viernes, 27 de abril de 2007

ASESINATO Y OLVIDO

Que la muerte violenta se ha vuelto en este país un hecho trivial; una nota más de páginas interiores en los diarios, una rutina cotidiana, ya no es noticia. Que los propios medios de comunicación y más que eso los mismos periodistas reaccionemos tibiamente ante el asesinato de nuestros compañeros es lo que más debe preocuparnos pues nos da la medida exacta de la gravedad del cáncer que a causa del narcotráfico invade a México.

Vivimos –medios y periodistas- como dice Carlos Payán, inmersos ya en el pernicioso ciclo de asesinato, terror y olvido. Acusamos el golpe; cada golpe. Caemos así en la trampa que el crimen organizado nos ha tendido; por miedo, por impotencia, por indiferencia nos volvemos sus rehenes y al quedar maniatados, al quedarnos mudos dejamos más indefensa aun a la sociedad a la que, con nuestro trabajo informativo, deberíamos fortalecer y servir.

Escribo tardíamente–contagiado quizás por esta costumbre y también por el miedo- sobre el asesinato de Amado Ramírez corresponsal de Televisa en Acapulco. Tuvo que decirme Carlos Payán “no dejes de tocar ese asunto es importante que lo hagas” para que cobrara conciencia de esta imperdonable omisión. Más imperdonable en mi caso y con la experiencia previa en la cobertura en zonas de conflicto donde a veces y más allá de la suerte lo único que te mantiene vivo es el respaldo de tu medio y la solidaridad y capacidad de reacción de tus colegas.

Vi caer en combate, mientras realizaban su labor informativa, a muchos compañeros periodistas. Gajes del oficio morir con la cámara en ristre en medio de un tiroteo como una más de las victimas del mismo. Vi también, sin embargo, como a muchos otros colegas no los alcanzó por azar una bala sino que fueron asesinados con premeditación, alevosía y ventaja y fueron asesinados como resultado de una estrategia perfectamente definida y consistente que buscaba callar de golpe a los más críticos o a los más vulnerables y silenciar por contagio, por miedo a los que se atrevieran a permanecer en el lugar.

Sufrí así, junto con los demás colegas que cubríamos las guerras en Centroamérica o en los Balcanes, el asedio de grupos militares, paramilitares y escuadrones de la muerte que consideraban a la prensa un objetivo y se dedicaban a cazar corresponsales. Era el miedo la moneda de cambio más frecuente; una especie de segunda piel. (En El Salvador se decía “Sirve a tu patria mata un periodista” en Sarajevo se otorgaba una prima de 500dls a los francotiradores por cada corresponsal asesinado). Se nos consideraba parte beligerante, más todavía, componente estratégico del arsenal enemigo al que había que destruir o al menos desarticular.

Sin importar ni la nacionalidad, ni la orientación política reaccionábamos o al menos intentábamos hacerlo –los que sobrevivíamos- de la manera más digna y contundente concientes de que olvidar la muerte de John Hoagland o de Kos Koster y sus otros tres compañeros periodistas holandeses o del Coronel o de Ignacio Rodríguez Terrazas era no sólo la crónica de un suicidio anunciado sino sobre todo una vergonzosa e indigna capitulación.

Dice y con razón el secretario de seguridad pública federal Genaro García Luna que el crimen organizado, para garantizar su dominio sobre zonas cada vez más amplias del país, está utilizando tácticas terroristas. Habla de la videograbación de las ejecuciones, de las decapitaciones, de los mensajes encontrados en los cuerpos de los ejecutados hechos que se conectan directamente con el modus operandi de grupos fundamentalistas islámicos; también remiten estas tácticas a los tristemente celebres escuadrones de la muerte que luego de levantar a sus victimas, de someterlos a tortura lo dejaban tirados en calles y vaguadas. Habría que agregar al arsenal táctico enumerado por el funcionario publico el ataque sistemático a los medios de comunicación y el secuestro y asesinato de periodistas.

