jueves, 24 de febrero de 2011

¿ALIARSE CON EL PAN PARA FRENAR AL PRI?

No soy, ni he sido, militante de ninguno de los partidos de la izquierda electoral mexicana. He votado desde hace años por el PRD. Tuve el privilegio de trabajar en la campaña del Ing. Cuauhtémoc Cárdenas por el Gobierno de la Ciudad y también lo apoyé en su último intento por llegar a la Presidencia de la República.

Fui testigo de cómo un charlatán afortunado, de un hombre atento siempre a las cámaras de TV se volvía de pronto, para millones de mexicanos, gracias a su interpretación de un antihéroe popular, de un “tonto” simpático y campechano, la encarnación de la esperanza.

A pesar de eso y sintiéndome, como millones, liberado de la pesada lápida del régimen autoritario concedí a Vicente Fox el privilegio de la duda. Poco tardó en venirse abajo la leyenda del ranchero ramplón y asomó el verdadero rostro del hombre autoritario y sin escrúpulos.

Cubrí entonces, en las postrimerías de su desastroso y fallido mandato, el proceso de desafuero impulsado por Vicente Fox contra Andrés Manuel López Obrador y fui testigo, con mi cámara al hombro, de esos ríos de gente clamando justicia, plantándosele al poder de frente.

Expresión eran esas multitudes del desencanto, de la frustración y también del coraje y la voluntad de no dejarse, nunca más, golpear impunemente desde ese poder que con sus propios votos entregaron.

Luego de por lo menos dos décadas de filmar manifestaciones, marchas, mítines, plantones de la izquierda mexicana vislumbré en esos días –y como muchos mexicanos más- un futuro distinto para mi país.

Aun recuerdo el momento en que, en el Zócalo, miles de personas presenciaron dolidas, indignadas, silenciosas el momento en que, en la Cámara de Diputados PAN, PRI y sus comparsas desaforaban al segundo gobernante capitalino electo democráticamente de la historia de México.

No habría de ser ese, el golpe de estado encubierto contra el gobierno de la Ciudad de México, el último de los crímenes de lesa democracia de Vicente Fox.

Hiló el de Guanajuato muchas traiciones seguidas; faltó a su palabra, dio la espalda a la gente que en las urnas le encomendó el cambio y finalmente frustró el tránsito del país a la democracia.

El primero de sus crímenes lo cometió Vicente Fox al nada más sentarse en la silla y entregar al PRI, a ese que iba a sacar a patadas de Los Pinos, el manejo de la hacienda pública y otras instituciones del estado.

El segundo, apenas unos meses después cuando, descubierto el escándalo de corrupción conocido como PEMEXGATE, se negó a asestar, con la ley en la mano, el golpe definitivo al antiguo régimen.

Dos veces pues, una muy cerca de otra, salvaron la vida al PRI, Fox y los panistas. No lo hicieron gratuitamente. Qué va. Cogobernaban desde entonces. Cómplices eran ya en la construcción, de la mano de los poderes fácticos, de un valladar a las pretensiones de transformación profunda del país.

Fracasada su intentona de golpe de estado desde la presidencia y usando a la PGR para sus fines personales, que eso y no otra cosa fue el desafuero, pasó Vicente Fox a intervenir ilegalmente en los comicios presidenciales del 2006.

Albergué durante unos pocos meses –y junto a millones de mexicanos- durante la campaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador la esperanza de un cambio verdadero.

Aunque las señales de alerta se multiplicaban y se configuraba un fraude mediático de nuevo tipo. Aunque la soberbia y la incapacidad de discernir entre lo que debe decirse al calor del mitin y lo que la gente recibe en sus casas a través de la TV, parecían hacer el juego a quienes conspiraban ya contra las reglas del juego democrático esa esperanza se mantenía viva.

Contra esa esperanza conspiró Fox. Como los priistas se dedicó entonces a imponer, de manera fraudulenta, un sucesor a modo. Para lograr su objetivo abdicó del poder recibido en las urnas ante la televisión, la alta jerarquía eclesiástica y los barones del dinero. Perdió así, a causa de su traición, soberanía la nación y terminaron de desfondarse las instituciones.

