jueves, 27 de enero de 2011

LA OTRA IGLESIA; LOS OTROS PASTORES

Muy joven y gracias a mis padres tuve el privilegio de conocer a dos pastores ejemplares; a Monseñor Don Sergio Méndez Arceo, Obispo de Cuernavaca y a Monseñor Don Samuel Ruíz, Obispo de San Cristóbal de las Casas.

Comenzaba en México y en América Latina a soplar entonces y desde abajo, un viento fresco, fuerte y sostenido, que habría, unas décadas después, de cambiar el rostro de nuestro continente.

Si bien la Iglesia Católica y la alta jerarquía jugaban el papel tradicional de soporte ideológico del poder político y económico voces había que, desde el púlpito, se alzaban disonantes.

Dos iglesias y dos tipos, totalmente distintos, de pastores tuvimos frente a nosotros quienes vivimos el proceso de gestación y desarrollo de lo que se conoce como “ teología de la liberación” o como “la opción preferencial por los pobres”.

De un lado –como ahora- cardenales, arzobispos, vicarios y curas, mirando, como siempre, hacia la corte vaticana, eran siervos del poder y el dinero.

Del otro, unos pocos obispos, curas, monjes, monjas y catequistas, mirando hacia su gente, rebelándose, se volvieron siervos de las causas de las mayorías empobrecidas.

A los primeros su servidumbre les reportó, como siempre, poder, privilegios, impunidad y riqueza. A los segundos, su fidelidad a los pobres, les costó el ostracismo dentro de la iglesia, la descalificación y el linchamiento fuera de ella.

La persecución, la tortura y la muerte, fueron, por otro lado, la condena más frecuente para aquellos que de Rutilio Grande, en 1977, las 4 monjas norteamericanas y Monseñor Oscar Arnulfo Romero en 1980 a Ignacio Ellacuria y sus cinco compañeros jesuitas en 1989, osaron denunciar las atrocidades de la dictadura y desarmados, pero con la razón y la fe –matrimonio difícil pero no imposible- se enfrentaron a los criminales.
Rentable resulta para la alta jerarquía eclesiástica la complicidad con el poder. Herederos de esos mismos jerarcas que, con la mano alzada, saludaron al fascismo español, sirvieron los príncipes de la Iglesia latinoamericana, con similar eficiencia, a dictaduras de toda laya.

Aún aquí en el México “laico” del antiguo régimen, bajo cuerda claro, fueron los altos jerarcas de la Iglesia servidores eficientes de ese gobierno que, instalado en la simulación, se decía ajeno y distante, hasta que le abrió la puerta de par en par, del Vaticano.

Emitieron obispos y prelados anatemas a discreción y a pedido de los poderosos, cubrieron a criminales bajo su palio e hicieron que la tropa marchara, a sus labores represivas, siguiendo a un crucifijo.

Bendijeron cardenales, obispos y vicarios, instalados en el fasto, asesinatos y masacres.

Convirtieron, cínica y criminalmente, en santas cruzadas “contra el comunismo internacional” viles operaciones de guerra sucia y justificaron la acción de los escuadrones de la muerte y la desaparición de centenares de miles de personas.

Se codeaban con los ricos y poderosos; porque a esa clase pertenecían y pertenecen. Eran –como siguen siendo hoy- los salones de sus palacios y sus fiestas y onomásticos sitio predilecto de reunión de las élites gobernantes.

Pasarela del poder eran –y siguen siendo- sus rituales religiosos. Tribuna para la defensa de los intereses de la oligarquía y los sectores más conservadores de la sociedad el púlpito desde donde lanzaban y lanzan sus sermones y sus encendidas arengas en defensa de la moral y los valores tradicionales.

A los otros, como Méndez Arceo y Samuel Ruíz en México, como Helder Cámara en Brasil o Monseñor Oscar Arnulfo Romero en El Salvador, cambiar de lado les costó caro.