Dan fe los noticieros de cómo los colegas en Sonora o en Guerrero intentan organizarse para repudiar los asesinatos de sus compañeros. Mucha valentía han de tener aquellos que se mueven en esa tierra de nadie donde los asesinos andan sueltos. De lo que no dan cuenta los noticieros –y eso nos hace falta- es de una ola nacional e incontenible de indignación contra esos crímenes; medios y periodistas damos muy pronto la vuelta a la página. Imposible no pensar en Bertold Brecht, a quien cito de memoria, “ayer llegaron por el vecino y no hice nada; hoy llegaron por mi”.


http://sobrefox.blogspot.com

jueves, 19 de abril de 2007

MASACRE EN VIRGINIA

“Locos como Cho Seung Hui –me decía Joaquín Villalobos ex comandante guerrillero salvadoreño- hay en todo el mundo pero sólo en los Estados Unidos les venden armas”. Una nueva masacre estudiantil conmueve al país más poderoso de la tierra. Un hombre armado entra a una escuela y dispara a sangre fría contra sus compañeros y maestros desarmados. ¿Otra masacre; una más? ¿Cuántas van? ¿Qué tan seguido se producen? ¿Por qué ha nacido esta “moda”? ¿Qué extraña y contagiosa enfermedad corroe a la sociedad norteamericana? ¿De qué sirve el alto grado de bienestar alcanzado por la misma si engendra individuos capaces de actos criminales de esta naturaleza? Imposible ante lo sucedido no pensar en Hamlet cuando dice: “Algo está podrido en Dinamarca”.

Sólo 500 dólares tuvo que pagar el estudiante de origen surcoreano, que según su propio testimonio –grabado para variar en video y entregado a la NBC- se “sentía arrinconado”, para comprar las dos pistolas; una Glock 9mm. y otra calibre 22, con las que asesinó a 33 personas. Como único tramite para que el vendedor le entregara armas y munición, este hombre que alcanzó así la fama –también la búsqueda de notoriedad es un motivo- a punta de balazos, mostró su licencia de manejo. Las alertas disparadas por su profesora de literatura sobre su carácter inestable y potencialmente violento, la decisión de un juez que confirmaba que era “un peligro para sí mismo”, su estadía forzosa, producto de una denuncia de acoso, en un hospital siquiátrica, donde incluso fue declarado loco, se borraron de pronto ante el puñado de billetes que puso sobre el mostrador.

“Ustedes me obligaron; la decisión fue de ustedes –dice ante la cámara Cho Seung Hui en un interludio entre una serie de asesinatos y otra- ahora tienen sangre en sus manos” acusa y desgraciadamente no deja de tener razón. Todo el complejo y costosísimo andamiaje de seguridad que sostiene la vida de los estadounidenses; la paranoia de la guerra antiterrorista; la supuesta vigilancia que los cuerpos policíacos y de inteligencia mantienen sobre la población demostraron, otra vez, su brutal inoperancia.

Amparado por la ley, una ley que pese a todo no ha podido ser derogada, el asesino compró sus armas; con dos pistolas puso en entredicho toda la doctrina de seguridad nacional y demostró de nuevo a los habitantes del país más poderoso de la tierra no sólo cuan vulnerables son sino el hecho incontrovertible de que duermen todas las noches con el enemigo.



La poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA) se apresta a defenderse ante los previsibles intentos por impedir o reglamentar al menos de manera más estricta la venta de armas. Todo norteamericano tiene el derecho inalienable a tener en casa o a portar consigo una arma para defenderse sostienen los activistas de la NRA y en esta predica, que mantiene boyante a la industria de las armas, los apoyan lideres de opinión, políticos, artistas de Hollywood, personalidades del mundo de los negocios y millones de ciudadanos comunes y corrientes que hoy se sienten más amenazados que nunca y que, con el dedo en el gatillo, se creen más seguros.

Triste paradoja: esa posibilidad de armarse con tanta facilidad para defenderse pone, cada día que pasa, a más estadounidenses ante el cañón de un fusil o una pistola. Mucho me temo, sin embargo –ya pesar de las buenas intenciones de demócratas y liberales- que masacres como la ocurrida, más que producir una poderosa corriente de opinión capaz de mover al congreso estadounidense hacia la derogación de la ley moverá, por el contrario, a muchos miles a ir a las tiendas de armamento, entregar su licencia de manejo y comprar una pistola para ir a la escuela.

Trágico además resulta que las victimas colaterales de esa enfermedad que corroe a la sociedad norteamericana seamos, al sur de la frontera, nosotros; los latinoamericanos que ni por asomo gozamos –así sea como un paliativo- de ese bienestar del que gozan aquellos que hasta licencia tienen de volverse locos. Tal libertad para hacerse de un arma –no importa ya el calibre- en los Estados Unidos ha permitido al crimen organizado latinoamericano hacerse, a bajos costos además, de arsenales que no sólo amenazan a miles de ciudadanos indefensos sino que llegan a comprometer, con ese gran poder de fuego, la soberanía del estado en nuestros países. Que algo “está podrido en Dinamarca” no hay duda; que esa podredumbre nos alcanza tampoco; imposible quedarse con los brazos cruzados pensando que la Universidad tecnológica de Virginia o Columbine están muy lejos.

