jueves, 24 de septiembre de 2009

UNA CARTA AL CONGRESO DE LA REPÚBLICA

La pradera está seca y sopla el viento; no caigan ustedes, señores diputados y senadores, en la tentación de desatar un incendio que, aunque ustedes se sientan a salvo, habrá también de consumirlos, como, mucho me temo, habrá de consumirnos a todos.

Los financieros y contadores que hace ya más de dos décadas manejan la economía del país como si llevaran los libros de una empresa cualquiera y fuera su único objetivo reducir el déficit y maquillar las cifras, quieren hoy imponernos, con el aval y la autorización del Congreso de la República, una serie de medidas draconianas que pueden propiciar un estallido social.

No se conviertan señores legisladores en cómplices de un atropello de tal magnitud; no den la espalda al país, no traicionen a quienes, con su voto, los llevaron a ocupar la curul desde la cual deben trabajar para mantener la paz social y asegurar el bienestar de la mayoría.

Frenen ya, se los demando, se los exigimos millones, el impuesto de la pobreza (y no para la pobreza como se nos quiere vender) e impidan que el Gobierno Federal, en una medida tan desesperada como suicida, recorte los ya de por sí insuficientes presupuestos a la educación superior y a la cultura.

Si el fisco necesita dinero propongo señores diputados que, en un acto de verdadera austeridad republicana, de legítima y urgente defensa de la patria, decreten ya a partir de este momento un cese definitivo a todas las campañas publicitarias de los tres poderes de la Unión.

Que para que todos, en efecto, podamos “vivir mejor” el Gobierno Federal deje de gastar de inmediato esas millonadas que gasta en restregarnos, minuto a minuto, día por día, en un bombardeo incesante y ofensivo, las ventajas de su proyecto ideológico y ponga a trabajar ese dinero en donde realmente se necesita.

Que se callen también los gobernadores, el Jefe de gobierno y los presidentes municipales a quienes votamos para que sirvan y no para que se sirvan de nosotros. Que así, con este silencio, impuesto con todo el peso de la ley, nadie se aproveche de lagunas y resquicios en los códigos electorales para auto promoverse y burlar las reglas del juego democrático.

Que la Suprema Corte de Justicia -hoy, vaya despropósito, un anunciante más- el Tribunal Federal Electoral, el IFE y todo ese rosario de instituciones que hoy gastan toneladas de plata en decirnos que están haciendo lo que les pagamos por hacer suspendan sus esfuerzos propagandísticos. Que de ellas, su dignidad y eficiencia hablen sus actos.

Toca a ustedes señores diputados y senadores también callar; votamos por ustedes para que trabajen por nosotros, no para que simulen hacerlo en la pantalla de la televisión. El descrédito de la política, los políticos y las instituciones de la República no se corrige a punta de campañas y slogans publicitarios; antes bien –esa es una regla elemental de la mercadotecnia- se acentúa.

Pierden ustedes y pierden los funcionarios adictos a la publicidad miserablemente su tiempo y también y más miserablemente aun los dineros públicos.

Si el Gobierno Federal necesita dinero a raudales, como de hecho lo necesita, ahí hay dinero a raudales señores diputados y senadores. Dinero que hoy va a parar a las arcas de las grandes televisoras y a los bolsillos de un ejército de expertos en imagen y charlatanes de toda laya.

El país, en esta hora grave, no necesita políticos con buena imagen, necesita políticos discretos y eficientes armados sólo de integridad, decencia y patriotismo.

La comunicación gubernamental, la de los otros poderes de la Unión y la de las distintas instituciones del estado ha de ser sometida a un severo escrutinio y debe tener, como único propósito, el servicio a la población.

Ni instrumento de vanagloria de unos pocos, ni campaña de preventa de sus eventuales sucesores; sólo servicio y apoyo que se brinde, para alcanzar a toda la población, con rapidez, sentido de urgencia y eficiencia, a través de los medios electrónicos, de manera gratuita además porque, siendo un bien público, así lo estipula el título de concesión.