A Paulo un rayo lo bajó del caballo. A estos pastores los deslumbró la miseria y el dolor de sus pueblos, les hizo desmontar, renunciar a la pompa de la corte eclesial, la injusticia y la humillación sufrida por los desposeídos.

Optaron así por los pobres y se volvió la suya una pastoral de la liberación. Se sabían como Romero o el propio Ellacuria en la mira de los asesinos: nada los detuvo. El martirio era un premio, no caminaron hacia él graves y cabizbajos; yo aun recuerdo a Ignacio Ellacuria sonriendo; vital, inteligente, certero.

Volviéronse entonces y como rezaba el epitafio de Fray Alberto de Escurdia, publicado en El Excelsior de hace tantos años, “gitanos ladrones que robaban las llaves del reino para entregárselas a sus hermanos los pecadores” y fueron como Romero “la voz de los sin voz” o como Ruíz “Tatic”, el padre, para los indígenas.

Luz fueron para mí –y para muchos otros de mi generación- esos otros pastores de esa otra iglesia; la pobre, la herida, la cercana, la que ofrece refugio, la que da brios para pelear aquí en la tierra y no sólo consuelo y resignación en tanto se llega al cielo prometido.

Luz fueron para los que, con el tiempo, nos fuimos alejando de la fe de nuestros mayores; luz para los ateos, los descreídos. Compañeros en el camino, más atentos a la pregunta que a la odiosa y soberbia pretensión de saber siempre la respuesta.

Murió Samuel Ruíz, imposible pedir que él, como Méndez Arceo, Romero, Rutilio Grande o Ellacuría, descanse en paz. No ha terminado aun, ninguno de ellos, su tarea.


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jueves, 20 de enero de 2011

UN PELIGRO PARA MÉXICO

Se presentó como el hombre que podía conjurarlo y en realidad lo atrajo. Sembró Felipe Calderón Hinojosa el miedo y la discordia anunciándolo como inminente para acceder al poder y hoy, cuando su mandato agoniza, ese peligro del que pretendía “salvar al país”, más que un lema propagandístico, un instrumento de la guerra sucia electoral, es una realidad multiforme y fuera de control que pone en entredicho a la, ya de por sí, maltrecha democracia mexicana.

Balas, trampas desde el poder y de los distintos actores políticos, aparición de nuevos e indeseados protagonistas, injerencia indebida y creciente de los poderes fácticos se ciernen sobre los próximos comicios en los Estados enturbiándolos y marcan, desde ya, lo que se anuncia como un complicado proceso de sucesión presidencial.

Nada más sagrado que la paz y nada más precario e inestable. No ha dado la democracia resultados, lo que la vuelve sólida y rentable para los pueblos y, además, desde el 2006, hasta como coartada parece haber desaparecido para muchos millones de mexicanos.

¿Cuánta tensión más aguanta la cuerda? ¿Cuánto desencanto acumulado, cuantos agravios, cuantas traiciones de una clase política que ha crecido dando la espalda a la gente puede resistir el país?. ¿Hasta cuando mantener la democracia, esa democracia que de poco ha servido, en lugar de irse por el camino –aparentemente efectivo- del autoritarismo, de la mano dura?

Ya se jugó con fuego en 1988 y después en el 2006 y entonces la violencia aun no se salía de madre en el país. Hoy sobran los hombres armados por todos lados y campean el miedo y la zozobra. Nuevos poderes, el del fusil criminal por un lado, el de los jefes de los miles de soldados desplegados a lo largo y ancho del país por el otro, se aprestan a reclamar su participación en las elecciones.

Impone el narco, con atentados, masacres y bloqueos, su poder de veto sobre candidatos y partidos. Con plata penetra donde puede. Con plomo donde se le resisten. Vota con balas, determina el comportamiento de los electores por el terror. Es la muerte ejemplar su forma de proselitismo.

Tampoco puede ignorarse que, desplegado casi en su totalidad, factor esencial de la lucha contra el crimen y de la precaria estabilidad del estado mexicano el ejército, que por tantos años se mantuvo fuera de la política activa, adquiere hoy un protagonismo que la virulencia de la acción criminal y los desaciertos gubernamentales no han hecho sino acrecentar.

