jueves, 31 de marzo de 2011

¿UN SOLDADO EN CADA HIJO TE DIO?

La guerra es siempre, para desgracia de las naciones que la sufren, un asunto de niños y jóvenes; la mayoría de ellos, además, pertenecientes a las capas más pobres y marginadas de la sociedad.

De las filas de los desesperanzados, de los olvidados de siempre, de los que no tienen oportunidades de estudiar o conseguir un empleo digno, de los que viven hacinados en las ciudades perdidas sin acceso a la cultura, al entretenimiento digno, a los servicios de salud salen aquellos que habrán de poner su sangre en la contienda.

Si ya todo lo dan por perdido. Qué más les da arriesgarse.

Toca a los mayores, a los ricos y poderosos dar las órdenes, soltar la plata, comprar las armas, organizar la leva, construir las coartadas patrióticas para el combate y ejercer la coerción para que nadie dé “ni un paso atrás”. Toca a los jóvenes, muchas veces a los niños, matar y morir. Ellos pagan con su vida mientras los otros hacen pingües negocios con la muerte o aseguran sus posiciones y privilegios en palacio.

México no es la excepción. Por los jóvenes y hasta por los niños va el narco; es a ellos a quienes recluta, a quienes ofrece dinero, aventuras y una muerte que puede garantizarles, si tienen suerte y arrojo, un lugar en el panteón de los héroes populares y un dinero para sus familias. Hasta su corrido pueden ganarse aquellos que destacan por su temeridad o su locura.

Mientras más edad tiene un combatiente más se resiste a poner en riesgo su vida y más también a matar sin sentido. Los adolescentes y los niños parecen matar jugando. No tienen aun ese respeto elemental por la vida –ni la propia, ni la ajena- ni conocen tampoco el miedo ese que hace a los combatientes más sanguinarios y experimentados detenerse a veces, aunque sea un segundo, antes de jalar el gatillo.

Los asesinos, los sicarios; recuerdo un joven de 17 años en Medellín que en los tiempos de Pablo Escobar, tenían en su cuenta 16 asesinatos, son más temibles y más despiadados cuando han sido reclutados desde pequeños. Matar se les hace costumbre; morir no les importa en absoluto. “Yo mato –me decía a cámara ese sicario antioqueño muerto unos meses después de la entrevista- a veces sólo por desaburrirme”.

Empeñado en la búsqueda de soluciones propagandísticas y rápidas al problema del narcotráfico, el gobierno de Felipe Calderón ha optado por la vía militar. Legitimarse y asegurar la continuidad de su proyecto político lo hizo despeñar al país a una guerra sin perspectiva alguna de victoria. Hoy que su mandato agoniza tiene todavía más prisa y la prisa en la guerra significa siempre más muertes.

Al despliegue masivo de las tropas del ejército y la marina, tan ineficiente como innecesario, el narco ha respondido reclutando masivamente y dotando a sus comandos criminales de armas de grueso calibre. No le faltan al crimen organizado ni el dinero ni los mecanismos de coerción. Con plata o con plomo se hacen de colaboradores, informantes y sicarios.

Ese crecimiento exponencial de los ejércitos del narco, del que hoy habla el Pentágono y que es la razón, Obama lo dijo, de la “frustración” de Calderón, sólo puede darse ampliando la base de niños y adolescentes que engrosan las filas del sicariato y también, claro, la de las bajas.

Las armas tienen, para los niños y los jóvenes, un poder de atracción tan grande como el del dinero. Esos juguetes les dan poder y prestigio en su comunidad. Donde no tienen, de todas maneras, ninguna alternativa.

El crimen organizado barre, con cualquier pretexto, las comunidades dejando muertos regados en la calle y otro tanto hacen las fuerzas federales.

Como urgen resultados y el “se matan entre ellos” garantiza impunidad a cualquiera, en esta guerra, salvo aquellos que pueden ser estrellas de la propaganda, ya no se hacen prisioneros, ni tampoco son las fuerzas federales demasiado escrupulosas en la definición de quién es o no un enemigo real.

Como la tropa se mueve en territorios que le son ajenos y se sabe expuesta y siempre vigilada por los criminales dispara a la menor provocación. Como no hay instrumentos jurídicos de ningún tipo, ni forma de que oficiales y soldados rindan cuenta de sus actos allá afuera, en las zonas de conflicto, la vida vale cada vez menos.