Ni un peso menos pues a las universidades públicas; si ellas no se mantienen e incluso crecen, poco o ningún futuro tendrá el país. Crimen de lesa humanidad comete aquel que atenta, en esta era de la información y el conocimiento, contra los centros donde éste se produce.

Ni un peso menos a la cultura, a las artes, al cine mexicano. ¿Qué somos sin identidad?, ¿Qué sin raíces?, ¿Qué sin rostro?, ¿Qué sin memoria y sin espejo?, ¿Qué sin esa ventana al mundo y a la vida? Crimen de lesa humanidad comete aquel que, en estos tiempos oscuros, cuando el crimen organizado amenaza con arrebatarnos la nación, decide entregársela a los asesinos sin pelear; porque a eso equivale silenciar el espíritu, oscurecer la pantalla cinematográfica, destruir lienzos y foros de expresión.

Lo que en este país padecemos no es asunto de contadores y tampoco sólo de policías. Incompleta e ineficiente habrá de resultar toda estrategia de combate al crimen si no apuesta también a reconstruir, a preservar, a engrandecer por todos los medios las universidades públicas y los organismos de promoción y difusión de la cultura. Sólo el conocimiento y la cultura nos vacunan realmente contra la violencia y su triste compañera de viaje: la miseria.

No apuesten pues señores legisladores ni por la una, ni por la otra. No voten por profundizar la miseria, ni por agudizar la violencia. Callen los aparatos publicitarios. Quítenle al gobierno y quítense a sí mismos el dinero que con tanta urgencia se necesita sin cortarnos la cabeza, ni robarnos el aliento.

jueves, 17 de septiembre de 2009

CUESTIÓN DE PRIORIDADES

Nadie puede sospechar, ni por asomo, que soy afecto al régimen de Felipe Calderón. Me rehúso a llamarle Presidente de la República, así con mayúsculas, a ese señor que hoy está sentado en la silla, pese a los años pasados desde que arribó al poder, a los miles de millones de pesos que gasta en propaganda – que son muchos- y a la correntada de apoyos, unos por cansancio, otros por olvido, unos más por convicción, porque también hay de esos, que concita.

En esa decisión personal inalterable –habré de morirme en la raya- y no exenta de costos, porque, a estas alturas del partido, oponerse cuesta y mucho, poco o nada, pese a lo que piensan algunos, tiene que ver el hecho de que en el 2006 y aún ahora haya apoyado y apoye a Andrés Manuel López Obrador.

Estoy, por ejemplo y me anticipo a los pocos lectores que me siguen y que se toman la molestia de polemizar conmigo, hasta la madre del escándalo protagonizado por Rafael Acosta “Juanito” y lo que ese triste, tristísimo personaje de Iztapalapa y el pragmatismo de su inventor, Frankenstein devorado por su creación, significan.

Nada me dicen, a estas alturas del partido, las formulas retóricas por más exaltadas que sean, esas que “calientan” a la “masa” en el mitin y a las que tan aficionado es López Obrador: Nada me mueve la agitación y el calor de la plaza pública.

Si a él los titulares, que busca con denuedo, lo seducen; a mí, debo confesarlo, me dejan frío. Sus desplantes teatrales, su llamado radial a no desanimarme, me dicen, como a muchos, cada vez menos.

Flaco favor hace a Andrés Manuel López Obrador quien insiste en ponerle frente al espejo. Ese asesor, ese amigo, ese ideólogo que, ciego y sordo ante lo que el país piensa y siente, emocionado con su discurso o ilusionado con la posición que pretende conseguir, le aconseja seguir en el mismo camino.

Harto realmente estoy de los muchos errores de un caudillo que tenía que ganar pero no pudo y más harto todavía de que la gente, pasados los años, se acomode y olvide. No son lo mío, pese a los tres años que han pasado, ni la desmemoria ni la aceptación tardía.