Ninguna democracia latinoamericana sale bien librada cuando en su camino se cruzan los generales. Menos todavía si esta democracia y ese ejército son tan cercanos y dependientes de Washington y representan, hasta cierto punto, la primera línea de defensa del país más poderoso de la tierra.

País que, por cierto y a pesar de que desde ahí nos llegan los dólares y las armas y es ahí donde va la droga que tanta sangre produce en México, no habrá de quedarse con los brazos cruzados ante los comicios presidenciales. Lo del “estado fallido” y los deslices de Hillary es apenas el comienzo. Votaran los norteamericanos en nuestro país con sus dólares, el plan Mérida y también, claro, con los asuntos migratorios.

Malas noticias para la democracia que las elecciones se celebren en una situación tan inestable y explosiva. Peores que al protagonismo de los actores del conflicto armado en los procesos democráticos se sume, desmandada, la de los poderes fácticos que se aprestan a pasar la factura a un gobierno que se debe a su apoyo.

Envalentonada la alta jerarquía eclesiástica viene por sus fueros. Nada la contiene; ni la constitución, ni los medios, ni la clase política, menos todavía el gobierno federal, su deudor y para el que el laicismo es el indeseable lastre ideológico de los liberales.

La virulencia de su discurso, el descaro de los prelados no hace sino crecer en la medida que se acerca la contienda decisiva. Curas, obispos y cardenales hacen su juego; satanizan a sus enemigos ideológicos con los viejos argumentos de la cruzada anticomunista, incitan al linchamiento de sus adversarios y caen continuamente en la tentación de convocar a una nueva cristiada.

Y si la iglesia actúa impunemente peor hacen los barones del dinero y los dueños de los grandes medios electrónicos. Acreedores se saben de un gobernante que solo gracias a ellos llegó al poder y sólo gracias a ellos se mantiene en él. Hoy pasan también la factura a Calderón y al PAN al tiempo que hacen sus apuestas propias.

Y como a río revuelto ganancia de acreedores también Elba Esther y su sindicato se presentan a cobrar los favores del 2006. En las escuelas los maestros del PANAL, sin contención como la Iglesia, hacen campaña. Otros sectores habrá que, rotos los diques legales y con el mismo descaro, comiencen muy pronto a moverse.

Lo cierto pues es que en este ambiente enrarecido, sin árbitros, ni instituciones sólidas, México y su democracia navegan a la deriva. Ya está aquí ese peligro que Felipe Calderón anunciaba; con él llegó pero, desgraciadamente, no habrá de desaparecer con él cuando se vaya.

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jueves, 13 de enero de 2011

NO ME SUMO A SU UNIDAD NACIONAL

(Segunda parte y final)

Una última carta a Felipe Calderón.

Somos muchos ciudadanos Señor Calderón los que no queremos conformarnos, resignarnos a que entre nosotros se instale el imperio de la muerte. Somos muchos los que hoy nos sumamos al #Nomassangre que recorre los diarios, las redes sociales.

Sin rendirnos ante él, sin sugerir siquiera una negociación con los capos, le decimos de frente que no concebimos el combate al crimen organizado como una “guerra” y peor aun como usted lo dijo en una declaración tan desafortunada como sintomática, como una “operación de limpieza”.

Detrás de esas fórmulas retóricas, de sus arengas patrióticas y sus llamados a la unidad nacional, detrás, sobre todo, de su irresponsable ligereza al criminalizar, de un plumazo y sin mediar averiguación judicial alguna, a la inmensa mayoría de las víctimas de la violencia.

Detrás de esa frivolidad con la que, ante 30 mil muertos, dice usted simple y llanamente: “se matan entre ellos”, se asoma el rostro de un hombre que, como otros personajes de oscuros regímenes autoritarios, cree en el poder absolutorio de la espada y se concibe como el “llamado” a dirigir una cruzada.

