muy lejos están, por supuesto y no es mi propósito compararlos, los regímenes autoritarios mexicanos del régimen nazi. No tanto sin embargo, en tanto que autoritarios y antidemocráticos, de algunos de sus métodos más eficaces. Por ejemplo el de la gradual sustitución de la represión como herramienta de control por otros instrumentos, como la corrupción o la propaganda, igualmente eficientes si de construir consensos se trata.

El PRI compraba conciencias, construía clientelas, era la corrupción, además del garrote que nunca dejó de usar del todo, su instrumento esencial de gobierno.

Nacido de un proceso democrático al que traicionó, el gobierno de Vicente Fox mostró muy pronto su rostro autoritario y además de caer en la corrupción generalizada desató una brutal ofensiva propagandística para adormecer conciencias y garantizar la permanencia de su partido en el poder.

En la misma línea Felipe Calderón, cuyo rostro autoritario asoma cada día con cada mayor nitidez, apuesta también a la misma receta.

Los maestros del “haiga sido como haiga sido” pulsan irresponsablemente, poniendo en riesgo la paz, los miedos de la población, alientan al México bárbaro e incentivan la polarización política. Quien protesta, quien se opone al régimen es caracterizado de inmediato como un fanático, como un loco, como un “peligro para México”.

Un creciente y apabullante consenso conservador domina las páginas de los diarios, el cuadrante radial, la pantalla de la televisión y campea un clima de linchamiento mediático.

En un cínico ejercicio de doble y cara y doble moral se condena al Sindicato Mexicano de Electricistas mientras se mantiene una oscura e indigna relación con personajes como Elba Esther Gordillo o como Salvador Barragán.


Dice Ciro Gómez Leyva que las encuestas demuestran el apoyo popular a la liquidación de Luz y Fuerza del Centro. ¿Y cómo habría de ser de otra manera estando la población sometida a tan inclemente bombardeo propagandístico?

Anduve este jueves en la marcha; la caminé como he caminado tantas otras sólo que, esta vez, sin la cámara al hombro. Viví esa marea enorme y encrespada. Unos dirán, ateniéndose de nuevo a las encuestas, que no fue nada. Un episodio más, el estertor final. ¿Quién sabe?

Lo cierto es que lo que la izquierda no había logrado en años lo consiguió Calderón: los jóvenes salieron de nuevo a la calle; alegres y encabronados. ¿Será que son inmunes a la propaganda? No lo sé. Eso espero.

En todo caso al verlos pienso en Bertolt Brecht y vuelvo a la Alemania de la represión y el consenso; hay, aunque sean pocos, quienes no se quedan mirando a través de la ventana como se llevan al vecino y por los que, de tan conformes y adormecidos que están, habrán de venir mañana. Esos jóvenes me parecieron de esa pasta. De los que no se quedan con los brazos cruzados.

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jueves, 8 de octubre de 2009

UNA ACCIÓN CIUDADANA PARA FRENAR LA PUBLICIDAD DEL ESTADO

De nada sirvieron las dos cartas publicadas aquí. Los legisladores no acusaron recibo. Ninguno de ellos; ni siquiera los de la izquierda, se dio por aludido. Tampoco se pronunciaron -ni en defensa propia- y aunque son ellos los que más gastan, los funcionarios de las distintas dependencias del gobierno federal, de la jefatura de gobierno de la ciudad o de los otros estados de la república.

El bombardeo propagandístico del Estado continúa y al parecer a nadie, dentro del aparato burocrático, se le ocurre pensar que es malsano, excesivo, totalmente inadecuado y más todavía en momentos de crisis como el que estamos atravesando, malgastar el dinero público a raudales, pregonando las supuestas virtudes de servidores públicos e instituciones.

Escribo desde Madrid en donde ni el gobierno español, ni la municipalidad, ni las Cortes gastan un euro en autopromoverse como, estoy seguro, tampoco lo hacen el resto de los gobiernos europeos. Escucho la radio, veo la televisión, camino por las calles sin ser asaltado por el ensordecedor pregón al que estamos acostumbrados en México.

Si algo aquí se comunica desde el Estado y con recursos públicos, es para prevenir, orientar, educar o servir a la población y no para nutrir el ego de funcionarios y legisladores y pavimentar su carrera política.

La publicidad política, por otro lado, está severamente reglamentada y se produce sólo dentro de los lapsos legales cercanos a la elección. Eso, en contraposición de lo que piensan los comunicólogos mexicanos, la hace incluso –por mesurada- más eficiente y creíble.

Quien de entre los servidores públicos aparece en la prensa o en los noticieros de la radio o la TV, se lo ha ganado con sus acciones o con sus omisiones, ha hecho noticia de tanto acertar o de tanto fallar en el desempeño de sus funciones.

El posicionamiento ganado ante la opinión pública -en la mayoría de los casos porque aquí también se cuecen habas- es resultado de sus propios actos y no del gasto indebido de los dineros públicos.

“¿Cuándo se va a cansar –me preguntó una reportera en el estreno de “Backyard”, la película de Sabina Berman y Carlos Carrera sobre los feminicidios en Ciudad Juárez, en la que tuve el privilegio de participar- de tocar estos temas sociales y políticos, de pegarle con la cabeza al mismo muro?”. “Me voy a cansar –le respondí- cuando se caiga el muro”.