Acompañó el PRI a Vicente Fox en esta tarea de demolición de la incipiente democracia mexicana. Sin su concurso Felipe Calderón Hinojosa no se hubiera sentado jamás en la silla.

Tampoco fue gratuita, en este caso, la complicidad que el PRI ofreció al PAN. Con creces se la pagó Calderón y tanto que hoy, con flamantes credenciales “democráticas” amenaza con vencer a su aliado de los últimos 10 años; su cómplice más bien.

Urgidos andan pues el PAN y Calderón, y por eso ahora sus personeros operan como portavoces del PRD aliancista, de encontrar a alguien que les haga el trabajo sucio y elimine al cómplice que amenaza con quedarse con el botín completo.

¿Quién, en su sano juicio, puede simplemente olvidar lo que PAN y PRI, de la mano, han hecho esta última década? ¿Quién puede creerse siquiera eso de que con el PAN se le cierra el paso al PRI si son lo mismo? Así como Fox necesitó al PRI para imponer a Calderón hoy este necesita al PAN, para, paradójicamente, seguir cogobernando con el PRI. ¿Quién le creerá ese cuento? ¿Por qué? ¿A cambio de qué?


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jueves, 17 de febrero de 2011

LA EXAGERACIÓN DE LA VIOLENCIA

Vuelve Felipe Calderón Hinojosa, adicto como es a la propaganda, a las andadas. Apenas resuelto el asunto de Carmen Aristegui pone de nuevo a los medios en la mira.

De “exagerar” los hechos violentos que diariamente ocurren en nuestro país los acusa y por excederse en detalles en las notas relacionadas con las ejecuciones los señala.

“Alarmistas” les dice Calderón a los medios, empeñado como está en la defensa de una gestión que se aproxima a su fin, al tiempo que les reclama no dar dimensión adecuada a los “avances históricos” de su gobierno en la lucha contra el narco.

A la “imagen pública”, a la “percepción”, al manejo inadecuado de cifras, estadísticas e índices de violencia en otros países se reduce, de nuevo para Calderón, el asunto.

Del “se matan entre ellos” pasa ahora al “exageran la violencia los medios”. El país, dice, si se compara con la violencia que impera en otras latitudes, no queda tan mal parado, pero de eso, los medios que se pierden en detalles de los asesinatos, no dan cuenta.

Está mal pues, según Calderón, hacer crónica precisa y objetiva de masacres atroces, de decapitaciones masivas, de crímenes que sorprenden, por su barbarie, al mundo.

Está mal contar cómo un hombre, a punto de ser ejecutado, pide inútilmente a sus asesinos clemencia para su hijo de sólo 8 años de edad en Ciudad Juárez. Está mal contar cómo después de acribillarlos a ambos, los sicarios, lanzaron bombas molotov contra el vehículo en el que viajaban y donde los cuerpos quedaron calcinados.

Hay que “hablar bien de México” insiste, resaltar los logros de la “estrategia nacional de seguridad”, contar, pues, la historia de éxito de su gestión y de su guerra.

Tira pues Calderón, con el poder de quien ocupa la silla presidencial, línea editorial a los periódicos; se inmiscuye en la tarea informativa, pretende decir de qué y cómo han de hablarnos los medios.

Más allá de que esta intromisión indebida del poder ejecutivo en la que ha de ser una tarea tan libre como responsable representa una franco retroceso en las libertades ciudadanas, está el hecho, de que, cerrar los ojos frente a lo que realmente ocurre en el país sólo puede servir, a la postre, para vacunarnos frente a la violencia, para acostumbrarnos a vivir en medio de ella.

No podemos, ni debemos, de ninguna manera, quienes estamos empeñados, de alguna manera, en las tareas informativas ceder a la presión del poder y acomodarnos en la crónica de una país inexistente.

Hay muchos crímenes en México y crimen mayor seria callarlos. A la violencia se la exorciza presentándola, haciendo que la indignación y la capacidad de asombro ante la barbarie no se pierdan.

Ya el “se matan entre ellos” ha hecho, en estos cuatro años, suficiente daño. Miles de crímenes se cometen sin que nadie, en los aparatos de procuración de justicia, mueva un dedo. Hoy los asesinos saben que esta “criminalización” inmediata y masiva de las víctimas les extiende patente de corso.