La única batalla que valdría la pena ganar, la batalla por erosionar la base social del narco e impedir que reclute más niños y más jóvenes, simplemente no la está librando el gobierno de Calderón. No le importa hacerlo; porque de esa batalla no salen spots de televisión.

Ofensiva e indigna resulta, en este contexto, la iniciativa del Gobernador Cesar Duarte. En una desafortunada reedición de la leva porfiriana pretende ahora que aquellos jóvenes que ni estudian, ni trabajan, los llamados NINIS, vayan, por tres años, al cuartel.

Armas de allá para los jóvenes; armas de acá también para ellos. Muerte a granel. Uniformes y botas militares en vez de escuelas, de programas de bienestar social, de recuperación de espacios públicos, de cultura y creación de fuentes de trabajo digno. ¿Qué carajos está pasando en este país? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que todo aquí se pretenda resolver a balazos?


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jueves, 24 de marzo de 2011

UN BALAZO EN EL CORAZÓN

A Ignacio Ellacuria también sacerdote, también asesinado en El Salvador.

24 de marzo de 1980. Justo en el momento de la consagración el francotirador jaló el gatillo. La distancia entre el asesino y su víctima, el Arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero que celebraba una misa en honor de la difunta madre de un reconocido periodista local, era muy corta. No más de 30 metros.

Acertar en el blanco para un asesino profesional, a esa distancia y en esas condiciones, fue sencillo. De un solo balazo en el corazón mató al prelado y terminó, al mismo tiempo, de precipitar al país a una guerra de más de 12 años que habría de costar más de 75,000 muertos y desaparecidos, centenares de miles de refugiados internos y un éxodo que todavía no termina.

Mientras las monjas responsables de la capilla y quienes asistían a la misa trataban en vano de auxiliar a su Pastor , el sicario, con pasmosa tranquilidad, salió de la capilla, abordó un auto y desapareció para siempre.

El día anterior el Arzobispo, a quien la gente llamaba “la voz de los sin voz”, había pronunciado, como cada domingo su homilía. “En el nombre de Dios y de este sufrido pueblo cuyos lamentos se alzan hasta el cielo –dijo enérgico Romero harto de tanto crimen- les pido, les suplico, les ordeno: cese a la represión”.

Esa misma tarde, en una finca en los alrededores de San Salvador , un grupo de grandes terratenientes, militares y funcionarios del gobierno decidieron eliminarlo. Creyeron que así, con este crimen ejemplar, frenarían a la “subversión”. Mataron a Romero, según ellos, para evitar más muertes.

Se equivocaron. Su fanatismo, su ceguera, aceleraron la guerra. A punta de muertos, de asesinatos atroces, miles ya para entonces, habían hecho crecer a la guerrilla. Partirle en plena misa el corazón al más alto jerarca de la iglesia católica salvadoreña, pensaron, mandaría un mensaje que nadie en El Salvador dejaría de atender. También en eso se equivocaron.

Actuaron los asesinos movidos por el miedo. Miedo a perder sus privilegios y prebendas. Miedo a perder su poder. Miedo a perder sus enormes riquezas. Miedo a que se acortara la brecha entre los potentados como ellos, muy pocos, y los millones de salvadoreños condenados a la miseria extrema. Miedo, según ellos, a que la paz –que era ya para entonces paz de los sepulcros- se perdiera para siempre.

Tenían también miedo al más mínimo e insignificante cambio en el orden establecido. Miedo a quebrantar sus tradiciones. Miedo a verse expuestos a un mundo distinto al que sus ancestros les habían heredado. Miedo a perder su hegemonía ideológica, a que sus “principios y creencias” se vieran, de pronto minimamente cuestionados.

Responsable de la operación fue un hombre, un experto en sembrar el miedo y la discordia, que con los años habría de fundar un partido: la alianza republicana nacionalista (ARENA) y al que muchos, en tanto se le señala como líder de los escuadrones de la muerte, consideran responsable directo de la muerte de miles de salvadoreños: el Mayor Roberto Dabuisson.

Seguidor de los dirigentes de la sanguinaria derecha guatemalteca, Roberto Dabuisson los superó con creces. La decapitación, el “corte de chaleco”, las masacres por él ordenadas fueron práctica común entre 1970 y finales de los 80 en El Salvador.

