jueves, 10 de julio de 2008

EL CABALLO DE TROYA CABALGA DE NUEVO

2ª y última parte

Son al menos tres los factores que han determinado que, luego de décadas de empantanamiento, el conflicto armado entre las FARC y el gobierno colombiano comience a definirse a favor de este último. En primer lugar la descomposición acelerada y profunda de la guerrilla, en segundo lugar los cambios tácticos en la operación del ejército colombiano y en tercero la utilización, sin escrúpulo alguno, por parte del gobierno de Álvaro Uribe, de medios y recursos que violan las reglas de la guerra.

Muchos habrá, es cierto, que sostengan que en la guerra se vale todo y aunque no les falta razón pues en eso de matarse organizadamente, de hacer política por otros medios, el hombre no se atiene a medida ni contención alguna, están aun vigentes ciertas reglas; las establecidas en la Convención de Ginebra. Mismas que, para no volver del todo a la barbarie, respetan o dicen respetar, al menos de palabra, las partes beligerantes en los conflictos que, desde el fin de la Primera Guerra Mundial, se han producido en el hemisferio occidental.

Hoy para gozar de cierta legitimidad internacional, para tener retaguardia político diplomática, un gobierno, un ejército, una guerrilla, cualquiera sea su signo, deben ser o parecer respetuosos de la Convención de Ginebra. Álvaro Uribe es la excepción. Se salta esas trancas con enorme facilidad y dado el desprestigio de su enemigo todos parecen ver la paja (que por cierto también es viga) en el ojo de las FARC olvidándose del enorme travesaño que enturbia el accionar de Uribe y su ejército.

Pero vamos en orden. De la descomposición de las FARC ya hemos hablado. Falta decir sólo que si al caballo de Troya, viejo ardid guerrero, se le suman los ya legendarios “cañonazos” de millones de dólares, contribución al arte de la guerra de otro Álvaro; el sonorense Álvaro Obregón, no hay baluarte “insurgente”, ni “moral” guerrillera en la Colombia de las FARC que resista. No han de pasar muchos meses, es previsible, sin que ese ejército que no combate y que no tiene ideales, ni retaguardia ideológica, se termine de derrumbar.

El ejército colombiano, por otro lado, ya no sigue, como antes lo estaba, con los brazos cruzados. Uribe acicateó a las fuerzas armadas, tan acomodadas en el negocio de la guerra como las propias FARC, sacándolas de su inmovilidad y conformismo. No fue avaro con el enorme capital político que posee, vio la forma de compartirlo –usándolo como la zanahoria- con las fuerzas armadas que son hoy, con él, protagonistas del exitoso proceso de pacificación del país; para ganarse ese papel tuvo el ejército que reorganizarse y sobre todo que combatir.

Más por miedo y comodidad que por eficacia el ejército solía actuar lanzando grandes ofensivas con grandes unidades. Eso garantizaba la seguridad de los mandos, el empleo de recursos millonarios, pero se producían muy pocos combates y en consecuencia se le hacían muy pocas bajas al enemigo. La guerrilla simplemente eludía los golpes, siempre previsibles y gozaba de franca impunidad en sus grandes santuarios.

Empujados por Uribe y Washington los militares modificaron su modus operandi: se dispersaron, en pequeñas unidades de combate, por todo el territorio haciéndose del control de las vías fluviales y los caminos dejando así a la guerrilla sin suministros. Sin capacidad de combate, ni decisión para romper el cerco, los mandos de las FARC comenzaron a ser considerados, por sus propios combatientes, tentados además por los cañonazos millonarios de Uribe, como un lastre.

El tercer factor; la violación de las reglas de la guerra es, sin embargo, el que, de manera decisiva, ha abonado el terreno para los triunfos de Uribe. El presidente colombiano –la Suprema Corte de ese país ha llevado a la cárcel por ese motivo a muchos de sus colaboradores más cercanos- se apoyó, sin escrúpulo alguno, en los paramilitares para hacer el trabajo sucio.

Esos criminales, con los que, además, terminó Uribe sentado en una mesa de negociación, a los que la Convención de Ginebra les importaba un bledo, fueron los que ahogaron en sangre cualquier posibilidad de base social y desfondaron así, en los hechos, el proyecto revolucionario de las FARC. Asesinados por los paramilitares los protagonistas de un eventual cambio político quedaron las FARC, sin ese contrapeso, sin esa dirección, convertidas –y eso acelera su descomposición y por ende su derrota- en banda delincuencial.

En la euforia de la victoria nadie parece recordar ese pecado, que no es venial, de Álvaro Uribe. Menos habrá de importar entonces que en franca violación a lo establecido en la Convención de Ginebra disfrace a combatientes como integrantes de una misión humanitaria. El fin, total, sí justifica los medios. A Uribe, como a los vencedores y mientras lo sean, se le perdona todo; aun si eso nos hace volver, de alguna manera, a la barbarie.

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