jueves, 27 de diciembre de 2007

2008: ENTRE EL MIEDO Y LA ESPERANZA (Primera Parte)

El fin de un año obliga al recuento. El principio de otro a la formulación de los buenos propósitos. Poco o nada, sin embargo, nos toca hacer a los ciudadanos de a pie ante lo que ha sucedido en el país este año que termina y lo que podrá suceder en el 2008; si acaso, qué otra nos queda, ordenar la baraja de un juego en el que sólo somos espectadores. Sumar miedos, restar esperanzas.

Muchos habrá, estoy seguro, que hoy, en las montañas de diversas regiones del país, en los barrios y colonias de pueblos y ciudades velan sus armas. La posibilidad del resurgimiento del movimiento armado en México está más presente que nunca. En el campo, por otro lado y con la plena entrada en vigor del TLC, las cosas no pintan bien. Anuncian las centrales campesinas acciones de protesta y no cesan los especialistas de anunciar la inminente muerte del ya de por sí agonizante campo mexicano. La guerra contra el narco, sin más saldos positivos que unas toneladas de droga requisadas, se recrudece y sigue, a la sorda, ahora cobrando victimas; ruedan cabezas en la capital y los norteamericanos, que no hacen nada significativo contra el consumo en su territorio, amenazan, eso sí, con el envío de más dólares y más armas, para escalar la violencia en nuestro país. Todo esto mientras el clima empeora y a los huracanes y tormentas tropicales, que se ceban en los más pobres, habrán de sumarse las turbulencias de una economía que respira los mismos aires viciados que se respiran al norte del Bravo y determinada, todavía, por los imperativos de un modelo económico, el neoliberalismo, que pertenece al pasado y al que quienes detentan el poder, por miedo, por ignorancia, por corrupción, se aferran terca y dogmáticamente. Miedos, por tanto, tenemos muchos. Esperanzas apenas las de siempre.

El primer miedo en la lista de este 2008 que viene es que la paz, nuestro bien más preciado, se rompa. Enero, le decía a Camila, mi hija menor, es, al menos en América Latina, un mes propicio para la guerra. Suelen nuestros países, los primeros días del primer mes del año, despertarse con ofensivas guerrilleras, golpes de estado y asonadas. Entre la fiesta y la cruda revientan los balazos. Quizás,desgraciadamente, sea esto lo que nos traiga el año nuevo. Los atentados contra los ductos de PEMEX que se produjeron en al menos cuatro entidades federativas, la ráfaga continua de comunicados del EPR que trae, bajo el brazo, el éxito contundente en términos propagandísticos, económicos y militares de estas operaciones de sabotaje de alto impacto; la incapacidad del Gobierno Federal, ayuno además de legitimidad, de presentar con vida o aclarar siquiera el destino de los dos militantes de esa organización guerrillera que están desaparecidos y así hacer a la insurgencia arriar al menos esa bandera; el retiro de la escena pública del Subcomandante Marcos y su retorno a la selva luego de ser desplazado por la llamada “guerrilla mala” y quizás ahora obligado hasta a seguir sus pasos; el deterioro general de la clase política, el encono creciente de los poderes fácticos en su contra a causa de la reciente reforma electoral y su consistente campaña de desprestigio en contra del Congreso de la República; el lamentable fallo de la Suprema Corte de Justicia en el caso de Mario Marín; la previsible y posible ruptura de la izquierda institucional; el “gasolinazo” que hará aun más difícil de remontar la cuesta de ese mismo enero y en fin la falta de resultados – en términos de justicia y bienestar- de nuestra maltrecha democracia; todo parece conspirar en contra de la paz.

Una mezcla muy inestable y explosiva se ha producido en México desde el 2006 y está lista para estallar. Es posible pues que muchos -y cuando digo muchos hablo quizás de unos cuantos miles porque no hacen falta tantos como se piensa para poner de cabeza a un país como el nuestro- muchos, insisto, consideren que llegó el momento de buscar otra vía de transformación del país.