En esas mismas ando con este otro tema: el de la moratoria inmediata a la excesiva y grosera publicidad del Estado, así que, de nuevo, aprovecho este espacio e insisto en que es preciso detener de inmediato el bombardeo; poner coto a la sangría que tanto funcionario venal hace al erario.

Insisto en el tema pero ya no busco ni que me lean, ni que me escuchen y menos todavía que me respondan esos a los que tanta palabrería ha dejado sordos –es inútil hablarle al poder y pedirle que se modere- sino que me dirijo a usted querido lector que, como yo, paga y padece estos excesos.

Es preciso que seamos nosotros, los ciudadanos, quienes tomemos cartas en el asunto. Hemos sido sometidos durante tantos años y de tal forma al bombardeo publicitario del Estado que quizás muchos piensan que, como éste forma parte ya del paisaje visual y sonoro de nuestro atribulado país, no hay otra forma de vida.

No es así, esta irracional y desproporcionada adicción a los anuncios y campañas de los servidores públicos y políticos mexicanos, de todos los partidos políticos además, se nos ha impuesto a la mala y puede y debe ser detenida.

Quienes detentan el poder han aprovechado los vacíos legales, la falta de trasparencia en el ejercicio de la función pública, los malsanos usos y costumbres del antiguo régimen, para hacernos creer que está bien, que se vale, que sirve de algo gastar tanto dinero público en autopromoverse.

Como ellos son rehenes de publicistas, expertos en imagen y charlatanes de toda laya quieren –ya lo han logrado parcialmente- a punta de spots y campañas, uno tras otro, minuto tras minuto, medio tras medio, muro tras muro, día tras día, volvernos rehenes a nosotros también.

Poco les importa además que ese dinero, que no les pertenece y que con tanto desparpajo gastan, no sirva para un carajo. La saturación ha provocado que nadie les crea. Sus mensajes ya son –y hablo, insisto en eso, de la propaganda de todas las instituciones y de funcionarios de todos los partidos y orientaciones políticas- sólo un molesto y constante ruido carente de sentido para el ciudadano.

Desalentado y harto un lector planteaba en mi blog y con respecto al último artículo, que era preciso acompañar la critica con propuestas. Aquí va una: organicémonos para exigir al gobierno federal y a los gobiernos estatales, al Congreso de la República, a las distintas bancadas, al Poder Judicial de la Federación, que den cuenta cabal y precisa de cuánto gastan en publicidad.

Exijamos que se detenga de inmediato ese gasto. Organicémonos para hacer un vacío a esa propaganda. No es cierto que sólo a punta de spots muera el que a punta de spots mata. Inundemos de cartas a las distintas dependencias, usemos la red y los espacios públicos, alcemos la voz para demandar silencio inmediato a esos que están ahí para servirnos y no para vanagloriarse de los tan pobres resultados que entregan.

jueves, 1 de octubre de 2009

OTRA CARTA AL CONGRESO

Propuse a ustedes señores diputados la semana pasada en este espacio y con el propósito de evitar que en el 2010 y como lo ha propuesto el Ejecutivo Federal, se recorte el presupuesto a las universidades públicas, la cultura y el cine mexicano, una moratoria inmediata de toda la publicidad del Estado; un cese fulminante a las campañas del gobierno federal, los gobiernos estatales y las instituciones públicas. Como ninguno de ustedes acusó recibo de esta iniciativa, pongo de nuevo el dedo en el renglón y vuelvo a lanzarles el guante.

Ahí está, insisto, el dinero que tanto se necesita y tan impúdicamente se malgasta. Basta sólo voluntad política y una dosis mínima de lucidez, valentía y patriotismo para que ustedes, señores legisladores, hagan que cese ese indigno, escandaloso e implacable bombardeo propagandístico que los ciudadanos pagamos y padecemos.

En esta hora grave para la nación, cuando la crisis económica asfixia a las grandes mayorías y el gobierno panista no encuentra más remedio que subir impuestos y recortar el presupuesto a áreas vitales, deben ustedes demostrar que tienen los arrestos suficientes para impedir que el quehacer político siga siendo sólo asunto de mercaderes y publicistas.

No es a punta de campañas, slogans y spots como habrá de sacarse a la nación del oscuro pozo donde ahora se encuentra. No son, insisto, políticos con “buena imagen” y pantalla lo que necesitamos sino mujeres y hombres dignos, discretos y eficientes que antepongan al país a sus intereses particulares y legislen con probidad y decoro.

No creo que exista en el mundo un gobierno y un estado que gasten tanto como el mexicano en autopromoverse. Este fenómeno, sin parangón por el exceso, habla de la profunda debilidad de nuestras instituciones, de la poca fortaleza de nuestra democracia y de la indecencia y cinismo de los servidores públicos.

Aquí casi ningún funcionario importante, se atreve a liberarse de la propaganda y a dejar que sus propios actos de servicio hablen por él. La inmensa mayoría más que gobernar y servir se dedican a decir que lo hacen con enorme estridencia y denuedo, pensando como Goebbels, que la reiteración de una mentira la hace verdad para las masas.


Mientras más se anuncia un gobierno, un órgano legislativo o judicial, una institución cualquiera del estado, mientras más recursos públicos gasta en propaganda más pone en evidencia, ante los ciudadanos que padecen sus vicios y debilidades, la ineficiencia e impunidad con la que opera.

Es propio de vendedores y charlatanes malgastar su tiempo y el de los ciudadanos con peroratas sobre virtudes que son sólo promesas publicitarias.

