jueves, 30 de abril de 2009

¿PARA QUÉ SIRVE EL MIEDO?

A lo largo de mi vida me ha tocado padecer, con la cámara al hombro, todo tipo de calamidades. La guerra, los huracanes y terremotos, las epidemias. Es la primera vez que enfrento una situación de crisis –del tamaño de la que vivimos además- desde la impotencia y la indefensión de los ciudadanos, de esos que sin la posibilidad de cuestionar al poder, de penetrar los meandros de la crisis y hacerse así de respuestas, se ven expuestos, en calidad de espectadores pasivos, a la información o a la falta de ella, que nos recetan los gobernantes.

Siempre he pensado que en condiciones de crisis, el miedo, bien administrado, es una herramienta para la sobre vivencia. La experiencia me ha demostrado que los temerarios y los ignorantes son los que más pronto mueren y son los que arrastran a otros a la muerte. La valentía es la prudente y objetiva aceptación del peligro; la conciencia de que, por un lado, esta ahí amenazante, frente a nosotros, pero de que también, por el otro, conocemos su rostro, sabemos de qué esta hecho y somos, por tanto, capaces de enfrentarlo.

Sólo quien es capaz de hacer del miedo un instrumento de navegación, suele sobrevivir. Esta habilidad vital sólo la obtiene aquel que cuenta con información contínua y suficiente, clara y consistente para aquilatar los riesgos a los que se enfrenta y tomar las medidas pertinentes o bien asumir, con responsabilidad y sin dilación de ninguna especie, las que el estado, en cumplimento de su tarea, determina como necesarias para sortear el peligro.

Los ciudadanos, para servirnos del miedo y no sucumbir ante él, necesitamos que el gobierno cumpla con la tarea de informarnos puntual y objetivamente y esto, me temo, no sucede cabalmente.

Corren todo tipo de rumores, que se esparcen con rapidez y producen terror y desconfianza. Cunden también las teorías conspirativas y las especulaciones que termina por crear una confusión de enorme poder corrosivo. Los mexicanos -¿Cómo habría de ser de otra manera?- tenemos poca o ninguna confianza en los gobernantes y en las instituciones. A pulso se han ganado quienes nos gobiernan ese descrédito. No pueden por tanto exigir actos de fe. Incluso la incuestionable rectoría del estado en materia tan delicada como la salud y la vida, que es lo que está en juego en este momento, no se acepta tan fácilmente. Toca a quienes nos gobiernan hacer un esfuerzo para convertirse de golpe en estadistas.

Es preciso que los gobernantes sustituyan las arengas políticas de unidad entre los mexicanos y de exaltación de los esfuerzos gubernamentales por información más clara, más precisa, Nada más importante en estos casos que sustituir la retórica vacía por la verdad llana, diseccionada, expuesta de manera sobria, parca, directa.

La danza de cifras en la que se ha perdido el Secretario de salud, por ejemplo, ha terminado por inocular en la población el virus de un nuevo tipo de descrédito gubernamental que, en las actuales circunstancias, resulta extremadamente peligroso. No puede mellarse más la confianza ciudadana.

No debe nadie, además y menos ahora, darse el lujo –como Lozano- de aprovechar la tribuna para hablar en un tono descaradamente propagandístico, confrontarse con el gobierno del DF o bien buscar –con ese insistente bombardeo de tarjetas a otros secretarios- un absurdo y totalmente inoportuno protagonismo.

No es tiempo de hacer política, menos campaña electoral.

Es la hora de los médicos y los científicos; no de los funcionarios. ¿Para qué se designan voceros, que son además autoridades en su campo, sino no se les concede jamás el uso de la palabra? Toca a los funcionarios hablar de las medidas preventivas que el gobierno ha decretado y sus alcances y luego callar. Son los especialistas, sobre los que no pesa carga de sospecha alguna, los que deben hablar de la epidemia y orientarnos.
Además de tener la sensibilidad y la prudencia para ceder el protagonismo a los especialistas los políticos deben saber que con el tiempo de la gente –y menos en estas circunstancias- no se juega. Los continuos retrasos en las horas fijadas para las comunicaciones oficiales exacerban la angustia en la población y le dan a ésta una medida exacta del respeto que la autoridad siente por ella.