No discuto, no es el momento, ni el espacio, ni la legitimidad, ni la oportunidad de esa vía. Basta sólo decir que, tal como están las cosas, la considero posible. La temo inminente. Lamento que hayan motivos que otros consideran suficientes para emprender ese camino; lamento que a su análisis una realidad tan explosiva como la nuestra le sume datos tan duros como los que la realidad arroja, que refuerzan su convicción y los hagan pensar que están, como nunca, dadas las condiciones objetivas y subjetivas para alzarse. Lo lamento profundamente porque una vez rota la paz volver a alcanzarla, en nuestro país, puede resultar una tarea muy sangrienta, larga y dolorosa. De la guerra, de la guerra civil, incluso de las necesarias, de las impostergables, nadie, nunca, sale limpio.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Acteal: Nunca más






Hace 10 años, paramilitares asesinaron a 45 indígenas tzotziles pertenecientes a la organización Las Abejas en Acteal. Escucha sobrecogedores testimonios de familiares, sobrevivientes y médicos sobre esta masacre que sigue pesando en la conciencia nacional.
Este documental se transmitió en el Zócalo de la ciudad de México ante miles de personas. También fue visto por Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y José Saramago; y fue exhibido profusamente en Europa.

Dirección y producción: Verónica Velasco, Epigmenio Ibarra y Carlos Payán

jueves, 20 de diciembre de 2007

ACTEAL Y LA CULTURA DE LA MUERTE

El crimen se gestó muchos años antes y es, en efecto, un crimen de Estado. No imagino, sin embargo, al entonces Presidente de la República ordenando la masacre a su Secretario de Defensa. Precisando en un mapa el lugar, el día y la hora en que los paramilitares habrían de actuar. No caigo en esa interpretación simplista. Palacio Nacional o Los Pinos están muy lejos de Chiapas pero mucho más cerca de lo que sus ocupantes se imaginan. Que esa reunión no se haya celebrado jamás no los exime en absoluto de su responsabilidad en este crimen. Ellos y sus antecesores toleraron, promovieron y sacaron ventaja de la situación de violencia en Chiapas. Ellos, los que por décadas gobernaron el país, decidieron una forma de control, la más fácil, la más expedita y cedieron, en Chiapas, el monopolio del estado sobre el uso de la fuerza a los finqueros, los grupos clientelares del gobierno y los caciques locales. Fueron ellos pues, al renunciar a esta responsabilidad primordial, los que instauraron la cultura de la muerte en el sureste mexicano, permitieron que lo que sucedía al Sur del Suchiate ocurriera también en territorio nacional. Importaron como método el genocidio, en grado de tentativa primero y luego flagrante en Acteal y cometieron así un crimen de Estado.

Habrá sin duda multitud de interpretaciones sobre la violencia que reina en esa zona. Es difícil, sin embargo, que antropólogos, sociólogos o historiadores se atrevan a negar el protagonismo del estado en la utilización de la misma como forma de gobierno. Y no hablo solamente de gobernantes que cierran los ojos y dejan hacer. Qué va. Hablo de dinero, de armas, de entrenamiento, de un proyecto consistente, de prebendas e impunidad alentadas por presidentes municipales, gobernadores, jefes de zona militar que se han apoyado en cuerpos paramilitares para contener el descontento social y el surgimiento y desarrollo de grupos insurgentes. No hicieron más que apagar el fuego con gasolina.

Pero Acteal más que una batalla, discrepo con Héctor Aguilar Camín, –y lo dicen de manera por demás elocuente las propias víctimas con los cráneos aplastados, la carne abierta a machetazos- fue una masacre. La sola pila de cadáveres, las características del terreno, la supuesta duración del combate desmiente la teoría del fuego cruzado. Quizás hubo resistencia ante el asalto pero reunidos y orando, me lo dijeron ahí en Acteal hace diez años los sobrevivientes, fue que los mataron y ya en la hondonada remataron a los heridos. Por eso la Cruz Roja encontró cuerpos aun calientes. Nadie va a confesarlo pero así debe haber sido. Así proceden –también en Bosnia o en África lo hicieron- los genocidas. Nadie en una incursión como esta; en un fusilamiento masivo debe quedar vivo.