Entiendo señores diputados que apenas se acomodan en sus curules y se encuentran ocupados tejiendo, apresuradamente, la red de contactos y alianzas que les permitirá operar mientras buscan ya la manera de ponerse o poner a su bancada bajo la luz de los reflectores.

Sé, además, que habrán de trabajar los próximos tres años para que su partido, según sea el caso, mantenga, conquiste o reconquiste la presidencia de la república. Esa carrera ha de ganarse, suponen ustedes y si las cosas siguen como están suponen bien, en la pantalla de la televisión, en el cuadrante de la radio y en las páginas de los diarios.

Pedirles entonces que suspendan la publicidad gubernamental y renuncien a la suya propia ha de hacerlos sentir que el loco que esto escribe, les plantea, nada más y nada menos, que se peguen un tiro en la sien. Y no; se equivocan. Renunciar a la propaganda no es, necesariamente, un suicidio.

Hay –y eso sucede en las democracias de pura cepa- otras formas de “posicionarse” (uso intencionalmente el argot publicitario) ante la opinión pública, de ser reconocido y respetado por los votantes. En momentos de crisis como el que vivimos un acto de austeridad republicana, de sentido común, como el que propongo, es una de las muchas maneras de hacerlo.

Cuando la izquierda electoral mexicana dio la espalda a los principios y entrando al juego los sustituyó por slogans se vino abajo. Al Ing. Heberto Castillo, al mismo Cuauhtémoc Cárdenas no fueron los publicistas los que los llevaron al umbral del poder. Ambos fueron capaces de romper el cerco de silencio que, impenetrable, en torno de ellos se levantaba.

Otro tanto sucedió a luchadores panistas por la democracia como Manuel Clouthier quien a punta de ideas y de congruencia personal y política se ganó el respeto de la gente. Fue Vicente Fox, esclavo de la propaganda, quien hizo que el PAN, luego de haber luchado tanto por la democracia, entrara –arrastrando con él al país- en barrena.

De eso es de lo que se trata; de devolver majestad y dignidad a la política, de seguir el ejemplo de quienes abrieron en México cauces a la democracia; de gobernar y servir sin estridencia, de no malgastar el dinero público en propaganda. Tienen ustedes el mandato de un pueblo harto de tantas mentiras; comiencen por callar su propio aparato publicitario y callen al gobierno federal y a los gobiernos locales.

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jueves, 24 de septiembre de 2009

UNA CARTA AL CONGRESO DE LA REPÚBLICA

La pradera está seca y sopla el viento; no caigan ustedes, señores diputados y senadores, en la tentación de desatar un incendio que, aunque ustedes se sientan a salvo, habrá también de consumirlos, como, mucho me temo, habrá de consumirnos a todos.

Los financieros y contadores que hace ya más de dos décadas manejan la economía del país como si llevaran los libros de una empresa cualquiera y fuera su único objetivo reducir el déficit y maquillar las cifras, quieren hoy imponernos, con el aval y la autorización del Congreso de la República, una serie de medidas draconianas que pueden propiciar un estallido social.

No se conviertan señores legisladores en cómplices de un atropello de tal magnitud; no den la espalda al país, no traicionen a quienes, con su voto, los llevaron a ocupar la curul desde la cual deben trabajar para mantener la paz social y asegurar el bienestar de la mayoría.

Frenen ya, se los demando, se los exigimos millones, el impuesto de la pobreza (y no para la pobreza como se nos quiere vender) e impidan que el Gobierno Federal, en una medida tan desesperada como suicida, recorte los ya de por sí insuficientes presupuestos a la educación superior y a la cultura.

Si el fisco necesita dinero propongo señores diputados que, en un acto de verdadera austeridad republicana, de legítima y urgente defensa de la patria, decreten ya a partir de este momento un cese definitivo a todas las campañas publicitarias de los tres poderes de la Unión.

Que para que todos, en efecto, podamos “vivir mejor” el Gobierno Federal deje de gastar de inmediato esas millonadas que gasta en restregarnos, minuto a minuto, día por día, en un bombardeo incesante y ofensivo, las ventajas de su proyecto ideológico y ponga a trabajar ese dinero en donde realmente se necesita.

Que se callen también los gobernadores, el Jefe de gobierno y los presidentes municipales a quienes votamos para que sirvan y no para que se sirvan de nosotros. Que así, con este silencio, impuesto con todo el peso de la ley, nadie se aproveche de lagunas y resquicios en los códigos electorales para auto promoverse y burlar las reglas del juego democrático.

Que la Suprema Corte de Justicia -hoy, vaya despropósito, un anunciante más- el Tribunal Federal Electoral, el IFE y todo ese rosario de instituciones que hoy gastan toneladas de plata en decirnos que están haciendo lo que les pagamos por hacer suspendan sus esfuerzos propagandísticos. Que de ellas, su dignidad y eficiencia hablen sus actos.

Toca a ustedes señores diputados y senadores también callar; votamos por ustedes para que trabajen por nosotros, no para que simulen hacerlo en la pantalla de la televisión. El descrédito de la política, los políticos y las instituciones de la República no se corrige a punta de campañas y slogans publicitarios; antes bien –esa es una regla elemental de la mercadotecnia- se acentúa.

Pierden ustedes y pierden los funcionarios adictos a la publicidad miserablemente su tiempo y también y más miserablemente aun los dineros públicos.