Y hablando de respeto por la gente resulta inconcebible, por otro lado, que gobiernos –del PAN, el PRI o el PRD- que gastan enormes sumas de dinero público en propaganda no se tomen el más mínimo cuidado en producir mejor las conferencias de prensa y los comunicados oficiales. Confiados en el poder de su palabra los funcionarios improvisan y no hacen uso de ningún apoyo gráfico; cumplen –y mal- con el expediente de atender a la prensa y no se preocupan de proporcionar elementos –gráficas o animaciones- que permitan al televidente medir, comparar y entender mejor el panorama.

Más que de “unidad entre los mexicanos” –que ya estamos unidos en la desgracia- es tiempo de unidad entre los políticos y también, para variar, de honestidad y eficiencia. Hoy tienen –los gobernantes de los distintos partidos- una oportunidad única de recuperar la majestad y la dignidad de la política. Eso esperamos los ciudadanos que no necesitamos que nos espanten el miedo sino que nos informen para servirnos de él, eso les demandamos.

jueves, 23 de abril de 2009

DEL ESTADO FALLIDO AL ESTADO AUTORITARIO

Así como Felipe Calderón ha utilizado la guerra contra el narco para revestirse, ante propios y extraños, de una legitimidad de la que carece de origen, bien puede ahora –ese peligro entrañan sus ultimas iniciativas enviadas al Congreso- aprovechar la coyuntura para sentar las bases de un nuevo régimen autoritario. Una cosa es romper la inercia criminal del foxismo que complaciente y cínico entregó parte del territorio nacional a los criminales, y otra muy distinta es instalar al ejército, so pretexto de la ineficiencia y corrupción de los cuerpos policiales, de manera permanente en nuestras calles y, además, con facultades extraordinarias.

Ante ese peligro nos hallamos. Conspiran en esa dirección la violencia brutal del crimen organizado, el miedo y la incertidumbre de la ciudadanía a la que una promesa de mano dura siempre –en condiciones como ésta- resulta atractiva; la orientación ideológica de Calderón y su partido, a los que su carga genética y voracidad electoral empuja, y la proclividad de nuestros vecinos del norte –pese a su nuevo discurso de corresponsabilidad- a resolver todos los problemas a balazos, sobre todo, cuando las guerras se libran fuera de su territorio y los muertos los ponen otros.

Muy pronto cambiaron su discurso sobre el “Estado fallido” los norteamericanos. Esas y otras expresiones que hablaban de la falta de gobernabilidad y control en distintas zonas del país, han desaparecido de manera tan concertada como surgieron, del vocabulario de los funcionarios de la nueva administración, aunque siguen muy presentes –la presión no cesa- en los medios masivos estadounidenses que, diariamente, cuentan historias sobre la violencia en nuestro país.

Diera la impresión que la nueva administración utilizó y utiliza ese discurso para ablandar el terreno. La migración, el TLC, la asimetría económica, la responsabilidad de los aparatos financieros norteamericanos en la crisis económica global, han pasado a un segundo plano. Entre México y Estados Unidos hoy sólo se habla del narco y su combate, de la iniciativa Mérida y las armas, y los dólares que ya tardan en llegar.

Lo cierto es que a los norteamericanos les preocupa sobre todo su seguridad interna y hoy somos una amenaza real y presente para la misma. Para cumplir con el “Yes we can”, con el que rubricó su discurso frente
a Obama, Felipe Calderón debe asumir una actitud cada vez más beligerante frente al narco, aunque eso pueda entrañar riesgos para nuestras libertades democráticas. A los norteamericanos, ya lo dijo Hillary Clinton, lo que les urge es que “eliminemos” a los narcos. Lo triste del asunto es que ningún esfuerzo aquí tendrá resultados por más sangre que corra, si ellos, en su territorio, no actúan contra sus cárteles con la misma decisión que nos exigen.