El que cae ejecutado, ese al que decapitan no tiene ya ni nombre, ni historia, es una cifra, un sicario, un narcotraficante más, otra “baja” en esta guerra que se libra sin perspectiva alguna de victoria.

Más allá de la impunidad con la que operan los sicarios está el hecho de que la versión propagandística oficial, la perniciosa costumbre que viene del propio Felipe Calderón, de juzgar y condenar sumariamente a las víctimas se ha extendido en amplios sectores de la población.

La zozobra y el miedo son malos consejeros y hay muchos que, hoy por hoy, festejan esas muertes sintiéndolas, de alguna manera, como un alivio. “Se matan entre ellos” dicen también muchos, comprándose la versión gubernamental y se acostumbran sin más a la violencia.

Si a este clima de descomposición sumamos una prensa que cierra los ojos ante la barbarie y renuncia al derecho y al deber de contar lo que sucede con puntalididad y profundidad estaremos, todos, encaminándonos al abismo.

Hablaremos entonces bien de un país, como dice Calderón, que por no conocerse, se deshace. Hablaremos bien de un país mientras el mundo entero ni cree, ni se compra esa versión.

¿Qué queda, si callamos, a aquellos que viven en las zonas asoladas por el crimen organizado si en las páginas de la prensa o en la pantalla de la televisión no hay registro alguno de su tragedia?

¿Qué esperanza tendrán, que aliento de vida, si sienten que los medios les dan la espalda y cuentan una historia que no es la suya?

Es duro hablar de la violencia, doloroso ser preciso en los detalles. A las víctimas y a los dolientes se lo debemos. Perder la capacidad de estremecernos ante estos crímenes atroces, callar ante ellos, es rendirse ante los asesinos.

Abandonamos, si cedemos a la tentación de no exagerar la violencia, a su suerte a quienes en esas calles se tropiezan, todos los días, con cuerpos acribillados sabiendo que pueden ser ellos los próximos.

México vive una tragedia. Conviene reconocerlo y contar puntualmente cómo es que esta tragedia ocurre. El respeto a la vida, el valor fundamental, se pierde si negamos este hecho. Si por conveniencia, por interés propagandístico o político, nos acostumbramos a la muerte, le restamos, con ligereza, su dolorosa importancia.



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jueves, 10 de febrero de 2011

¿QUIÉN SE BURLA DE LA INSTITUCIÓN PRESIDENCIAL?

Con un abrazo solidario para Carmen Aristegui

No escribí una sola línea sobre el supuesto consumo de antidepresivos y ansiolíticos de Vicente Fox durante su período presidencial, ni después de que, por la puerta trasera y luego de haberse entrometido ilegalmente en los comicios presidenciales del 2006, abandonara la primera magistratura.

Tampoco he escrito, ni en este diario ni en las redes sociales, comentario alguno sobre el supuesto alcoholismo de Felipe Calderón. Oídos sordos he prestado a un rumor que corre en los más distintos ámbitos sociales. Estoy convencido que ese tipo de señalamientos hablan más mal del que los hace que del supuestamente ofendido.

Siendo –y las evidencias sobran- Vicente Fox como Felipe Calderón responsables de lo que, sin eufemismos, pueden catalogarse como crímenes de lesa democracia, acusarlos de enfermedades y adicciones no hace sino exculparlos ante la opinión pública y colocar en el centro de la agenda nacional el escándalo en lugar de la necesaria y urgente demanda de juicio político a ambos personajes.

Creo, por otro lado, que en un clima de crispación como el que vivimos, en este “tiempo de canalla”, que diría Lilian Hellman, cuando desde el poder se incita al linchamiento de quienes ejercen la crítica calificándoles de enemigos de México, aliados del narcotráfico y otra serie de peligrosas sandeces, flaco favor hacemos a la democracia utilizando las mismas armas que han permitido a Felipe Calderón burlarse de ella.

Que para llegar al poder -“haiga sido como haiga sido”- hayan recurrido y sigan recurriendo Calderón y los suyos al insulto, la violencia verbal, las campañas de desprestigio y la predica del odio y del miedo no debe hacernos responder de la misma manera. Al contrario. Demasiado grave y peligrosa es la hora que vive la nación como para mirarnos en ese mismo espejo.