Si el Gobierno Federal necesita dinero a raudales, como de hecho lo necesita, ahí hay dinero a raudales señores diputados y senadores. Dinero que hoy va a parar a las arcas de las grandes televisoras y a los bolsillos de un ejército de expertos en imagen y charlatanes de toda laya.

El país, en esta hora grave, no necesita políticos con buena imagen, necesita políticos discretos y eficientes armados sólo de integridad, decencia y patriotismo.

La comunicación gubernamental, la de los otros poderes de la Unión y la de las distintas instituciones del estado ha de ser sometida a un severo escrutinio y debe tener, como único propósito, el servicio a la población.

Ni instrumento de vanagloria de unos pocos, ni campaña de preventa de sus eventuales sucesores; sólo servicio y apoyo que se brinde, para alcanzar a toda la población, con rapidez, sentido de urgencia y eficiencia, a través de los medios electrónicos, de manera gratuita además porque, siendo un bien público, así lo estipula el título de concesión.

Ni un peso menos pues a las universidades públicas; si ellas no se mantienen e incluso crecen, poco o ningún futuro tendrá el país. Crimen de lesa humanidad comete aquel que atenta, en esta era de la información y el conocimiento, contra los centros donde éste se produce.

Ni un peso menos a la cultura, a las artes, al cine mexicano. ¿Qué somos sin identidad?, ¿Qué sin raíces?, ¿Qué sin rostro?, ¿Qué sin memoria y sin espejo?, ¿Qué sin esa ventana al mundo y a la vida? Crimen de lesa humanidad comete aquel que, en estos tiempos oscuros, cuando el crimen organizado amenaza con arrebatarnos la nación, decide entregársela a los asesinos sin pelear; porque a eso equivale silenciar el espíritu, oscurecer la pantalla cinematográfica, destruir lienzos y foros de expresión.

Lo que en este país padecemos no es asunto de contadores y tampoco sólo de policías. Incompleta e ineficiente habrá de resultar toda estrategia de combate al crimen si no apuesta también a reconstruir, a preservar, a engrandecer por todos los medios las universidades públicas y los organismos de promoción y difusión de la cultura. Sólo el conocimiento y la cultura nos vacunan realmente contra la violencia y su triste compañera de viaje: la miseria.

No apuesten pues señores legisladores ni por la una, ni por la otra. No voten por profundizar la miseria, ni por agudizar la violencia. Callen los aparatos publicitarios. Quítenle al gobierno y quítense a sí mismos el dinero que con tanta urgencia se necesita sin cortarnos la cabeza, ni robarnos el aliento.

jueves, 17 de septiembre de 2009

CUESTIÓN DE PRIORIDADES

Nadie puede sospechar, ni por asomo, que soy afecto al régimen de Felipe Calderón. Me rehúso a llamarle Presidente de la República, así con mayúsculas, a ese señor que hoy está sentado en la silla, pese a los años pasados desde que arribó al poder, a los miles de millones de pesos que gasta en propaganda – que son muchos- y a la correntada de apoyos, unos por cansancio, otros por olvido, unos más por convicción, porque también hay de esos, que concita.

En esa decisión personal inalterable –habré de morirme en la raya- y no exenta de costos, porque, a estas alturas del partido, oponerse cuesta y mucho, poco o nada, pese a lo que piensan algunos, tiene que ver el hecho de que en el 2006 y aún ahora haya apoyado y apoye a Andrés Manuel López Obrador.

Estoy, por ejemplo y me anticipo a los pocos lectores que me siguen y que se toman la molestia de polemizar conmigo, hasta la madre del escándalo protagonizado por Rafael Acosta “Juanito” y lo que ese triste, tristísimo personaje de Iztapalapa y el pragmatismo de su inventor, Frankenstein devorado por su creación, significan.

Nada me dicen, a estas alturas del partido, las formulas retóricas por más exaltadas que sean, esas que “calientan” a la “masa” en el mitin y a las que tan aficionado es López Obrador: Nada me mueve la agitación y el calor de la plaza pública.

Si a él los titulares, que busca con denuedo, lo seducen; a mí, debo confesarlo, me dejan frío. Sus desplantes teatrales, su llamado radial a no desanimarme, me dicen, como a muchos, cada vez menos.

Flaco favor hace a Andrés Manuel López Obrador quien insiste en ponerle frente al espejo. Ese asesor, ese amigo, ese ideólogo que, ciego y sordo ante lo que el país piensa y siente, emocionado con su discurso o ilusionado con la posición que pretende conseguir, le aconseja seguir en el mismo camino.

Harto realmente estoy de los muchos errores de un caudillo que tenía que ganar pero no pudo y más harto todavía de que la gente, pasados los años, se acomode y olvide. No son lo mío, pese a los tres años que han pasado, ni la desmemoria ni la aceptación tardía.

Agravios hay y muchos cometidos contra la democracia. Yo, sé que a pocos habrá de importarle, llevo cuenta puntual de ellos. Por eso me tardé en votar; me tomé en serio la tarea.

Los documentos sobran. La evidencia pesa. Olvidarlos sería tanto como cerrar los ojos. Si en el pasado reciente, hablo del 2006, nuestros votos no contaron de nada habrán de contar entonces en el futuro.

Mantener viva la memoria, sobre todo tratándose de la democracia, es tanto como mantenerse vivos. No es fanatismo, ni terquedad; apenas aliento vital, congruencia mínima.