Por otro lado no puede negarse que la guerra contra el narco –una guerra necesaria- es la principal bandera electoral para el PAN, que capitaliza el caudal de elogios de Washington. Que Elliot Ness - Calderón esté sentado en la silla presidencial, que según los propios norteamericanos “haya cambiado la historia” con su “decisión, heroísmo y valentía en el combate al crimen organizado”, ha terminado por resultar sumamente rentable para el partido en el gobierno y tanto, que los oscuros barrancos electorales a los que, según las encuestas parecía condenado, se han venido nivelando.

Maestros además del “haiga sido como haiga sido”, los panistas han desatado la guerra sucia contra el PRI. Atacado en su flanco más vulnerable, pues la coexistencia e incluso la complicidad entre gobierno y crimen organizado eran uno de los pilares del antiguo régimen, el Revolucionario Institucional, batiéndose en retirada, se ha visto obligado a falta de otros argumentos, a recordar a Calderón que le debe a sus “buenos oficios” la Presidencia y que hay otros que aún le siguen considerando “espurio”. De poco, sin embargo, le han valido sus bravuconadas. Las diatribas de Germán Martínez en la red, han calado en el electorado.

En estas condiciones lo previsible es que Calderón y su gobierno, ayunos de resultados en casi todo lo demás, se concentren por un lado en la sobrexplotación mediática de la lucha contra el crimen organizado –la que, insisto, no puede ni debe suspenderse- y por el otro avancen en la creación de un marco legislativo que les libere totalmente de ataduras. Lo peligroso del asunto es que, liberados ellos para actuar, los que podemos resultar encadenados somos los ciudadanos.

Menuda responsabilidad tienen los legisladores, peor todavía en tiempo de elecciones, cuando cualquiera puede ser fulminado con una acusación de complicidad con el crimen organizado. Ojalá que quienes reciben las iniciativas las discutan, las acoten, las enmienden y voten teniendo en cuenta al país y no los votos que pueden perder. Del Estado fallido al Estado autoritario hay sólo un paso.

jueves, 16 de abril de 2009

LA EUFORIA DE UNA VISITA

Aunque en su momento –como millones de personas- celebré la victoria de Barack Obama, porque la llegada de un afroamericano a la Casa Blanca es un hecho de enorme trascendencia, un acto de justicia histórica que honra a la democracia norteamericana y porque además él si sacó a patadas a Bush de la residencia presidencial, no comparto en absoluto el optimismo de quienes piensan que las relaciones entre nuestros países habrán de cambiar necesariamente para bien. Menos todavía comparto la euforia de quienes viven con gran excitación la cortísima visita del mandatario estadounidense a México. Cierto es que el hombre –eso ha pasado en sus giras internacionales- tiene el impacto de una estrella de rock. Su carisma, la curiosidad que despierta su persona, las esperanzas que levanta su discurso son enormes, sin embargo, lo son también sus ataduras y es que, a lo largo de la historia, los norteamericanos –más allá de que sean republicanos o demócratas quienes gobiernen- han demostrado que son muy malos vecinos, peores socios y aliados sumamente caprichosos y volátiles por decir los menos. Con Obama las cosas no tienen, me temo, por qué ser diferentes.

Por otro lado, me preocupa profundamente el desmedido halago –un mero recursos diplomático transformado aquí por quien lo recibe en capital electoral- que Obama y sus funcionarios hacen de Felipe Calderón y su guerra contra el narcotráfico. Detrás de esos halagos subyace la misma visión asistencialista, policíaco-militar de combate a un problema que exigiría de todos los actores un compromiso de muy distinta naturaleza. Aquellos que en México alientan la instalación de un régimen autoritario –tentación perenne de los panistas- los apóstoles de la “mano dura” a los que les encanta vestir de verde olivo, pueden –y con razón- interpretar la postura norteamericana como un aval a sus pretensiones. Kennedy, en su tiempo, otro caudillo carismático, impulsó, vaya paradoja tratándose de un demócrata, a las derechas latinoamericanas. En aquel entonces era el anticomunismo lo que hacía caminar a Washington al lado de los más execrables aliados; hoy con el narcotráfico puede suceder lo mismo.