Agravios hay y muchos cometidos contra la democracia. Yo, sé que a pocos habrá de importarle, llevo cuenta puntual de ellos. Por eso me tardé en votar; me tomé en serio la tarea.

Los documentos sobran. La evidencia pesa. Olvidarlos sería tanto como cerrar los ojos. Si en el pasado reciente, hablo del 2006, nuestros votos no contaron de nada habrán de contar entonces en el futuro.

Mantener viva la memoria, sobre todo tratándose de la democracia, es tanto como mantenerse vivos. No es fanatismo, ni terquedad; apenas aliento vital, congruencia mínima.

Yo, lo siento, soy de esos tercos, que, en estos asuntos, tienen memoria de elefante.

Hoy, como ayer, me acuerdo de cómo el gobierno de Vicente Fox, culpable del delito de traición a la patria –entregó el país al crimen organizado- y lesa democracia, metió las manos en las elecciones presidenciales del 2006 y violó así la ley.

Hoy, como ayer, tengo presente cómo los órganos responsables de la equidad de la contienda electoral bajaron la cerviz. Aplastados, sumisos, esclavos del poder fáctico; el IFE y el Tribunal Federal Electoral, abdicaron de su poder. Ante la presión de la pantalla, el dinero, el púlpito y el aparato político-burocrático se burlaron así de lo que yo y otros muchos millones decidimos.

Hoy, como ayer, me siento víctima de un fraude y aunque no quiero que este se repita – y habré de morirme en la raya para evitarlo- no estoy dispuesto a entregarle el país a un puñado de criminales.

Yo, como muchos otros, estoy por el país. Al lado de México me formo. Atrás quedan las diferencias ideológicas si de la viabilidad de la Nación se trata.

No es la hora de contadores que cuidan, a toda costa, que el déficit público se mantenga a raya y que, como remedio de su ineptitud, suben los impuestos. Tampoco –y más vale que Calderón no se engañe- es la hora de los publicistas y charlatanes.

Los criminales están a punto de arrebatarnos el país. La droga inunda nuestras calles. La violencia del crimen organizado deja sin sentido el discurso ideológico. Nuestros jóvenes caen a raudales en sus redes.

Sin rendirse, sin claudicar, es la hora de actuar.

Toca a los ciudadanos, a los que no necesariamente nos vestimos de blanco, alzar la voz.

jueves, 10 de septiembre de 2009

AMENAZAS REALES

(segunda y última parte)

¿Qué puede hacer un joven campesino, víctima de la miseria crónica del campo, ante una oferta de plata o plomo? ¿Cómo resistir la tentación del enriquecimiento rápido y fácil y el poder que el narco ofrece cuando ese mismo joven, desempleado, marginado, despreciado por la sociedad ha sido víctima toda su vida de la corrupción y los abusos de las autoridades gubernamentales y los poderosos de este país? ¿En quién puede confiar entonces, quién si resiste la tentación, para denunciar a los que pretenden reclutarlo? ¿Quién, si los limites entre la policía y el crimen organizado son cada vez más difusos, habrá de garantizarle su seguridad y la de sus seres queridos y le proporcionará un escudo para enfrentar a los criminales? Con una pistola en la sien así es como viven hoy millones de mexicanos; ya muchos –víctimas del miedo, la desesperación o la ambición- han sido reclutados por el narco que lenta y consistentemente va extendiendo sus redes a casi todos los ámbitos de la vida. Otros muchos más, la mayoría afortunadamente, se mantienen firmes y dignos y enfrentan solos el peligro. A ellos, a esos, los que están expuestos en la primera línea de la miseria, es decir, la primera línea de acción del narco, que, como todas las desgracias se ceba en los más débiles, a ellos, digo, el país, sus instituciones, les han dado la espalda.