Yo, lo siento, soy de esos tercos, que, en estos asuntos, tienen memoria de elefante.

Hoy, como ayer, me acuerdo de cómo el gobierno de Vicente Fox, culpable del delito de traición a la patria –entregó el país al crimen organizado- y lesa democracia, metió las manos en las elecciones presidenciales del 2006 y violó así la ley.

Hoy, como ayer, tengo presente cómo los órganos responsables de la equidad de la contienda electoral bajaron la cerviz. Aplastados, sumisos, esclavos del poder fáctico; el IFE y el Tribunal Federal Electoral, abdicaron de su poder. Ante la presión de la pantalla, el dinero, el púlpito y el aparato político-burocrático se burlaron así de lo que yo y otros muchos millones decidimos.

Hoy, como ayer, me siento víctima de un fraude y aunque no quiero que este se repita – y habré de morirme en la raya para evitarlo- no estoy dispuesto a entregarle el país a un puñado de criminales.

Yo, como muchos otros, estoy por el país. Al lado de México me formo. Atrás quedan las diferencias ideológicas si de la viabilidad de la Nación se trata.

No es la hora de contadores que cuidan, a toda costa, que el déficit público se mantenga a raya y que, como remedio de su ineptitud, suben los impuestos. Tampoco –y más vale que Calderón no se engañe- es la hora de los publicistas y charlatanes.

Los criminales están a punto de arrebatarnos el país. La droga inunda nuestras calles. La violencia del crimen organizado deja sin sentido el discurso ideológico. Nuestros jóvenes caen a raudales en sus redes.

Sin rendirse, sin claudicar, es la hora de actuar.

Toca a los ciudadanos, a los que no necesariamente nos vestimos de blanco, alzar la voz.

jueves, 10 de septiembre de 2009

AMENAZAS REALES

(segunda y última parte)

¿Qué puede hacer un joven campesino, víctima de la miseria crónica del campo, ante una oferta de plata o plomo? ¿Cómo resistir la tentación del enriquecimiento rápido y fácil y el poder que el narco ofrece cuando ese mismo joven, desempleado, marginado, despreciado por la sociedad ha sido víctima toda su vida de la corrupción y los abusos de las autoridades gubernamentales y los poderosos de este país? ¿En quién puede confiar entonces, quién si resiste la tentación, para denunciar a los que pretenden reclutarlo? ¿Quién, si los limites entre la policía y el crimen organizado son cada vez más difusos, habrá de garantizarle su seguridad y la de sus seres queridos y le proporcionará un escudo para enfrentar a los criminales? Con una pistola en la sien así es como viven hoy millones de mexicanos; ya muchos –víctimas del miedo, la desesperación o la ambición- han sido reclutados por el narco que lenta y consistentemente va extendiendo sus redes a casi todos los ámbitos de la vida. Otros muchos más, la mayoría afortunadamente, se mantienen firmes y dignos y enfrentan solos el peligro. A ellos, a esos, los que están expuestos en la primera línea de la miseria, es decir, la primera línea de acción del narco, que, como todas las desgracias se ceba en los más débiles, a ellos, digo, el país, sus instituciones, les han dado la espalda.

No existe una conexión mecánica entre las posibilidades de un estallido social y el fenómeno de la expansión del poder y la influencia del crimen organizado, las dos amenazas reales y presentes que se ciernen sobre la Nación y la hacen cada día más vulnerable; sí tienen, sin embargo, vasos comunicantes. No necesariamente los pobres por ser pobres se convierten en delincuentes. Al contrario. Muchos de esos valientes que, en el campo mexicano y en las barriadas de las ciudades, resisten y sobreviven han sido colocados, por la acción de los criminales y la omisión del Estado, en una situación límite. El estado actual de las cosas se torna, para ellos, intolerable. Perdida la confianza en que por la vía política electoral se pueden producir las tan urgentes y necesarias transformaciones comienzan a pensar, a sentir, que deben, de otra manera, tomar la iniciativa. El contacto con la violencia cotidiana de alguna manera los vacuna contra ella, les quita el miedo de ejercerla y más si lo hacen en defensa propia. La marginación, el hecho de saberse olvidados y sin oportunidad alguna eleva peligrosamente el nivel de la rabia y la desesperación colectivas; ingredientes indispensables de un estallido. Para muchos levantarse, explotar, rebelarse va volviéndose, ante tantas y tan fuertes amenazas, la única posibilidad de sobrevivir. Más que un proyecto ideológico lo que los impulsa es esa jodida realidad en la que se ven injustamente condenados a vivir.