Obviamente Washington –como siempre- quiere tener más hombres, más armas, más influencia en México. ¿Para qué queremos más dólares y más balas? Si ya del norte nos llegan a raudales; ¿para que haya más muertos en las calles? La lucha contra el narcotráfico, la seguridad de su frontera sur son el pretexto ideal; el nuevo enemigo externo tan necesario en la cultura política norteamericana; la oportunidad que espera el Pentágono y los cuerpos de seguridad para reafirmar su poder e influencia luego de su fracaso en Irak. Poco o nada hablan los funcionarios de la nueva administración –quizás lo dicho por Hillary Clinton sea la excepción- de lo que sucede en su propio territorio. La mejor manera de combatir a los cárteles de la droga mexicanos no es tanto militarizar nuestro país, sino, sobre todo, combatir el consumo doméstico y detener, antes incluso de cruzar la frontera, el tráfico de plata y plomo.

Más que desplazar más efectivos de la DEA en nuestro país, lo que tendría que hacer Obama es perseguir a sus narcotraficantes locales, desmantelar las redes de corrupción política, policíaca y financiera que les permiten operar con total impunidad y trabajar seriamente en torno a los gigantescos problemas de adicción y pandillerismo que padece la sociedad norteamericana. “Sacarle el agua al pez”, como reza la doctrina contrainsurgente aplicada en este caso a la lucha contra los cárteles latinoamericanos, es sobre todo desfondar su mercado en los Estados Unidos, desmantelar la red de compradores y distribuidores que garantizan los ingresos de nuestros capos; ¿Qué futuro tendrían el Chapo Guzmán, el cártel de Juárez, los Zetas o la familia Michoacana sin esos miles de millones de dólares que les pagan sus colegas del norte?

Harto más efectiva sería la guerra contra el narco si se escoge mejor el teatro de operaciones y se eligen con más precisión los objetivos; aquí al sur está la infantería, los soldados rasos, la peonada. Allá en el norte, en Nueva York, Chicago o Los Ángeles están los altos mandos, los patrones. Que enderece hacia ellos sus esfuerzos la Inteligencia norteamericana. Que redirija sus satélites espías el Pentágono y comiencen la DEA y el FBI y el ejército si fuera necesario las capturas y los decomisos de toneladas de droga en Atlanta o New Jersey.

Golpear allá, con la fuerza que se quiere poner a los golpes que, muchas veces al vació, se dan aquí, tendría, insisto, efectos catastróficos en el crimen organizado en nuestro país. Ojalá Obama pueda ver la viga en el ojo propio; si eso sucede las cosas, finalmente, comenzarían a cambiar.

jueves, 2 de abril de 2009

LOS DOS VICENTES O DINERO MATA CAPO

Habían permanecido por años escondidos, aunque a juzgar por su manera de vivir esa no es exactamente la palabra, en los barrios de más alcurnia de la capital; uno nada menos que en el Pedregal de San Ángel y el otro, nada más, que en Bosques de las Lomas. Matones ilustrados, capos de cuello blanco, herederos de dos cárteles rivales que habían logrado, hasta ahora y con fachada de empresarios, burlar la persecución de la justicia y manejar, discreta pero eficientemente, miles de millones de dólares . Pudo más el dinero, al parecer, la recompensa ofrecida por las autoridades, que el inmenso poder de estos narconjuniors. Sus anillos de seguridad, supuestamente impenetrables por discretos, la información de inteligencia que les permitía operar con tranquilidad, la red de corrupción que garantizaba su impunidad, su fachada toda de pronto se vino abajo. La plata y las disputas a muerte entre el cártel de Juárez, cuyo gerente es, según la información proporcionada por la PGR, Vicente Carrillo Leyva y el cártel de Sinaloa cuyo operador financiero es, según las mismas fuentes, Vicente Zambada Niebla, facilitaron su captura y permitieron develar el otro rostro del narcotráfico.