Fuerzas paramilitares y oficiales activos del ejército, la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda actuaban como escuadrones de la muerte sembrando el terror en pueblos, barrios y ciudades del país.

No tenía caso presentar ante tribunales a presuntos culpables. Al enemigo se le aniquila no se pone preso. Sólo a algunos, muy pocos, a los que se concedía importancia estratégica pasaban, antes de ser eliminados, por las salas de tortura, el grueso eran asesinados en caliente.

Nadie tenía entonces la vida asegurada; una opinión, un gesto, los dichos de un vecino, la delación de un enemigo movido por la envidia, los celos, la ambición o la simple antipatía, la sola sospecha de colaboración con la guerrilla equivalían a una muy expedita condena a muerte.

El frenesí anticomunista era la coartada. La doctrina de la seguridad nacional de Washington y sus manuales de contrainsurgencia dictaban los métodos. La muerte ejemplar como disuasivo contra el crecimiento de la izquierda. La muerte preventiva de todo aquel a quien se suponía siquiera proclive a las ideas de izquierda.

Y si no se escaparon de la acción criminal de los escuadrones de la muerte ni catequistas, ni curas, ni monjas tampoco habría de escaparse un obispo y menos todavía uno como Romero.

No fue siempre Monseñor Romero así; no estuvo siempre del lado de los pobres. Fue el dolor de su gente el que le abrió los ojos. La sangre derramada por su pueblo la que lo transformó. Fueron esas voces calladas a balazos las que dieron a su voz esa presencia, esa fuerza que aun, a 31 años de distancia, es preciso recordar, escuchar, reconocer y no sólo allá en El Salvador , también aquí, quizás, sobre todo aquí.

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jueves, 17 de marzo de 2011

¿Y EL SENADO SEÑOR CALDERÓN?

Que a Felipe Calderón Hinojosa le gusta saltarse las trancas no es cosa nueva. Por eso es que está sentado en la silla. Una tras otra las instituciones del Estado mexicano han venido sufriendo, en estos 4 años, los embates de este “hijo desobediente” que parece estar decidido a consumar, antes de entregar del poder, su demolición.

Tan dado a jugar a la guerra Calderón ha demostrado que es, sobre todo, un zapador nato. Convertir en guerra la lucha contra el crimen organizado hizo saltar por los aires a las instituciones de procuración de justicia y amenaza hoy con golpear incluso al Senado de la República.

Del sometimiento ante de la ley de los criminales se pasó, en estos 4 años de Calderón, a la tarea, propia de quien está en guerra según von Clausewitz, de eliminarlos. Si un policía tiene por propósito la captura de los criminales, a un militar la doctrina lo obliga a la aniquilación de las fuerzas enemigas.

El ya proverbial “se matan entre ellos”, que acaba de un plumazo con toda averiguación judicial y consagra la impunidad de los asesinos de casi 34 mil mexicanos, se vuelve también, como en Colombia o El Salvador, la coartada perfecta para las “operaciones de limpieza” conducidas desde el poder o bien toleradas por él.

La ley de la selva –y para muestra las declaraciones del Gral. Bibiano Villa a San Juana Martínez- impera ya en muchas zonas del país y, cualquiera puede ser asesinado, desde uno u otro lado de esta guerra que sin perspectiva alguna de victoria se libra, sin que los criminales sean siquiera investigados.

Y es que si no se investiga menos todavía se procesa a nadie o a casi nadie. Sólo unos cuantos de los miles de involucrados con el crimen organizado caen realmente en prisión y todavía menos son sentenciados y purgan hasta el final sus condenas.

Si un general que se respete, antes de ir a la guerra, ha de garantizar su tren logístico un mandatario que, obligado por la corrupción endémica de los cuerpos policíacos saque al ejército a las calles y emprenda la lucha contra el crimen organizado ha de garantizar, antes que nada, que el aparato judicial; fiscales, jueces, tribunales y el aparato penitenciario estén a punto para garantizar la captura y el debido proceso a los que caigan en manos de las fuerzas armadas.

Si esto no se produce y priman además criterios políticos y propagandísticos en la conducción de esa “guerra” y hay prisa por obtener resultados; aunque estos sean sólo spots en pantalla entonces, la justicia se transforma en venganza y se abre el espacio para la operación de escuadrones de la muerte.