Miradas las cosas desde lejos esto parece un pregón apocalíptico. Desde la seguridad del empleo y la presión relativa que, por la crisis, sufren las clases medias y más todavía desde los pasillos de palacio, quien habla de estallido parece un loco. También desde lejos y esto lo sufren en el gobierno quienes han diseñado la estrategia de combate al narco, en la seguridad de las colonias-fortaleza de las clases altas, la amenaza del crimen organizado y los esfuerzos del gobierno por combatirlo parecen a muchos un despropósito. En los medios y detrás del recuento de bajas y ajusticiamientos subyace el hartazgo de quienes consideran esta una guerra sin sentido. Libres –así se sienten al menos- de la amenaza directa del crimen organizado no creen necesario hacer todos los esfuerzos para derrotarlo. Se cansan de los muertos que ellos ni siquiera ponen, sin darse cuenta que esos muertos; los policías, los soldados que caen combatiendo dignamente son los que los salvan. Urge sin embargo apagar la mecha de la bomba que en los sótanos de la sociedad, ahí donde ni miran los funcionarios gubernamentales, está a punto de explotar y actuar simultáneamente en los dos frentes; Contra el crimen organizado y contra ese otro crimen de lesa humanidad que es la pobreza. Es preciso aligerar con urgencia las presiones que pesan sobre quienes viven, apenas, entre la espada de la pobreza y la marginación y la pared, la muralla en realidad, que levanta entre ellos y la vida, a sangre y fuego, el crimen organizado. Si el gobierno no quiere, si los partidos tampoco, toca entonces a nosotros, a los ciudadanos, encontrar una manera efectiva de obligarlos a hacerlo. No son ni más impuestos, ni las tan traídas y llevadas reformas estructurales lo que hace falta. No es el capital el que necesita más oportunidades, ni es tampoco que el país, como reza el credo neoliberal- se vuelva “más competitivo”-, se trata de que la viabilidad de la Nación no se nos deshaga entre las manos.

jueves, 3 de septiembre de 2009

AMENAZAS REALES

(primera parte)


Hay cuestiones ante las cuales a los mexicanos, y más allá de las banderas y diferencias político-ideológicas, no nos queda más remedio que actuar con urgencia y en la misma dirección. De no hacerlo así –conviene tomar conciencia de ello- ponemos en peligro la viabilidad de la nación. Hablo, por un lado, de la posibilidad real de un estallido social, del que ha advertido ya el propio Rector de nuestra máxima casa de estudios, José Narro, y por el otro, del peligro que implica que el crecimiento del poder y la influencia del crimen organizado terminen por desplazar al estado arrebatándole el uso legal de la fuerza. Ante estas dos amenazas reales y presentes no podemos quedarnos, como ciudadanos y al margen incluso de las organizaciones políticas, con los brazos cruzados. Tenemos que encontrar juntos vías de participación para conjurar estas amenazas.

La brecha que separa al México de esos pocos ricos cada vez más ricos del México de los muchos millones de pobres cada vez más pobres, se hace más honda cada día. No hay válvula de escape que soporte esta presión. Nada más inestable y volátil que esa combinación de frustración, desesperación y rabia que campea en amplios sectores de la población. La falta de empleo y oportunidades aunadas a la certeza de que la justicia trabaja para quien puede pagarla y de que aquí, como reza el dicho popular, “el que no tranza no avanza”, han generado ya un clima propicio para el estallido.

Partidos y organizaciones han perdido, merced a sus muchos errores y a la enorme distancia que han puesto entre sus intereses particulares y los intereses de las grandes mayorías empobrecidas, totalmente la credibilidad. Política y políticos son para el grueso de la población sinónimos de corrupción e ineficiencia. Aquel que piense que puede dirigir el estallido o sacar provecho del mismo se equivoca. Si el volcán hace erupción la lava habrá de arrastrarnos a todos; nadie podrá ponerse –para utilizar el argot marxista tradicional- a la vanguardia de esa marea embravecida.

Convencidos de que quien habla de la posibilidad siquiera del estallido lo hace desde una determinada trinchera ideológica proceden de inmediato a descalificarlo. Poco valor conceden entonces a los alarmantes datos de la desigualdad social que la realidad entrega. Afianzados en su percepción de una aparente tranquilidad social se olvidan de que ésta se consigue sólo cuando se vive en un ambiente de justicia y bienestar.

Obstinados en negar una realidad que los perturba no se dan cuenta, por otro lado, de que si el crimen organizado, que saca ventaja de la miseria crónica y la desesperación que ésta genera, continúa saliéndose de madre y haciéndose del control de cada vez más amplias regiones del país, nadie ni nada tendrá retaguardia segura.

La combinación letal de violencia y corrupción, la capacidad de comprar o matar del narco corroe a la sociedad entera. No hay ciudadano que pueda sentirse en realidad lejano e inmune a ese cáncer que amenaza con extenderse con extrema virulencia. No existe vacuna efectiva contra ese mal que, a la larga o a la corta, a todos nos alcanza.

Muchos, ingenua o cómodamente, creen que pueden mantenerse al margen de la lucha que se libra contra el crimen organizado. Están convencidos de que siendo gente decente, trabajadora, el combate al narco es algo que no les compete; que no les toca, que no les corresponde. Sólo una cruzada fallida del gobierno federal. Una guerra en la que, creen, pueden mantenerse neutrales y en la que les toca sólo indignarse ante la creciente lista de bajas.

Imaginan, en su santa indignación ante la falta de resultados, quizás escenarios de negociación o un reacomodo, una vuelta al pasado cuando los criminales se mantenían, supuestamente, confinados por el estado en compartimentos estancos de los cuales, simplemente, no osaban salir. Desconocen que el apetito voraz de una fiera hambrienta como el narco no se sacia fácilmente, no se contiene de ninguna manera.

Alegando que los narcos están lejos se rehúsan a reconocer la conexión natural entre quien comercia droga y quien asesina y secuestra. Creen que la violencia se ceba sólo en otros, en los muertos lejanos, desconocidos, sin nombre ni rostro y se olvidan que al ritmo que el fenómeno criminal se extiende nos volvemos todos más vulnerables. Olvidan a Brecht cuando dice aquello de “quien calla cuando se llevan al vecino olvida que mañana vendrán por él”.