Por un lado están los sicarios y los capos tradicionales. Vicente Carrillo Fuentes el legendario “Señor de los cielos” y el Mayo Zambada, señores de horca y cuchillo, botas de piel de caguama, grandes hebillas y pulseras de oro, pistola al cinto, cuerno de chivo dorado, camioneta blindada y escolta evidente y numerosa. A ellos les vienen bien la fama y los corridos; de eso se alimentan. Siembran terror y muerte, cosechan la admiración popular –son los héroes en ciertas regiones- y muchos millones de dólares. Por otro lado están los jóvenes educados, los vástagos que han cambiado la forma de operar de sus padres; que han perdido, digamos, su carácter pintoresco. Son los que operan en la sombra, visten discretamente, tienen buenos modales y mejor apariencia, hacen jogging y se mueven con absoluta tranquilidad en círculos empresariales. A unos se les distingue fácilmente aunque suelen, en sus zonas de control y causa del pavor que infunden, volverse invisibles. Los otros ahí están en la casa de al lado, en el club, en el parque, rodeados de sus familias; de sus mujeres bien vestidas y sus hijos que van a buenas escuelas, haciendo como cualquiera su vida, sus negocios. Necesitan para sobrevivir un entorno sereno; desde ahí conducen sus imperios. Se pierden entre la gente decente, se confunden, se ocultan detrás de montañas de dinero que distribuyen a manos llenas a socios que, sin escrúpulos, ni les hacen ni se hacen a sí mismos demasiadas preguntas.

Los primeros, los legendarios, son ya una especie en extinción; o se matan entre sí o los matan o los capturan. Los segundos son el presente y sin duda el futuro del crimen organizado.

Un negocio, como el narcotráfico, que produce una derrama de unos 25,000 millones de dólares al año ni puede ni debe ser manejado ya sólo por barbajanes. El tamaño del mercado exige una actitud gerencial, una capacidad administrativa distinta. Tampoco es asunto, aunque eso parezca, de hombres de negocios, de financieros, de lavadores de dinero a gran escala que mantienen una prudente distancia frente a la violencia indiscriminada de los sicarios. Una cosa es la fachada y otra la realidad. La verdad es que estos capos de nuevo tipo, que miran de frente a la cámara como si no tuvieran nada de qué avergonzarse, sólo son distintos a sus antecesores en apariencia, en formación, en estilo, hasta en educación si se quiere porque ya tienen o pueden tener incluso educación superior. También ellos -y en eso se sustenta su poder real-tienen las manos manchadas de sangre y son en tanto invisibles y por su enorme capacidad de corrupción, de penetración en los círculos más variados de la vida, harto más peligrosos que sus antecesores.

Asimilados como están a la “gente decente”, cubiertos además por el “silencio de los inocentes”, que si miran dejan pasar, resultan difíciles si no es que imposibles de detectar y capturar con operaciones policiacas tradicionales. Puede más en su contra el poder del dinero que los más sofisticados métodos de inteligencia. Ellos compran a muy buen precio la complicidad de aquellos con los que hacen los negocios aparentemente legales. A algunos de esos socios con menos escrúpulos que valor civil o alguno de sus rivales con los que se disputan el mercado, la recompensa ofrecida, hizo cambiar de lealtades o les allanó el camino para acabar con el competidor. Si el plomo mata a los capos tradicionales, la plata mata a los de cuello blanco. Triste pero inevitable, a juzgar por sus resultados, el retorno a la ley de la selva, al tiempo de los caza recompensas que estamos viviendo.