Se equivoca usted Señor Calderón en eso de palmo a palmo y arrastra al país hacia el abismo. No necesitamos en este país otra Guerra Santa. Menos todavía una dirigida por un general que, como usted somete los planes militares a sus necesidades y urgencias propagandísticas.

Necesitamos justicia, seguridad, paz, instituciones fuertes, una acción integral contra un fenómeno, el narcotráfico, que a punta de balazos, como usted pretende, no habrá de resolverse jamás.

Es usted uno de esos generales que combaten de cara a la pantalla de la TV, con propósitos electorales inmediatos y que ha terminado por embarcarnos en una espiral de violencia que –y eso lo dicen sus propios asesores- apenas comienza.

Difícil negar, aunque sus “sicarios virtuales” en las redes sociales se escandalicen, que el logro más visible de su gestión al frente de las fuerzas federales, resultado de la doctrina que rige su acción y de la estrategia que, a pesar de todas las evidencias y argumentos, se empeña en defender como el “único camino”, es la transformación de la condición de combate de los narcos y el consecuente escalamiento de la violencia.

Ahí donde ha operado y basta citar los casos de Michoacán, donde comenzó su guerra o de Ciudad Juárez que quiso hacer su plaza fuerte, botón de muestra de su éxito, hoy, después de miles de muertos, las cosas están peor que antes y los criminales, armados hasta los dientes y más violentos que nunca, se mueven a sus anchas.

Más comerciantes –de la muerte pero comerciantes al fin y al cabo- los narcos, antes de su guerra, rara vez presentaban combate a las fuerzas federales. Siendo lo suyo, a fin de cuentas, un negocio, ilícito pero negocio, con mucha frecuencia se daban a la fuga.

Otros había que rodeados, en lugar de combatir hasta la muerte, como lo hacen ahora, simplemente se rendían. La corrupción imperante en los juzgados y en los penales les permitía, sin mayores dificultades, seguir operando desde la cárcel.

Desplegó usted masivamente a la tropa con todo su poder de fuego y los narcos, con respaldo financiero y fuentes de aprovisionamiento seguro desde el norte, hicieron lo propio. Comenzó usted después a cazar capos a mansalva –sin instrumentos para procurar justicia- y los criminales respondieron enfrentándose a las fuerzas federales.

En ese aumento sustantivo del poder de fuego, en los combates que comenzaron a generalizarse en zonas muy amplias del país, las víctimas principales son la población civil desarmada, que ha quedado en medio de dos fuegos, la justicia, y las instituciones encargadas de procurarla que hoy ya ni siquiera se esfuerzan por hacerlo y, sobre todo, el respeto por la vida.

En los hechos se legitimó –y en esa dirección trabajan sus propagandistas- la pena de muerte y se legitimó al grado que hoy muchos mexicanos desesperados, impotentes, poseídos no sólo la justifican sino que aplauden la aplicación irrestricta de la fuerza letal del ejército.

El problema, más allá de la descomposición social que eso implica es que, además, la fuerza, como usted la aplica, sólo ha logrado instalar entre nosotros un conflicto que habrá de prolongarse más allá del término de su mandato.

Nos deja usted., que se presentó como el defensor de la patria ante el inminente y grave “peligro para México”, un país deshecho. La paz que prometió, por esta vía, sólo habrá de ser la de los sepulcros.

Nadie le dice –y también a eso lo conminamos, a no continuar usando esto como estrategia para sembrar la discordia y descalificar a sus críticos- que rinda a la nación ante el crimen.

Tampoco, si esto exigimos, si decimos #yabastadesangre, es que estemos preparando, pavimentando con la critica a su estrategia bélica, el camino de regreso al PRI y a su sistema de complicidades con el narco.

Es su deber, su obligación histórica, rectificar cuanto antes el rumbo. Quítese ya el disfraz de general y, teniendo en la mira al país y no sólo la sucesión presidencial, vista y actúe como estadista.

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