No considero –y menos todavía después de lo que estos dos hombres han hecho con ella- la institución presidencial como impoluta e intocable. En muchos países democráticos los lideres de opinión, los caricaturistas, los comediantes de la televisión son implacables con primeros ministros y presidentes y están atentos a sus más mínimos deslices para exhibirlos con extrema severidad.

El humor produce una saludable catarsis, obliga al gobernante a estar atento al más mínimo detalle de su conducta, sacude a la sociedad y la alerta, la hace mirar con más atención a aquel que ha sido elegido para servirla. Esa vigilancia se traduce en trasparencia y también en el mejor antídoto para la corrupción y la impunidad

Este ejercicio es, me parece, saludable y necesario para la democracia y no se tambalean Inglaterra, Francia, España o Italia por la mordacidad con la que, en los medios, se exhiben las miserias de sus gobernantes.

Que se cuestione o incluso, en casos extremos, se llegue a la burla frente al poder es un derecho ciudadano. El que no tiene ese derecho; el de burlarse, impunemente, del país entero es ese que está sentado en la silla y que debe servir a los ciudadanos y no jugar con el poder ni servirse de él.

Carmen Aristegui, a quien respeto y he seguido a lo largo de muchos años y con quien mantengo también respetuosas diferencias tanto profesionales como políticas, no es de aquellas, tampoco, que confunden la crítica con las campañas de desprestigio.

No hubo en el proceso de consignación de un hecho; la colocación de la manta en el congreso por los diputados petistas, un gesto que retrata a esta izquierda incapaz de articular un discurso coherente y que cae en todas las trampas, de nada que se pareciera a la burla o la utilización de las mismas armas con las que el poder combate a los opositores y a sus críticos.

Demandó eso sí Carmen Aristegui, de ese hecho que es a su vez resultado de un rumor que corre hace ya mucho tiempo sin ser atajado por los propagandistas del gobierno, que Los Pinos se pronunciara al respecto y eso ocasionó su despido. Bien hizo en no disculparse. No tenía por qué.

No es este sólo un asunto privado. No se trata sólo de la ruptura de una relación laboral como se ha pretendido presentar. Se ha producido, a sólo unos meses de que formalmente se desate la contienda por la sucesión presidencial, un hecho doblemente pernicioso para nuestra, ya de por sí, malherida democracia.

Al callar una voz se callan todas las voces. Que, con su mecha corta y sus mecanismos de coacción, Calderón doble a los concesionarios y aseste un golpe a la libertad de expresión, es algo que pone en riesgo incluso a aquellos que por razones de competencia, diferencias personales o ideológicas han justificado el despido de Aristegui. Tarde se darán cuenta de que contribuyen a su misma destrucción.

Pero si de golpes se trata no ha de ser el mayor, desgraciadamente, este que se ha dado a la libertad de expresión. Largos y peligrosos meses faltan para que Felipe Calderón se vaya. Botón de muestra ha sido el asunto Aristegui de lo que un hombre aferrado al poder puede hacer, pasando sobre la ley y la voluntad ciudadana, para aferrarse a él.

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viernes, 4 de febrero de 2011

DE LA DEMOLICIÓN DEL ESTADO MEXICANO

Poco quedará en pie, al terminar el mandato de Felipe Calderón Hinojosa, del ya de por sí maltrecho edificio del estado mexicano. Aunque la tarea de demolición del mismo es obra de muchos y resultado de muchas décadas de abusos, no puede negarse que Calderón, en la misma línea de su predecesor Vicente Fox, se ha esforzado en dinamitarlo desde sus mismos cimientos.

Torcido por la corrupción y la impunidad, desfondadas e inoperantes sus instituciones, el estado mexicano, ya al borde del naufragio en el año 2000, tenía en la alternancia y en la plena y verdadera transición democrática, una última esperanza de reconstrucción.

Si un mandato recibió Vicente Fox de los millones de ciudadanos que por él votaron fue precisamente ese; refundar la nación, darle rumbo, solidez, viabilidad al estado y a sus instituciones. Por eso votaron por él los mexicanos, porque más que un cambio cosmético, apostaron por una transformación profunda.