jueves, 12 de abril de 2007

QUIÉN LO HUBIERA CREIDO ERNESTINA

“Cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte
se dicen las verdades…”
Gabriel Celaya


Hace años ya que me prometí a mí mismo no desviar jamás la mirada, es decir, dejar de apuntar mi cámara, ante la muerte. Como disciplina, que marcó mi vida para siempre y que me hace un obsesivo preservador de la memoria de esos años y tanto que no ceso de escribir sobre ellos, establecí que siempre que fuera posible y aun en las condiciones más difíciles habría de registrar con mi lente, así fuera sólo por unos segundos, los rostros de los caídos en combate, de los asesinados, de las victimas inocentes de la guerra con el sólo propósito de que, al menos, para mí, no se volvieran cifras.

No era mi afán el levantamiento de una galería del horror, puro amarillismo periodístico; al contrario, hay en mi videoteca cintas, como el recorrido por la morgue de Sarajevo, que nadie ha visto, ni verá jamás. No soy unos de esos traficantes de cadáveres. Sin embargo quizás algún día una madre, una esposa, un hermano o un hijo encuentren ahí vestigios digitales de un ser amado. Quizás ese instante terrible perpetuado en la cinta rescate del olvido a alguien que tuvo una historia personal, nombre y apellido, amores, desencuentros, sueños y ese muy improbable pero posible descubrimiento, en virtud de que ahí están las cintas y ahí estuvo antes la voluntad de hacer ese registro, de no desviar pues la mirada, terminé quizás por dar sentido a esas vidas y a esa muerte.

Me negué y me niego a hacer de la muerte violenta, de la que entonces viví rodeado y que hoy desatada ronda por nuestra patria, una costumbre. No me siento cómodo sentado a la misma mesa a desayunar con ella. No quiero cerrar los ojos ante los decapitados, los encapuchados, los cadáveres envueltos en cobijas, aquellos marcados con mensajes o esos otros acribillados por la espalda. No puedo, ni quiero dar la vuelta a la página y combinar la cifra de ejecuciones con las altas y bajas en la bolsa o las estadísticas deportivas. Siento ante la muerte, todavía ahora y me prometo no dejar de hacerlo hasta que yo mismo muera; horror, dolor, compasión, indignación y espanto.

Escribo así movido por la lectura de los últimos artículos publicados en Milenio por Héctor Aguilar Camín. Puso Héctor el dedo en la llaga; cuando una sociedad como la nuestra pierde ante la violencia la capacidad de asombro, cuando esos muertos se vuelven sólo parte de un torrente de cifras que no cesa de crecer, cantinela cotidiana de conductores de radio y televisión, rápida sucesión de imágenes (tantos ejecutados en Michoacán, otros tantos en Guerrero, los de costumbre en Nuevo León, Sinaloa o Tamaulipas, los primeros en Aguascalientes) y acostumbrados a la voz que cansina pregona los hechos ya nadie intenta siquiera indagar de quién se trataba, quién era ese que tatuado en el pecho trae inscrita una amenaza. Cuando su rostro impávido, congelado en la fotografía nos mira, a pesar de tener una venda sobre los ojos y nosotros ya no sentimos esa mirada, ya no acusamos siquiera su presencia; es que estamos ya enfermos de un mal terrible; como ahí donde hay guerra hemos hecho de la muerte, del asesinato, una costumbre.

Que digan lo que quieran las autoridades, que esgriman teorías y coartadas, que suelten andanadas de promesas o que se vistan de verde olivo y pretendan con esos desplantes combatir demonios que, de alguna manera ellos mismos han liberado; en amplias zonas del territorio nacional campea ya la ley de plomo o plata. ¿Qué esperaban? Como en la Unión Soviética la caída del régimen condujo a la entronización de la mafia. Allá el borracho de Yeltsin repartió el botín con criminales. Aquí Fox y los suyos obraron de similar manera y hoy impunes contemplan cómo el país, aletargado, hace de la muerte violenta una rutina.