No existe una conexión mecánica entre las posibilidades de un estallido social y el fenómeno de la expansión del poder y la influencia del crimen organizado, las dos amenazas reales y presentes que se ciernen sobre la Nación y la hacen cada día más vulnerable; sí tienen, sin embargo, vasos comunicantes. No necesariamente los pobres por ser pobres se convierten en delincuentes. Al contrario. Muchos de esos valientes que, en el campo mexicano y en las barriadas de las ciudades, resisten y sobreviven han sido colocados, por la acción de los criminales y la omisión del Estado, en una situación límite. El estado actual de las cosas se torna, para ellos, intolerable. Perdida la confianza en que por la vía política electoral se pueden producir las tan urgentes y necesarias transformaciones comienzan a pensar, a sentir, que deben, de otra manera, tomar la iniciativa. El contacto con la violencia cotidiana de alguna manera los vacuna contra ella, les quita el miedo de ejercerla y más si lo hacen en defensa propia. La marginación, el hecho de saberse olvidados y sin oportunidad alguna eleva peligrosamente el nivel de la rabia y la desesperación colectivas; ingredientes indispensables de un estallido. Para muchos levantarse, explotar, rebelarse va volviéndose, ante tantas y tan fuertes amenazas, la única posibilidad de sobrevivir. Más que un proyecto ideológico lo que los impulsa es esa jodida realidad en la que se ven injustamente condenados a vivir.

Miradas las cosas desde lejos esto parece un pregón apocalíptico. Desde la seguridad del empleo y la presión relativa que, por la crisis, sufren las clases medias y más todavía desde los pasillos de palacio, quien habla de estallido parece un loco. También desde lejos y esto lo sufren en el gobierno quienes han diseñado la estrategia de combate al narco, en la seguridad de las colonias-fortaleza de las clases altas, la amenaza del crimen organizado y los esfuerzos del gobierno por combatirlo parecen a muchos un despropósito. En los medios y detrás del recuento de bajas y ajusticiamientos subyace el hartazgo de quienes consideran esta una guerra sin sentido. Libres –así se sienten al menos- de la amenaza directa del crimen organizado no creen necesario hacer todos los esfuerzos para derrotarlo. Se cansan de los muertos que ellos ni siquiera ponen, sin darse cuenta que esos muertos; los policías, los soldados que caen combatiendo dignamente son los que los salvan. Urge sin embargo apagar la mecha de la bomba que en los sótanos de la sociedad, ahí donde ni miran los funcionarios gubernamentales, está a punto de explotar y actuar simultáneamente en los dos frentes; Contra el crimen organizado y contra ese otro crimen de lesa humanidad que es la pobreza. Es preciso aligerar con urgencia las presiones que pesan sobre quienes viven, apenas, entre la espada de la pobreza y la marginación y la pared, la muralla en realidad, que levanta entre ellos y la vida, a sangre y fuego, el crimen organizado. Si el gobierno no quiere, si los partidos tampoco, toca entonces a nosotros, a los ciudadanos, encontrar una manera efectiva de obligarlos a hacerlo. No son ni más impuestos, ni las tan traídas y llevadas reformas estructurales lo que hace falta. No es el capital el que necesita más oportunidades, ni es tampoco que el país, como reza el credo neoliberal- se vuelva “más competitivo”-, se trata de que la viabilidad de la Nación no se nos deshaga entre las manos.

jueves, 3 de septiembre de 2009

AMENAZAS REALES

(primera parte)


Hay cuestiones ante las cuales a los mexicanos, y más allá de las banderas y diferencias político-ideológicas, no nos queda más remedio que actuar con urgencia y en la misma dirección. De no hacerlo así –conviene tomar conciencia de ello- ponemos en peligro la viabilidad de la nación. Hablo, por un lado, de la posibilidad real de un estallido social, del que ha advertido ya el propio Rector de nuestra máxima casa de estudios, José Narro, y por el otro, del peligro que implica que el crecimiento del poder y la influencia del crimen organizado terminen por desplazar al estado arrebatándole el uso legal de la fuerza. Ante estas dos amenazas reales y presentes no podemos quedarnos, como ciudadanos y al margen incluso de las organizaciones políticas, con los brazos cruzados. Tenemos que encontrar juntos vías de participación para conjurar estas amenazas.