Este proceso de descomposición acelerada que estamos viviendo, ya de por sí grave, se torna aun más complicado por nuestra vecindad con el país más poderoso de la tierra. Si en otros países de Latinoamérica han metido los norteamericanos las manos cómo no han de hacerlo, con más energía y decisión, en su patio trasero.

No son ajenas al Pentágono, a la DEA, a la ATF o cualquier agencia estadounidense esas urgencias mediáticas y a esa “ligereza jurídica”, por llamarla de alguna manera, del gobierno de Felipe Calderón. Menos todavía si está en juego su “seguridad nacional” y los muertos los ponen otros.

Ya en el pasado el gobierno de los Estados Unidos ha promovido o tolerado la formación de cuerpos paramilitares y escuadrones de la muerte en países donde han percibido una amenaza real o ficticia para sus intereses. Campeones de la ley y la democracia no suelen serlo tanto cuando se trata de “neutralizar” enemigos fuera de su territorio.

Los capos mexicanos, son para la paranoia tan convenientemente explotada por Washington, la nueva encarnación del mal. Eliminarlos a cualquier costo es su prioridad y para eso ni se andan con delicadezas ni se detienen ante consideraciones a propósito de la soberanía nacional, la justicia o los derechos humanos y menos de un país donde, piensan y lo repiten a cada rato, hay un “estado fallido” y está operando una “narcoinsurgencia”.

No sólo sobre la soberanía nacional sino sobre los restos de la mera noción de justicia en nuestro país han de pasar, con todos sus juguetes los norteamericanos. No está lejos el tiempo en que el “dron”, que ya sobrevuela nuestro territorio, lo haga cargado con misiles y haga más expedita la tarea.

Gravísimo resulta pues en estas condiciones que Felipe Calderón les abra incondicionalmente las puertas. Nada más erróneo que pensar que con un aliado como este, que no cierra su frontera a la droga que va de aquí para allá ni a las armas que vienen de allá para acá, tolera el consumo y deja impunes a sus capos locales vamos a alcanzar la paz en nuestro país.

“No sé que falta al presidente Calderón para entregar el mando” ha dicho la Senadora Rosario Green, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de la República. “Tiempo Señora, solamente tiempo” le respondo por este medio a la excanciller.

La guerra, su guerra, en esa dirección; la de cesión del mando ha encaminado, para desgracia del país, a Felipe Calderón. A menos, claro, de que el Senado de la República, de que la sociedad hagan algo para impedirlo.


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jueves, 10 de marzo de 2011

LENTO Y OBSEQUIOSO

Para Rafael Barajas “El Fisgón” por la coincidencia.

Así; “lento y obsequioso” –“servil” diría El Fisgón en su cartón de este jueves pasado en La Jornada- con un gobierno, el de Barak Obama, que para que no le falte droga a sus millones de adictos y aquí sigamos poniendo los muertos nos manda armas y dólares, se ha portado, para vergüenza de México, Felipe Calderón Hinojosa.

Ante un “acto de guerra”, porque eso y no otra cosa es que oficiales del gobierno estadounidense hayan permitido, en el operativo “rápido y furioso”, la introducción ilegal en México de 2000 armas de asalto, nada ha hecho, más allá de una nota diplomática, el hombre que está sentado –“haiga sido como haiga sido”- en la silla presidencial.

Rumiando su vergüenza estará Felipe Calderón mientras esos dos mil fusiles de asalto, en manos de criminales gracias al gobierno de “su amigo”, vomitan fuego y siguen cobrando vidas inocentes.

Rumiando su vergüenza estará Felipe Calderón mientras que soldados y policías caen víctimas de las balas disparadas por esos fusiles. ¿Con qué cara enfrentara ese señor, al que se le hizo fácil vestirse de general, a esos soldados, oficiales y jefes que combaten en el terreno?

Escribí aquí, la semana pasada y luego de que Obama, en un arrebato retórico de corta duración, dijera en Washington: “la lucha de Calderón es también nuestra” que, el mandatario estadounidense podrá ser aliado del hombre de Los Pinos pero no de México. Me equivoqué. Tampoco a Felipe Calderón apoya Obama.