El crimen organizado saca ventaja de la desigualdad social y económica. Hoy donde truenan sus balas, suena su dinero constante y sonante. Lo que no logra el terror lo logra a veces la desesperación. Riqueza fácil, violencia expedita son su receta y la pone al alcance de cualquiera. Hoy donde hay resentimiento pone una pistola en la mano y donde hay resistencia y dignidad una bala en la sien.

jueves, 27 de agosto de 2009

ACTEAL Y EL PARAMILITARISMO

Muy tarde me sumo al debate; no puedo sin embargo eludir esa responsabilidad. Contar sólo con un espacio semanal para escribir y comprometerse además con artículos divididos en varias partes, me hace caer a veces y en asuntos tan importantes y tan dolorosamente cercanos para mí como el de Acteal, en largos e inexcusables silencios.

He seguido de cerca los distintos puntos de vista que en este y otros diarios se han expresado. Comprendo y comparto la desesperación, la rabia, la indignación, la preocupación de los sobrevivientes de esa comunidad Chiapaneca y de muy amplios sectores de la opinión pública nacional ante el fallo de la Suprema Corte de Justicia.

Aunque entiendo que los vicios del proceso judicial –explicables por la urgencia política del caso (el gobierno quería escurrir el bulto a todo trance) y sobre todo por la naturaleza misma de las autoridades responsables de integrar la averiguación (acostumbradas a actuar a su antojo y a fabricar pruebas)- pudieron hacer que, en efecto, hubiera –como dice Héctor Aguilar Camín- “inocentes presos y culpables libres”.

No puedo, sin embargo, aceptar que la corte, haya terminado –porque ese es a fin de cuentas el resultado final- por extender, aduciendo razones de carácter técnico jurídico, una especie de patente de corso a los grupos paramilitares que existen y operan en Chiapas.

Entre los culpables libres, sobre los que la corte no quiso pronunciarse siquiera y bien podía haberlo hecho por la relevancia del caso, están aquellos que en los distintos órdenes de gobierno y las más variadas dependencias federales y locales alentaron, desde el escritorio, la formación de esos grupos y están también aquellos que en el terreno los financiaron, los entrenaron, los armaron y los instigaron a matar.

Purgaron y purgan prisión sólo algunos de los miserables, indefensos ante el propio estado que los utilizó, que apretaron el gatillo o empuñaron el machete para masacrar a los niños, las mujeres y los hombres que hacían en Acteal, esa noche, un ayuno por la paz; los verdaderos autores intelectuales de la masacre están libres; jamás fueron procesados.

Hasta el más elemental de los manuales de contrainsurgencia establece que para combatir a un grupo rebelde es preciso formar grupos paramilitares. Extirpar de un territorio como Chiapas a una guerrilla que creció en el silencio y fue capaz de construir una muy amplia base social implica necesariamente “sacarle el agua al pez” y para eso hay que ensuciarse las manos o más bien encontrar quién se las ensucie.

Un gobierno y un ejército, sobre todo cuando se ven sometidos al escrutinio de la opinión pública nacional e internacional, no pueden darse el lujo de combatir a sus anchas; los derechos humanos, las leyes son para las fuerzas regulares un estorbo en este tipo de conflicto.

Revertir la situación de desventaja táctica en la que el control del terreno y el apoyo popular a la guerrilla colocan al ejército implica necesariamente delegar ciertas responsabilidades en grupos irregulares que no están sometidos a una doctrina, a una disciplina de fuego, a la necesidad de identificarse y actuar bajo una bandera.

Se alientan entonces, para reclutar a esos combatientes, –de acuerdo al manual y de manera sistemática- los odios interétnicos, las diferencias religiosas. Se alimenta la ambición de unos cuantos. Se potencian los conflictos agrarios.

Se transforman también las tradicionales guardias blancas que cuidan de los intereses de finqueros, caciques y terratenientes en cuerpos ideologizados con una misión sagrada; expulsar al subversivo, defender la religión, la patria, la propiedad.

Se siembran así en las distintas comunidades, de las que se hace un estudio detallado y en las que se reclutan informantes, problemas de todo tipo. Ahí donde –como en Los Altos de Chiapas- ya hay fuego se riega gasolina y tanta que luego la responsabilidad del crimen de tan enmascarada termina por diluirse.

Quien dice entonces que la masacre de Acteal es resultado de un conflicto interétnico se queda cómodamente instalado en la coartada de la contrainsurgencia y le da además –o quiere dárselo- a la simulación el peso de la verdad histórica. De eso se trata precisamente, de dar el golpe y esconder la mano.

Otro de los principios de la contrainsurgencia, sobre todo en zonas rurales aisladas, es producir, con la adecuada cobertura, crímenes ejemplares.

Hay que mandar, piensan los estrategas de la contrainsurgencia, a quienes apoyan a la guerrilla un mensaje claro y contundente; estar con la subversión es morir.

Muchas veces, desgraciadamente y en tanto que la guerrilla tiene instrumentos para defender a quienes son parte de sus bases de apoyo, los portadores de este mensaje de terror y muerte, las victimas de los crímenes ejemplares, son pobladores neutrales que por razones religiosas incluso están en contra de la lucha armada.

Quien dice que en Acteal se produjo una batalla olvida entonces que ahí sólo los atacantes estaban armados y que Las Abejas no eran precisamente simpatizantes del EZLN.