La brecha que separa al México de esos pocos ricos cada vez más ricos del México de los muchos millones de pobres cada vez más pobres, se hace más honda cada día. No hay válvula de escape que soporte esta presión. Nada más inestable y volátil que esa combinación de frustración, desesperación y rabia que campea en amplios sectores de la población. La falta de empleo y oportunidades aunadas a la certeza de que la justicia trabaja para quien puede pagarla y de que aquí, como reza el dicho popular, “el que no tranza no avanza”, han generado ya un clima propicio para el estallido.

Partidos y organizaciones han perdido, merced a sus muchos errores y a la enorme distancia que han puesto entre sus intereses particulares y los intereses de las grandes mayorías empobrecidas, totalmente la credibilidad. Política y políticos son para el grueso de la población sinónimos de corrupción e ineficiencia. Aquel que piense que puede dirigir el estallido o sacar provecho del mismo se equivoca. Si el volcán hace erupción la lava habrá de arrastrarnos a todos; nadie podrá ponerse –para utilizar el argot marxista tradicional- a la vanguardia de esa marea embravecida.

Convencidos de que quien habla de la posibilidad siquiera del estallido lo hace desde una determinada trinchera ideológica proceden de inmediato a descalificarlo. Poco valor conceden entonces a los alarmantes datos de la desigualdad social que la realidad entrega. Afianzados en su percepción de una aparente tranquilidad social se olvidan de que ésta se consigue sólo cuando se vive en un ambiente de justicia y bienestar.

Obstinados en negar una realidad que los perturba no se dan cuenta, por otro lado, de que si el crimen organizado, que saca ventaja de la miseria crónica y la desesperación que ésta genera, continúa saliéndose de madre y haciéndose del control de cada vez más amplias regiones del país, nadie ni nada tendrá retaguardia segura.

La combinación letal de violencia y corrupción, la capacidad de comprar o matar del narco corroe a la sociedad entera. No hay ciudadano que pueda sentirse en realidad lejano e inmune a ese cáncer que amenaza con extenderse con extrema virulencia. No existe vacuna efectiva contra ese mal que, a la larga o a la corta, a todos nos alcanza.

Muchos, ingenua o cómodamente, creen que pueden mantenerse al margen de la lucha que se libra contra el crimen organizado. Están convencidos de que siendo gente decente, trabajadora, el combate al narco es algo que no les compete; que no les toca, que no les corresponde. Sólo una cruzada fallida del gobierno federal. Una guerra en la que, creen, pueden mantenerse neutrales y en la que les toca sólo indignarse ante la creciente lista de bajas.

Imaginan, en su santa indignación ante la falta de resultados, quizás escenarios de negociación o un reacomodo, una vuelta al pasado cuando los criminales se mantenían, supuestamente, confinados por el estado en compartimentos estancos de los cuales, simplemente, no osaban salir. Desconocen que el apetito voraz de una fiera hambrienta como el narco no se sacia fácilmente, no se contiene de ninguna manera.

Alegando que los narcos están lejos se rehúsan a reconocer la conexión natural entre quien comercia droga y quien asesina y secuestra. Creen que la violencia se ceba sólo en otros, en los muertos lejanos, desconocidos, sin nombre ni rostro y se olvidan que al ritmo que el fenómeno criminal se extiende nos volvemos todos más vulnerables. Olvidan a Brecht cuando dice aquello de “quien calla cuando se llevan al vecino olvida que mañana vendrán por él”.

El crimen organizado saca ventaja de la desigualdad social y económica. Hoy donde truenan sus balas, suena su dinero constante y sonante. Lo que no logra el terror lo logra a veces la desesperación. Riqueza fácil, violencia expedita son su receta y la pone al alcance de cualquiera. Hoy donde hay resentimiento pone una pistola en la mano y donde hay resistencia y dignidad una bala en la sien.