Escribí también la semana pasada que no tardarían los norteamericanos, muy dados a bajarle los humos a sus supuestos aliados después de permitirles posar junto a su Presidente, en exhibirlo de nuevo con aquello del estado fallido y la narco insurgencia. También en eso me equivoqué.

A Calderón, los norteamericanos que ni la burla perdonan y que, como es bien sabido, tienen intereses pero no amigos, lo tenian, aun antes de bajarse del avión, en la mira. El ridículo es lo que, a la luz de las revelaciones a la CBS de los agentes de la ATF involucrados en ese criminal operativo, fue a hacer a Washington.

Y el ridículo es el que hacen los más altos funcionarios de este gobierno, la cancillería misma, paralizados por una noticia que pone de manifiesto la fragilidad extrema de su relación con los Estados Unidos.

De “una colaboración sin precedentes que se demuestra con hechos” habló Calderón, al lado de Obama y ante los medios y esto mientras se gestaba ya el escándalo y hacían los periodistas sus pesquisas.

¿Sabían ya él y sus colaboradores que el asunto del operativo iba a estallarles en la cara apenas unos días después de su “exitosa” visita de estado? Malo sí lo sabían peor si no.

Colapsa así la estrategia diplomática de este gobierno que, a paso firme y acelerado, avanza –llevándose, desgraciadamente, al país en el mismo saco- rumbo a la debacle.

¿Quién, en el mundo, puede creerle a este hombre al que su “aliado” más cercano, su “socio estratégico” burla y en materia tan delicada de esta manera tan criminal?

¿Quién puede meter las manos al fuego por un gobierno y un hombre que no tiene medios y contactos para enterarse de un asunto tan grueso antes de que se entere la prensa?

¿No hubo en Washington un funcionario, un cabildero, una agencia que pusiera a Calderón sobre aviso? ¿Nadie en tantos meses sospechó de la existencia de este operativo? ¿Y qué de la inteligencia militar y de los aparatos diplomáticos y de las estrechísimas relaciones entre los grandes jefes militares y de seguridad de uno y otro lado de la frontera?

Muy valiente se habría sentido, me imagino, Felipe Calderón por haber hablado, ante los editores del Washington Post, de la molestia de su gobierno por los cables diplomáticos filtrados por wikileaks.

Más valiente todavía por haberse atrevido a exigir ante su aliado la cabeza del embajador Carlos Pascual. Demanda, por cierto, que por la vía de un boletín del Departamento de Estado y sin más trámite le fue negada.

¿Qué pensarán hoy esos mismos editores, de uno de los diarios más importantes del mundo, del hombre que, dirigiendo una guerra, no tiene ni siquiera información precisa y actualizada de las acciones, que en contra de su esfuerzo principal, hace su aliado estratégico?

Oxígeno fue a buscar, en la inminencia de proceso sucesorio, Felipe Calderón a Washington. Oxígeno y claro, adicto como es a la propaganda, un caudal de fotos y muchos minutos en la pantalla de la TV.

Como el que con la TV mata por la TV muere esos minutos conseguidos hoy se le revierten. “Rápido y furioso”, para vergüenza de Calderón, en esta ominosa versión, es también un éxito de taquilla.

Golpe brutal le han asestado a su orgullo, a su credibilidad, a su solvencia como comandante en jefe de un ejército ofendido por los duros juicios de los diplomáticos estadounidenses –que siguen tan campantes en sus puestos- y que a ese agravio suma esta traición que pagan con sangre.

Ojalá fuera la honra de Felipe Calderón lo único perdido en este asunto. Lástima que seamos, de nuevo, nosotros los que ponemos los muertos.



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jueves, 3 de marzo de 2011

¿UN ALIADO DE MÉXICO MR. OBAMA?

Todo es perfecto, en el reino de las declaraciones conjuntas al menos, entre México y los Estados Unidos. Barak Obama dice “la lucha de Calderón no es solamente su batalla sino también es nuestra” y entra así, sólo que en la comodidad de Washington y frente a la prensa, en el mismo callejón sin salida en el que hace cuatro años y pagando una altísima cuota de sangre, estamos perdidos los mexicanos.

Exultante Felipe Calderón Hinojosa declara, por su parte y sacudiéndose como puede y sólo mientras está de visita en Washington, aquello de la “narcoinsurgencia” y “el estado fallido”, que, entre ambas administraciones, existe “una cooperación sin precedentes que se ha traducido en hechos”.

