El régimen autoritario, que durante décadas padecimos en México, usó a la televisión privada como uno de sus puntos de apoyo fundamentales; el control mediático fue junto a la perniciosa y precisa combinación de represión, corrupción e impunidad una de las claves de su poder. El presidente en turno podía sentarse seguro en la silla y garantizar el traspaso del poder a su delfín con toda tranquilidad porque, entre otros mecanismos de control a su alcance, tenía la absoluta certeza de que la televisión no habría de fallarle porque él, entonces único concesionario importante, era - a confesión de parte relevo de pruebas- un soldado del PRI.
En la pantalla de la televisión el México real no aparecía jamás; ni siquiera por casualidad, menos todavía en los noticieros. Pero esa ausencia del entorno, de la textura, del color y el sabor de la vida real no se registraba sólo en los programas informativos. Las historias de las telenovelas, por ejemplo, corrían y corren aún hoy, en escenarios imaginarios, con tramas inverosímiles. Ni un solo personaje, ni un solo diálogo siquiera remitía, así fuera por equivocación, a la realidad; todo era una ficción insustancial, sin ningún rasgo de credibilidad.
Para los opositores de todo tipo, incluso los que dentro del mismo partido de estado se rebelaban contra el presidente en turno, para los luchadores sociales, los demócratas no había posibilidades de siquiera colarse en los noticieros, menos todavía en las estructuras de producción. Ni el 68, ni el 71, ni ningún otro movimiento político o social, no importa su relevancia, tuvieron tampoco presencia alguna en la pantalla. La televisión mexicana crecía de espaldas a México.
Desde el gobierno se amenazaba y extorsionaba al concesionario para garantizar su lealtad incondicional y se tenía un estricto control de todas las emisiones de todos sus canales: El secretario de Gobernación era, en realidad, el jefe de noticiarios y también el que dictaminaba el carácter y contenido de casi toda la programación. Nada se le escapaba; el menor pecado, generalmente de individuos que se atrevían a desmarcarse, era castigado severamente. A la censura se sumaba una feroz autocensura; muchas veces los despidos se producían aun antes que la llamada del funcionario a cargo.
Pero, fieles al fin y al cabo al método priista, los altos funcionarios y muchas veces el mismo presidente en turno no sólo reprimían a la televisión y a quienes la hacían sino que iban también entregando, como pago por los servicios prestados más prebendas, más privilegios. Así el mayor concesionario de la televisión mexicana fue recibiendo más concesiones, más frecuencias, más redes nacionales, más canales, más medios, más sistemas de trasmisión, con la ilusión, por parte de quienes pagaban así los favores concedidos, de establecer una complicidad transexenal y garantizar así un manto de impunidad que les cubriera.
Pero al contrario de Saturno que devoró a sus hijos, la televisión terminó devorando al régimen autoritario. Caro le costó al PRI –y también al país- haber construido un poder paralelo de tal tamaño. Muy tarde ya, Salinas de Gortari, intentó poner coto al poder de Televisa entregando la concesión de Televisión Azteca. Las maniobras, a través de su hermano Raúl para, emulando a Miguel Alemán, colocarse dentro de las estructuras de control de la nueva televisora fracasaron y con su defenestración mediática comenzó a construirse la nueva relación entre la televisión y el estado.
Las dos televisoras se dieron cuenta pronto de que su poder sumado era mayor al de cualquier gobierno; constituidas entonces como gran elector dieron, en el marco de un ejercicio de validación social y de repliegue táctico, espacio a la oposición. Llegó así Vicente Fox al poder y de inmediato se puso de rodillas ante la pantalla y prácticamente abdicó ante la televisión.
En el 2006 a Felipe Calderón la presidencia se la puso en bandeja de plata la misma televisión. Al tiempo que el poder presidencial disminuyó el de la televisión creció al grado de obligar al gobierno e incluso al congreso, pese a su discurso de apertura económica, a cerrar el paso a cualquier nuevo competidor.
Como el PRI en sus últimos tiempos hoy el PAN es, debido a los favores recibidos, ya sólo una especie de concesionario de la Presidencia de la República. Como el PRI ha debido pagar tanto a la televisión privada por sentarse en la silla presidencial, hoy, vaya paradoja, está a punto de perderla. Pesan sus errores en la conducción del país, es cierto, pero mucho me temo que pesa más su dependencia ante la pantalla.
De nuevo, pues, y de la mano de la televisión privada, el PRI de Enrique Peña Nieto, convertido ya en una estrella más del canal de las estrellas, prepara el escenario de la restauración del antiguo régimen. No tendrá, sin embargo, este delfín mediático construido con tanto esmero y cuya boda de telenovela será –transgresión al género- no el fin sino el inicio de su historia, a los concesionarios como soldados a su mando. Al contrario. Como aun las más grandes estrellas son, a fin de cuentas, sólo empleados del dueño de la pantalla; Peña Nieto, si es que llega, se verá obligado, presidente y todo, a bajar la testa y hacer lo que la pantalla le ordene para no perder de nuevo la concesión.
Triste historia la nuestra si las cosas siguen así; condenados nos veremos a padecer otro refrito de telenovela y de régimen.
jueves, 20 de agosto de 2009
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1 comentario:
Caramba, que pena me da no poder "analizar" con tus 4 lectores -Caton dixit- , tu sesudo escrito de la televisión y su perversa relacion con el poder, Ibarra. En fin, supongo que ni el oaxaquito de Lusuru tiene ganas de escribir, asi que mejor hago mutis y tan tan. Gomez Zalce, ahi te voy!!!
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