jueves, 21 de agosto de 2008

DESPUÉS DE TANTO CALLAR

Hoy no abandona ni un solo día las primeras planas de los diarios, los espacios noticiosos de la televisión, los editoriales en la radio y sin embargo, como el dinosaurio de Augusto Monterroso, siempre ha estado ahí. Es la inseguridad, la amenaza que pende constante sobre nuestro patrimonio y nuestras vidas.

Estamos a merced de la delincuencia y el aparato de estado, incapaz de combatirla con eficacia, sólo atina a dar palos de ciego; es decir, con las encuestas en la mano, busca la foto, la declaración que conquista los titulares y aplica el mismo rosario de medidas cosméticas de siempre.

No suelen ir los gobernantes, sobre todo en esta materia, al fondo del asunto. No pueden. No saben hacerlo. Les preocupa sólo apaciguar, moldear a la opinión pública. Piensan –como dice Felipe González- sólo en las próximas elecciones y no en las próximas generaciones. Lo suyo es, pese a que la gravedad de la crisis exige verdaderos estadistas, a fin de cuentas vulgar talacha electoral.

Esta crisis, tan dolorosamente de moda es, sin embargo, sólo la expresión de una crisis institucional, económica, partidaria, moral que erosiona todos los aspectos de la vida pública nacional produciendo un proceso de descomposición, al parecer irreversible, del tejido social.

Ante esto algunos suspiran por la reinstalación del régimen autoritario para que este resuelva –eso creen- de golpe el problema sin importar ni el costo, ni los métodos empleados. A sangre y fuego pues.

Otros sólo creen que lo que toca es nada menos que rendirse ante el crimen, cederle el terreno; establecer con los delincuentes, como en el pasado y a través de personajes como Durazo, Nassar Haro o Sahagún Vaca, vasos comunicantes, un sistema de entres y mordidas que nos permita, a punta de corrupción y a quienes puedan pagarlo que son, para ellos, finalmente los que importan, comprar una paz precaria pero paz al fin.

Ante la tentación de invocar al autoritarismo o a la de claudicar ante los criminales. Ante la histeria y al miedo, que campean en la calle y que también y sin escrúpulo alguno se exacerban desde el poder mediático con el único fin de acrecentar ese poder, a esa crispación, a ese instinto primitivo que despierta y puede –conviene tomar conciencia de lo cerca que estamos de eso- producir hechos aun más violentos; a la invitación perversa y soterrada, al vigilantismo, a la vendetta, al linchamiento de delincuentes y policías, a la demolición de lo que queda en pie de las instituciones sólo podemos oponerle la palabra.

Y es que si en el principio fue y es la impunidad, el origen y también, de no combatírsela a fondo, el horizonte lejano de nuestros padecimientos, la palabra, la de los ciudadanos, si se escucha diáfana, si se le otorga fuerza de ley puede ser el instrumento que señale, exhiba, desnude y desarme a los impunes.

Puede ser la palabra ciudadana, si esta se expresa en un referéndum revocatorio, por ejemplo, el instrumento último de rendición de cuentas para, también, exhibir, desnudar, desarmar a los funcionarios ineficientes y corruptos, esos que con sus malas practicas, en todos los ordenes de la vida pública, hacen del país un botín que se reparten con sus cómplices: los delincuentes. No hay crimen desorganizado, dice Verónica Velasco. Los desorganizados, tercia Monsivais, somos sus víctimas.

¿Y qué puede la palabra, por más ciudadana que sea, contra los fusiles de los secuestradores y los narcos? ¿Contra las pistolas de los asaltantes? ¿Contra la venalidad y corrupción de aquellos que supuestamente deben velar por nuestra seguridad? Poco, es cierto, si no tiene fuerza de ley; menos todavía si permitimos que se escuche aislada, que siga secuestrada.

Dicen que esa palabra se oye en la radio cuando los conductores leen mensajes del auditorio. Dicen que en la tele hace su aparición estelar cuando se trasmiten entrevistas –voz pópuli le llaman- con el público. Aparece –insisten- y se vuelve además mandato, guía, luz, en los escritorios de los funcionarios a través de los sondeos y las encuestas. Suena rotunda en las marchas y en los mítines y sin embargo se escucha sólo a retazos y no tiene fuerza de ley. Tenemos que evitar que ese clamor –fuerza de vida- se usurpe o que simplemente no se ignore.

Estábamos construyendo nuestra democracia y fuimos desvalijados por delincuentes. Quedaran las instituciones a medio hacer, la jefatura del estado con un palmo apenas de legitimidad, el que dan la costumbre y el olvido. Gobernar “haiga sido como haiga sido” tiene un costo que pagamos todos. Así las cosas el país es y seguirá siendo botín fácil de los delincuentes.

Seguridad y democracia van de la mano. La rendición de cuentas, el único antídoto real contra la impunidad, depende, sobre todo, de las fórmulas de participación ciudadana y de que la voluntad que a través de esas formas se exprese, más allá del voto cada tres o seis años, tenga fuerza de ley. Sólo así se lograra –y por eso apoyo la iniciativa de Carlos Monsivais de organizar un foro alternativo sobre la impunidad- que quienes gobiernan lo hagan como lo marca la ley: sirviendo a los ciudadanos y sirviéndose de ellos. Así comienza la impunidad, así caemos en las manos del crimen; cuando se traiciona el mandato popular.

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