Por eso atacaron ese lugar los paramilitares; porque podían actuar con seguridad y tanta que se dieron el lujo de apilar a los muertos y luego, quizás, eso no lo sé de cierto pero lo supongo, de terminar a machetazos su tarea.

jueves, 20 de agosto de 2009

LA TELEVISIÓN Y LA RESTAURACIÓN

El régimen autoritario, que durante décadas padecimos en México, usó a la televisión privada como uno de sus puntos de apoyo fundamentales; el control mediático fue junto a la perniciosa y precisa combinación de represión, corrupción e impunidad una de las claves de su poder. El presidente en turno podía sentarse seguro en la silla y garantizar el traspaso del poder a su delfín con toda tranquilidad porque, entre otros mecanismos de control a su alcance, tenía la absoluta certeza de que la televisión no habría de fallarle porque él, entonces único concesionario importante, era - a confesión de parte relevo de pruebas- un soldado del PRI.

En la pantalla de la televisión el México real no aparecía jamás; ni siquiera por casualidad, menos todavía en los noticieros. Pero esa ausencia del entorno, de la textura, del color y el sabor de la vida real no se registraba sólo en los programas informativos. Las historias de las telenovelas, por ejemplo, corrían y corren aún hoy, en escenarios imaginarios, con tramas inverosímiles. Ni un solo personaje, ni un solo diálogo siquiera remitía, así fuera por equivocación, a la realidad; todo era una ficción insustancial, sin ningún rasgo de credibilidad.

Para los opositores de todo tipo, incluso los que dentro del mismo partido de estado se rebelaban contra el presidente en turno, para los luchadores sociales, los demócratas no había posibilidades de siquiera colarse en los noticieros, menos todavía en las estructuras de producción. Ni el 68, ni el 71, ni ningún otro movimiento político o social, no importa su relevancia, tuvieron tampoco presencia alguna en la pantalla. La televisión mexicana crecía de espaldas a México.

Desde el gobierno se amenazaba y extorsionaba al concesionario para garantizar su lealtad incondicional y se tenía un estricto control de todas las emisiones de todos sus canales: El secretario de Gobernación era, en realidad, el jefe de noticiarios y también el que dictaminaba el carácter y contenido de casi toda la programación. Nada se le escapaba; el menor pecado, generalmente de individuos que se atrevían a desmarcarse, era castigado severamente. A la censura se sumaba una feroz autocensura; muchas veces los despidos se producían aun antes que la llamada del funcionario a cargo.

Pero, fieles al fin y al cabo al método priista, los altos funcionarios y muchas veces el mismo presidente en turno no sólo reprimían a la televisión y a quienes la hacían sino que iban también entregando, como pago por los servicios prestados más prebendas, más privilegios. Así el mayor concesionario de la televisión mexicana fue recibiendo más concesiones, más frecuencias, más redes nacionales, más canales, más medios, más sistemas de trasmisión, con la ilusión, por parte de quienes pagaban así los favores concedidos, de establecer una complicidad transexenal y garantizar así un manto de impunidad que les cubriera.

Pero al contrario de Saturno que devoró a sus hijos, la televisión terminó devorando al régimen autoritario. Caro le costó al PRI –y también al país- haber construido un poder paralelo de tal tamaño. Muy tarde ya, Salinas de Gortari, intentó poner coto al poder de Televisa entregando la concesión de Televisión Azteca. Las maniobras, a través de su hermano Raúl para, emulando a Miguel Alemán, colocarse dentro de las estructuras de control de la nueva televisora fracasaron y con su defenestración mediática comenzó a construirse la nueva relación entre la televisión y el estado.

Las dos televisoras se dieron cuenta pronto de que su poder sumado era mayor al de cualquier gobierno; constituidas entonces como gran elector dieron, en el marco de un ejercicio de validación social y de repliegue táctico, espacio a la oposición. Llegó así Vicente Fox al poder y de inmediato se puso de rodillas ante la pantalla y prácticamente abdicó ante la televisión.

En el 2006 a Felipe Calderón la presidencia se la puso en bandeja de plata la misma televisión. Al tiempo que el poder presidencial disminuyó el de la televisión creció al grado de obligar al gobierno e incluso al congreso, pese a su discurso de apertura económica, a cerrar el paso a cualquier nuevo competidor.

Como el PRI en sus últimos tiempos hoy el PAN es, debido a los favores recibidos, ya sólo una especie de concesionario de la Presidencia de la República. Como el PRI ha debido pagar tanto a la televisión privada por sentarse en la silla presidencial, hoy, vaya paradoja, está a punto de perderla. Pesan sus errores en la conducción del país, es cierto, pero mucho me temo que pesa más su dependencia ante la pantalla.

De nuevo, pues, y de la mano de la televisión privada, el PRI de Enrique Peña Nieto, convertido ya en una estrella más del canal de las estrellas, prepara el escenario de la restauración del antiguo régimen. No tendrá, sin embargo, este delfín mediático construido con tanto esmero y cuya boda de telenovela será –transgresión al género- no el fin sino el inicio de su historia, a los concesionarios como soldados a su mando. Al contrario. Como aun las más grandes estrellas son, a fin de cuentas, sólo empleados del dueño de la pantalla; Peña Nieto, si es que llega, se verá obligado, presidente y todo, a bajar la testa y hacer lo que la pantalla le ordene para no perder de nuevo la concesión.

Triste historia la nuestra si las cosas siguen así; condenados nos veremos a padecer otro refrito de telenovela y de régimen.