Acteal fue pues una masacre parte de una guerra; de una guerra que aun esta ahí silenciosa, latente, pero viva y que cobra vidas de ambos bandos, es cierto, pero que se ceba con más dureza en quienes se enfrentan al gobierno –que ha decidido librar la guerra a través de terceros- o en quienes se atreven siquiera a declararse neutrales.

Y como en Guatemala o en El Salvador, esa masacre tenía un propósito definido; sus perpetradores querían sentar un precedente sangriento, ejemplar. Mandar un mensaje a los combatientes del EZLN o de cualquier otra guerrilla y sobre todo a sus bases de apoyo. No había necesidad de un acuerdo con el alto mando del ejército o la seguridad pública. El curso de acción estaba determinado desde que el gobierno prohijó la existencia de los “defensores”. Para eso nacieron: para matar. En eso iban a terminar: asesinando inocentes. Los miembros de “Las abejas” fueron como los catequistas en Guatemala o las comunidades evangélicas del Mozote en el Oriente salvadoreño, o los refugiados que cruzaban el Rió Sumpul sólo las victimas propiciatorias. Los que por su propia profesión de fe no se movieron a tiempo del lugar donde estaban destinados a ser sacrificados. Ajenos al conflicto la muerte los hizo parte del mismo. Ese era su papel en el sangriento juego de la contrainsurgencia. Terminar ahí tendidos, despedazados, para aterrorizar a otros, para, como dicen los manuales norteamericanos: “sacarle el agua al pez”.

Por eso la saña, la crueldad inaudita con mujeres, niños y ancianos. Por eso los cadáveres apilados en la hondonada. Deben nuestros historiadores, los que hoy alientan la polémica sobre el caso, voltear la vista a Guatemala, a El Salvador. Descubrirán ahí estados que entregaron el monopolio de la violencia a fuerzas paramilitares; las defensas civiles en El salvador, las patrullas de autodefensa en Guatemala. Cuerpos armados sin ordenamiento interno, sin doctrina, ajenos totalmente al escrutinio de la sociedad y que son responsables de decenas de miles de asesinatos. Allá como acá los gobernantes encomendaron a otros el trabajo sucio y pensaron que así no habrían de mancharse las manos con sangre inocente. Se equivocaron. Acteal es un crimen que deben pagar.

jueves, 13 de diciembre de 2007

LA LECCIÓN DE LA IZQUIERDA

Segunda y última parte


En América Latina, territorio antaño dominado por feroces e insaciables dictaduras y criminales oligarquías, botín de quienes preconizaban, emulando y sirviendo a Washington, la doctrina de la seguridad nacional y cortaban la cabeza a quien osaba levantarla, hoy, que la democracia es una moda, comienza a hacerse sentir la presencia de una poderosa corriente de izquierda electoral que se levanta y consolida pese a todo; pese incluso a ella misma. Hay, por esto, barruntos de esperanza, de la esperanza que produce este inédito ascenso de los calabozos a palacio, la llegada al poder de mujeres y hombres que comparten, por llamarlo de alguna manera, más que un herramental ideológico, un instinto primordial de justicia y buscan, ahora en las urnas y con éxito creciente, una alternativa ante el neoliberalismo. Cunde también, a la par de esta esperanza en los segmentos de la población más golpeados por la crisis endémica que padecemos, una profunda desilusión: la llegada de la izquierda al poder no ha significado, a pesar de todo, las profundas transformaciones que se esperaban y que, con más urgencia que nunca, siguen haciendo falta. Pese a que la izquierda gobierna sobre cada vez más amplios sectores de la población no se ha instalado aun, en ningún país de América Latina, la utopía que lanzó a tantos al combate.