Escribo así también ante la muerte de una mujer indígena en la Sierra de la Zongolica que jamás hubiera soñado verse en las primeras planas de los diarios y en los noticieros de la radio o la televisión. ¿Quién hubiera creído Ernestina Ascencio, que a tus 73 años tu muerte, violada por la tropa –lo que no es improbable en este país- o víctima de la miseria –lo que es aun todavía más frecuente- tu tendrías, en este tiempo de tantos muertos sin rostro, ni nombre y apellido, el poder de convocar tantas miradas?

sábado, 7 de abril de 2007

REO DE EXCOMUNIÓN

No puedo ser anticlerical ni come curas. Ni lo traigo en las venas, ni la vida me ha hecho caminar en esa dirección. Como en muchos de mi generación el primer impulso de justicia nació en mí por los valores cristianos que mis padres me inculcaron. Luego en la guerra descubrí cómo, pese al discurso de la seguridad nacional promovido por Washington y que tantas vidas inocentes cobró, Cristo estaba más cerca de los revolucionarios que el propio Marx y tanto que el asesinato de Monseñor Arnulfo Romero, la voz de los sin voz le decían, más que la “agudización de las contradicciones” o las “condiciones objetivas” fue lo que hizo a muchos en El Salvador decidirse a empuñar las armas. Mientras el grueso de los miembros del Partido Comunista Salvadoreño se mantenían –en sincronía con Moscú y la ortodoxia marxista- al margen de la guerra y esperaban el momento “adecuado” para la revolución, fueron los catequistas en el campo, los jóvenes cristianos en las ciudades los que oyeron el llamado y engrosaron las filas de la insurgencia e hicieron nacer, a punta de fusil y contra la voluntad de los norteamericanos, la democracia en El Salvador.

Imposible pensar siquiera en ola democratizadora que vivimos en América Latina sin las luchas guerrilleras que en casi todo el continente se produjeron entre la década de los sesenta y los noventa. Hoy se vota a lo largo y ancho de nuestra América, entre otras cosas, porque hubo puñados de locos, casi por todas partes, que al decir basta y poner sus vidas respaldando este grito, marcaron un alto a dictadores, oligarcas y a sus patrones que despachan todavía en Washington. Imposible pensar estas luchas, muchas incluso injustamente sepultadas en el olvido, sin la luminosa figura del Che Guevara –de sus enseñanzas tomaron los guerrilleros lo mas científico: el ejemplo- y la presencia activa en las filas insurgentes de los curas y catequistas que de los postulados de la teología de la liberación dieron el salto a la acción armada. Imposible también pensar en esta semilla de libertad sin el ejemplo de quienes como Romero, Ignacio Ellacuria y muchos otros enfrentaron desde el pulpito y la academia y con el solo poder de su fe y su palabra a una caterva de asesinos.








Justo antes de su martirio, el 24 de Marzo de 1980, por eso precisamente es que sus asesinos tomaron la decisión de eliminarlo de inmediato, Monseñor Oscar Arnulfo Romero clamo desde el pulpito: “En nombre de Dios y de este sagrado pueblo cuyos lamentos tumultuosos suben hasta el cielo les pido, les suplico, les ordeno cese a la represión”. No cumplan la orden de matar trono Romero. No obedezcan a sus jefes cuando les ordenan masacrar al pueblo les exigió a clases y soldados. Esta denuncia, este exhorto fue la gota que colmo la copa. El Mayor Roberto Dabuison, principal operador de los tristemente célebres escuadrones de la muerte con otros miembros de la cúpula militar y la oligarquía dieron esa misma tarde la orden de matar al obispo y al otro día, mientras celebraba misa en la capilla de una convento, una bala partió el corazón del prelado justo en el momento de la consagración.

Qué huecas, qué lejanas, qué ajenas al cristianismo, a ese espíritu de justicia que animara hasta el martirio a Monseñor Romero, suenan hoy las palabras de los altos dignatarios de la iglesia católica mexicana. Ahí pegados al poder, esclavos y beneficiarios del mismo, luego de que Salinas de Gortari les volviera a abrir las puertas de palacio y hoy los gobiernos panistas terminaran por extenderles patente de corso, viven cardenales y obispos inmersos en la intriga y dedicados al tráfico de influencias, al típico juego de pesos y contrapesos en la cúpula político-empresarial. Mientras que hacia abajo, hacia los feligreses, producto de los escándalos y el avance de otras confesiones, disminuye su influencia, la importancia de su papel crece en los círculos del poder y de eso se valen hoy para lanzar su nueva cruzada.

Dicen que defienden la vida cuando se alzan contra la despenalización del aborto. No es “la vida humana” lo que está en juego. Es su propia posición la que sienten amenazada y se aprestan a defender haciendo uso de todos los recursos que su cercanía incestuosa con el poder les da. El suyo es más un dilema de poder que un dilema moral. Sería un honor, permítaseme terminar con una confesión de parte, el ser excomulgado por un Cardenal como Norberto Rivera. Extraño a Monseñor Romero. Nos hacen falta curas como él; aunque en el caso del aborto no estuviéramos de acuerdo.