El guanajuatense, primer presidente con credenciales realmente democráticas de la historia reciente de México, con el aval de una mayoría obtenida en comicios incuestionables, ni supo, ni pudo, ni quiso hacer esa transformación; podía haber cambiado al país, cambió sólo la situación de su familia y su partido.

Le falló así Vicente Fox Quezada a quienes por él votaron, le falló a la democracia, le falló al país. Juicio político habría que exigir para ese hombre que en hora tan grave y al mismo tiempo tan cargada de esperanza para la Nación se dio el lujo de darle la espalda. Crimen de lesa democracia el suyo.

Ganó Fox las elecciones porque prometió sacar al PRI de Los Pinos. Ganó las elecciones porque prometió que caerían peces gordos. Ganó las elecciones porque hizo creer a millones de ciudadanos que, con él, terminarían los abusos y sería demolido hasta sus cimientos el antiguo régimen. Nada de eso pasó. Al contrario.

Entregó Vicente Fox, porque necesitaba cómplices, porque no tuvo el coraje y el valor de encabezar el proceso de transición a la democracia, la hacienda pública y los centros neurálgicos del poder a ese mismo PRI que prometió destruir.

Teniendo la posibilidad real, con el Pemexgate, de asestar un golpe debajo de la línea de flotación a ese partido y desmontar, legalmente, sus redes de corrupción Vicente Fox decidió, más bien, hacer suyos los mismos usos y costumbres, convirtiéndose, de hecho, en rehén de ese aparato que, por el mandato recibido en las urnas y con el poder que de esos votos emanaba, debería haber destruido.

No sólo ante el PRI dobló Vicente Fox la cerviz; también lo hizo ante los poderes fácticos. Sin la experiencia, ni la capacidad coercitiva del PRI, se volvió entonces también rehén de los barones del dinero y la alta jerarquía de la iglesia católica.

Comenzaron a llegar entonces facturas a Los Pinos –que de acreedor pasó a deudor- y no tuvo empacho Fox, tan incapaz, como insolvente, en empeñarlo todo a cambio de migajas para su familia y unos cuantos de sus asociados.

Traicionó así Vicente Fox las legítimas aspiraciones democráticas de millones de mexicanos y dilapidó un capital político que, nunca antes, mandatario alguno había tenido en sus manos.

Pero no sólo falló Fox durante su sexenio sino que, al meter ilegalmente las manos en el proceso electoral del 2006, de la misma manera que lo hicieron durante décadas, los gobernantes priistas, comprometió, con la paz y la estabilidad, el futuro de México.

Frustró así, quien por los votos libres se hiciera presidente de México, la transición a la democracia y asestó a un golpe brutal a las instituciones. Golpe que, su cobardía, su inacción ante el crimen organizado, al que entregó buena parte del territorio nacional, volvió demoledor contra el estado mexicano.

Heredero de esa misma vocación demoledora Felipe Calderón ha actuado con prisa y sin pausa contra las instituciones que dice defender y contra el estado cuya viabilidad debería garantizar.

Se equivocan aquellos que consideran lo sucedido en el 2006 un agravio que debe ser olvidado. La democracia, para serlo realmente, no puede construirse haciendo trampas y Vicente Fox y Felipe Calderón las hicieron y tanto que ahí está, “haiga sido como haiga sido”, este último sentado en la silla presidencial.

Si su proverbial “mecha corta”, su urgencia de legitimidad, su adicción a la propaganda y su, cada vez más evidente, vocación autoritaria ha hecho a Felipe Calderón embarcarse en una guerra sin perspectivas de victoria ¿Qué no hará ante la inminencia del fin de su mandato y el peligro de que un sucesor no deseado lo exponga al que habrá de ser, sin duda, el juicio severo de la nación?

Mal cálculo hacen quienes consideran agotada la capacidad de maniobra de Calderón y peor quienes piensan que, para frenar al PRI, hay que ayudarle a él y a su partido. Si “haiga sido como haiga sido” llegó, “haiga sido como haiga sido” se va a ir. Todavía hay estado por demoler y Felipe Calderón no tendrá empacho –y tiene la fuerza del penúltimo año para hacerlo- en ponerse a terminar la tarea.



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