Todo esto, claro, mientras que de estos “hechos” a los que hace alusión Calderón no hay evidencia alguna. Porque nada decisivo se hace en los Estados Unidos para contener, al menos, el consumo de drogas y menos todavía se hace para detener el flujo hacia nuestro país de armas y de dólares.

Ni hablar por supuesto de decomisos espectaculares de droga en NY, Los Ángeles o Chicago o de la captura de capos norteamericanos y el desmantelamiento de sus redes de distribución. Pura “morralla” cae en las manos de la policía estadounidense. Nos hacen comulgar la DEA y el Home Land Security con ruedas de molino.

El negocio de la droga en los Estados Unidos, dicen funcionarios, analistas, periodistas y policías estadounidenses, en la línea racista de la película “Cara cortada”, lo manejan traficantes mexicanos y cada tanto tiempo, luego de una razzia, presentan a un centenar de los mismos.

De quienes venden la droga en Hollywood a artistas y empresarios del entretenimiento, de los que surten a los corredores de bolsa y grandes ejecutivos de Wall Street, de los proveedores de altos directivos y políticos en Washington nunca hay nada; de los policías corruptos que les permiten operar, de los jueces y autoridades que los protegen menos todavía.

Iluso creer que esas redes de distribución, que manejan el grueso del negocio, la droga que se vende cara, estén en manos de matones extranjeros impresentables a los que si no les cae la migra les cae el policía del barrio. Tampoco por cierto habría que creer la versión que apunta –como en el pasado lo hizo con otras minorías- a los dealers afroamericanos.

Muy respetables ciudadanos, con apellidos anglosajones, casa en los suburbios, familia respetable y vínculos al más alto nivel son los beneficiarios directos del enorme negocio de la droga.

Porque de los mecanismos de lavado de dinero, esos que esa élite criminal maneja a gran escala –los capos mexicanos en comparación con los norteamericanos manejan centavos- nada ha puesto sobre la mesa el gobierno de Obama, como tampoco lo hicieron sus predecesores.

La conferencia en Washington termina con sonrisas y saludos ante las cámaras, el viaje también. Se han alimentado las primeras planas de los diarios mexicanos (en Estados Unidos la cosa no da para tanto) y habrá material para que la imagen de Calderón recorra las pantallas de las cadenas mexicanas y el dial de las estaciones de radio.

Acabado todo, terminado el ceremonial, las cosas vuelven al mismo punto. Los muertos los ponemos nosotros; los dólares y las armas ellos. Dólares y armas para el gobierno de Felipe Calderón. Dólares y armas para los carteles que, sin perspectiva alguna de victoria y de forma tan errática, combate.

Por los dos lados ganan los norteamericanos. A dos señores sirven mientras que la guerra en México les permite alimentar su paranoia e imaginarnos como su peor pesadilla y actuar, con el consabido riesgo para nuestra ya de por sí precaria soberanía, para responder ante “la amenaza real y presente” que México constituye para su seguridad nacional.

Apenas Calderón suba al avión comenzarán en Washington a correr, de nuevo, los dichos de funcionarios sobre la fragilidad del estado mexicano. Curiosa forma de compensación tienen los norteamericanos.

Muy caro cobran a sus “aliados” la oportunidad de fotografiarse con su presidente. Muy pronto sienten la necesidad de bajarle los humos a quien pudiera sentirse, mareado por el ritual diplomático, un personaje estimado y valioso para la Casa Blanca.

Paradójico resulta, por otro lado, que la droga que a nosotros nos cuesta tantos muertos sea un factor de estabilidad social en los Estados Unidos.

Si la droga, que de México llega, faltara de pronto centenares de miles de pandilleros que viven de y para la droga se saldrían de control. Imposible seria mantenerlos a raya en sus ghettos.

Si la droga que llega de México faltara quién y cómo llenaría el enorme hueco, de centenares de miles de millones de dólares producto del lavado de dinero, en la maltrecha economía norteamericana.

“En esta causa –dijo Barak Obama- México tiene un aliado”. Yo no lo creo. Los hechos no avalan sus dichos. Tolerante ante el consumo, laxo en el combate al tráfico de drogas en su territorio, incapaz de cerrar la frontera al dinero y a las armas el Presidente norteamericano podrá ser aliado de Felipe Calderón pero no de México.

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