Muy joven y gracias a mis padres tuve el privilegio de conocer a dos pastores ejemplares; a Monseñor Don Sergio Méndez Arceo, Obispo de Cuernavaca y a Monseñor Don Samuel Ruíz, Obispo de San Cristóbal de las Casas.
Comenzaba en México y en América Latina a soplar entonces y desde abajo, un viento fresco, fuerte y sostenido, que habría, unas décadas después, de cambiar el rostro de nuestro continente.
Si bien la Iglesia Católica y la alta jerarquía jugaban el papel tradicional de soporte ideológico del poder político y económico voces había que, desde el púlpito, se alzaban disonantes.
Dos iglesias y dos tipos, totalmente distintos, de pastores tuvimos frente a nosotros quienes vivimos el proceso de gestación y desarrollo de lo que se conoce como “ teología de la liberación” o como “la opción preferencial por los pobres”.
De un lado –como ahora- cardenales, arzobispos, vicarios y curas, mirando, como siempre, hacia la corte vaticana, eran siervos del poder y el dinero.
Del otro, unos pocos obispos, curas, monjes, monjas y catequistas, mirando hacia su gente, rebelándose, se volvieron siervos de las causas de las mayorías empobrecidas.
A los primeros su servidumbre les reportó, como siempre, poder, privilegios, impunidad y riqueza. A los segundos, su fidelidad a los pobres, les costó el ostracismo dentro de la iglesia, la descalificación y el linchamiento fuera de ella.
La persecución, la tortura y la muerte, fueron, por otro lado, la condena más frecuente para aquellos que de Rutilio Grande, en 1977, las 4 monjas norteamericanas y Monseñor Oscar Arnulfo Romero en 1980 a Ignacio Ellacuria y sus cinco compañeros jesuitas en 1989, osaron denunciar las atrocidades de la dictadura y desarmados, pero con la razón y la fe –matrimonio difícil pero no imposible- se enfrentaron a los criminales.
Rentable resulta para la alta jerarquía eclesiástica la complicidad con el poder. Herederos de esos mismos jerarcas que, con la mano alzada, saludaron al fascismo español, sirvieron los príncipes de la Iglesia latinoamericana, con similar eficiencia, a dictaduras de toda laya.
Aún aquí en el México “laico” del antiguo régimen, bajo cuerda claro, fueron los altos jerarcas de la Iglesia servidores eficientes de ese gobierno que, instalado en la simulación, se decía ajeno y distante, hasta que le abrió la puerta de par en par, del Vaticano.
Emitieron obispos y prelados anatemas a discreción y a pedido de los poderosos, cubrieron a criminales bajo su palio e hicieron que la tropa marchara, a sus labores represivas, siguiendo a un crucifijo.
Bendijeron cardenales, obispos y vicarios, instalados en el fasto, asesinatos y masacres.
Convirtieron, cínica y criminalmente, en santas cruzadas “contra el comunismo internacional” viles operaciones de guerra sucia y justificaron la acción de los escuadrones de la muerte y la desaparición de centenares de miles de personas.
Se codeaban con los ricos y poderosos; porque a esa clase pertenecían y pertenecen. Eran –como siguen siendo hoy- los salones de sus palacios y sus fiestas y onomásticos sitio predilecto de reunión de las élites gobernantes.
Pasarela del poder eran –y siguen siendo- sus rituales religiosos. Tribuna para la defensa de los intereses de la oligarquía y los sectores más conservadores de la sociedad el púlpito desde donde lanzaban y lanzan sus sermones y sus encendidas arengas en defensa de la moral y los valores tradicionales.
A los otros, como Méndez Arceo y Samuel Ruíz en México, como Helder Cámara en Brasil o Monseñor Oscar Arnulfo Romero en El Salvador, cambiar de lado les costó caro.
A Paulo un rayo lo bajó del caballo. A estos pastores los deslumbró la miseria y el dolor de sus pueblos, les hizo desmontar, renunciar a la pompa de la corte eclesial, la injusticia y la humillación sufrida por los desposeídos.
Optaron así por los pobres y se volvió la suya una pastoral de la liberación. Se sabían como Romero o el propio Ellacuria en la mira de los asesinos: nada los detuvo. El martirio era un premio, no caminaron hacia él graves y cabizbajos; yo aun recuerdo a Ignacio Ellacuria sonriendo; vital, inteligente, certero.
Volviéronse entonces y como rezaba el epitafio de Fray Alberto de Escurdia, publicado en El Excelsior de hace tantos años, “gitanos ladrones que robaban las llaves del reino para entregárselas a sus hermanos los pecadores” y fueron como Romero “la voz de los sin voz” o como Ruíz “Tatic”, el padre, para los indígenas.
Luz fueron para mí –y para muchos otros de mi generación- esos otros pastores de esa otra iglesia; la pobre, la herida, la cercana, la que ofrece refugio, la que da brios para pelear aquí en la tierra y no sólo consuelo y resignación en tanto se llega al cielo prometido.
Luz fueron para los que, con el tiempo, nos fuimos alejando de la fe de nuestros mayores; luz para los ateos, los descreídos. Compañeros en el camino, más atentos a la pregunta que a la odiosa y soberbia pretensión de saber siempre la respuesta.
Murió Samuel Ruíz, imposible pedir que él, como Méndez Arceo, Romero, Rutilio Grande o Ellacuría, descanse en paz. No ha terminado aun, ninguno de ellos, su tarea.
www.twitter.com/epigmenioibarra
jueves, 27 de enero de 2011
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1 comentario:
DON EPIGMENIO, MUY BUENO Y EXCELENTE ARTICULO QUE NOS AYUDA A ENTENDER UN TANTO LA TITÁNICA LABOR EMPEZADA POR ESTOS PRELADOS, LOS DE LA VERDADERA FE DEL CRISTO DE LOS POBRES Y NO DEL DE LA SUNTUOSA RECEPCIÓN EN LOS PALACIOS DE LOS PODEROSOS, MUY CIERTO ESTOS HOMBRES CON SU EJEMPLO NOS AYUDAN A RECONCILIARNOS CON ESA FE DE NUESTROS MAYORES, ESA FE APRENDIDA DE LOS ABUELOS Y LOS HERMANOS DEL COLEGIO RELIGIOSO AL QUE ALGUNOS FUIMOS Y SALIMOS HARTOS DE LA HIPOCRESÍA QUE AHÍ SE SIEMBRA PERO TAMBIÉN ESTA LA LUZ, ESTA LUZ DE GENTE COMO DON SAMUEL, O MÉNDEZ ARCEO HOMBRES DE SU TIEMPO Y DE TODOS LOS TIEMPOS, QUE NOS AYUDAN A RECONCILIARNOS CON EL CRISTO QUE OFRECIÓ VIDA, AMOR Y ESPERANZA, LA ESPERANZA QUE TENEMOS EN UN MEJOR TIEMPO PARA NUESTRA PATRIA HERIDA Y PARA TODAS LAS PATRIAS DE ESTA TIERRA.
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