¿Claudicaron entonces quienes por las urnas accedieron al poder? ¿Fracasaron? ¿Se equivocaron? ¿Se rindieron? No lo creo. No al menos aquellos guerrilleros que a punta de balazos y muertos, sin eludir jamás combate, enfrentados a fuerzas infinitamente superiores, agotaron la guerra como recurso y reconocieron, sin conceder tregua nunca, que la victoria tenía otro rostro; el rostro de la negociación; que era la paz lo que, de inmediato, deseaba la gente por la que decían pelear. La lucha, entendieron entonces, debía seguir por otros medios y tuvieron la lucidez y la valentía de enfrentar esa tarea. Hablo, entre otros casos, del FMLN salvadoreño por ejemplo y lo hago en contraposición con la guerrilla más antigua y poderosa de América Latina; las FARC de Colombia. Unos, los salvadoreños, aunque pequeños y aparentemente desvalidos; doblegaron al gigante. Otros, los de las FARC, inmensos, intactos (nunca combaten), cargados de plata, se volvieron su contraparte; comparsa sólo, en este juego perverso de Washington, al que conviene mantener instalada la violencia entre nosotros.

El hecho innegable de que la llegada al poder de la izquierda no ha producido los cambios esperados, la erosión acelerada que sufre el sistema democrático debida sobre todo a la influencia de los poderes fácticos (la iglesia, los medios y el dinero) que no se resignan a permitir el desarrollo de elecciones libres, limpias y equitativas, la corrupción de la clase política y la forma en que esta enfermedad se extiende a los usos y costumbres de los partidos que se dicen de izquierda, hace pensar a muchos que las armas siguen siendo el único camino. No puede desconocerse el hecho de que la insurgencia armada, desde la cubana hasta la mexicana, fueron y son en América Latina, uno de los detonantes de la democracia. Tampoco puede desconocerse el hecho de que, hoy por hoy, en muchas circunstancias puede conseguirse más por las urnas que por las armas. A veces bajar de la montaña implica tanto o más valentía que subir a ella. Lo sustantivo, claro, radica en sólo cambiar la forma de combate; no en dejar de combatir.

El paraíso, que con las armas pretendía conquistarse y a través de las urnas se promete tan desenfadadamente, no puede instalarse en la tierra; eso corresponde a una visión religiosa, dogmática, propagandística. Las utopías no se cumplen. Sirven, como dice Eduardo Galeano, para perseguirlas, para luchar por ellas. Bajar de la montaña, sin dejar de luchar. Sentarse en una mesa de negociación, sin claudicar. Participar en unos comicios, sin venderse. Parlamentar sin corromperse. Persistir en la búsqueda de horizontes de equidad y justicia pese a la insuficiencia e imperfección de lo logrado. Aceptar a fin de cuentas que se es uno entre muchos y no el profeta, el portador de la verdad absoluta, es la lección que esta izquierda emergente de América Latina debe dar.

Una lección de vida que debe darse –y que dan muchos- a costa y precisamente de la propia vida. A esos, a los que con integridad han transitado de combatientes a ciudadanos, los mira amenazante la derecha más reaccionaria dispuesta siempre a volver al pasado y a cortar cabezas o en el peor y más frecuente de los casos a comprarlas. Los mira también amenazante una izquierda conservadora y dogmática que pasa pronto de la descalificación al linchamiento y los mira, sobre todo la gente que ha votado por ellos y que tiene una confianza y una paciencia limitadas; sabia esa gente, la más necesitada, no espera la utopía; certera, no perdona a quien deja de perseguirla.

jueves, 6 de diciembre de 2007

LA LECCIÓN DE LA IZQUIERDA

Primera Parte

¡Quién lo hubiera creído! ¡Quién hubiera sido capaz de imaginar que desde los sótanos de la Dirección Federal de Seguridad, las mazmorras del campo Militar No. 1, las crujías de Lecumberri o las Sierras del país llegaría un día la izquierda a gobernar la Ciudad de México y a constituirse en el Congreso de la República como la segunda fuerza política¡. Qué orgullo deben sentir –y con sobrada razón- aquellos que han realizado este trayecto, tan cruento y doloroso, dejando en el camino a tantos compañeros de la clandestinidad, al poder; de las armas a las urnas; de la lucha por la instauración de una dictadura idealizada, la del proletariado sí; pero dictadura al fin, a la aceptación de la lucha electoral, por más dispareja e inequitativa que esta sea. Qué orgullo deben sentir de pasar de combatientes a ciudadanos; cuánto los honra esta victoria.



Otro tanto deben pensar y sentir en Brasil aquellos que después de décadas de persecución, tortura y exilio obtuvieron con Lula la victoria. O en Chile donde la propia Presidenta Michelle Bachelet sufrió en carne propia las represión de una dictadura que parecía invencible y quien debe haber vivido, como muchos de sus compatriotas, días oscuros donde no había más horizonte que la derrota, una derrota que se antojaba entonces imposible de remontar. Quien por otro lado y luego de los escuadrones de la muerte recorriendo las calles cercenando impunemente cabezas, las manifestaciones dispersadas a balazos, los muertos tirados en el asfalto, las masacres en el Sumpul, en el Mozote, en Guazapa, los casi 20 años de guerra contra un ejército armado y financiado por los Estados Unidos se hubiera atrevido a afirmar que algún día, como ya sucede en El Salvador, el FMLN llegaría a gobernar la capital y muchos otros municipios del país y fuera capaz, como parece serlo hoy, de estar a punto de asaltar, por las urnas, el poder. Quién hace apenas 10 años, insisto, hubiera pensado que en México, como en América Latina, ex presos políticos, ex guerrilleros amnistiados, militantes clandestinos, guerrilleros que con las armas en la mano y combatiendo se sentaron a negociar, hubieran podido tender los puentes necesarios, establecer alianzas más audaces y hacerse del gobierno de tantas ciudades y países.



Muchos, estoy seguro, desde el dogma marxista, han de pensar sin duda que quienes hoy ocupan posiciones de gobierno, puestos de elección popular, en nuestro país y en muchos otros de América Latina, tranzaron, dieron la espalda a sus ideales. Muchos, de seguro y de eso dan fe sus panfletos, han de considerarlos traidores por el simple hecho de haber sobrevivido y muchos, desde el fanatismo o la ortodoxia armada, los han colocado ya, porque valientemente han optado por el juego democrático, en el catálogo de los enemigos del pueblo alineándose así con quienes desde la derecha están empeñados en cerrar, a sangre y fuego, el paso a quienes buscan, pacíficamente, transformaciones profundas. La izquierda más conservadora, más reaccionaria en tanto que se considera portadora de la verdad absoluta, no sabe, no puede, no quiere vencer; lo que más le acomoda, lo único que le acomoda es la derrota; la derrota disfrazada a veces como la guerra sin tiempo. El suyo es siempre el papel de la víctima sólo que con frecuencia quienes caen acribillados por las balas no son los supuestos combatientes sino las bases de apoyo desvalidas y desarmadas. Les viene bien la denuncia; les convienen los muertos.



Las FARC en Colombia, por ejemplo, no luchan para vencer, hace mucho que dejaron de hacerlo, luchan para vivir; es decir han hecho de la guerra una forma de vida; son profesionales de la violencia, pero de una violencia dosificada de tal manera que su existencia como fuerza beligerante que casi no combate no se vea comprometida. Por eso aceptaron una tregua que duró más de seis años y los terminó de descomponer. Por eso también y no precisamente por falta de armamento, munición y hombres que les sobran, es que no asaltan los centros de poder ni se empeñan en acciones ofensivas de gran envergadura. Son guerrilleros que, con la coartada de la Guerra Popular Prolongada (GPP) y el imperativo de preservar las fuerzas propias (¿para qué?) no combaten ni se comprometen seriamente en la búsqueda de la victoria. Cómplices finalmente del ejército colombiano que para enriquecerse y preservar su poder necesita también el pretexto de la guerra, no están dispuestos a reconocer que, de alguna forma, su mera existencia es ya un anacronismo y se han quedado muy lejos del pueblo y los ideales que decían defender.