jueves, 17 de febrero de 2011

LA EXAGERACIÓN DE LA VIOLENCIA

Vuelve Felipe Calderón Hinojosa, adicto como es a la propaganda, a las andadas. Apenas resuelto el asunto de Carmen Aristegui pone de nuevo a los medios en la mira.

De “exagerar” los hechos violentos que diariamente ocurren en nuestro país los acusa y por excederse en detalles en las notas relacionadas con las ejecuciones los señala.

“Alarmistas” les dice Calderón a los medios, empeñado como está en la defensa de una gestión que se aproxima a su fin, al tiempo que les reclama no dar dimensión adecuada a los “avances históricos” de su gobierno en la lucha contra el narco.

A la “imagen pública”, a la “percepción”, al manejo inadecuado de cifras, estadísticas e índices de violencia en otros países se reduce, de nuevo para Calderón, el asunto.

Del “se matan entre ellos” pasa ahora al “exageran la violencia los medios”. El país, dice, si se compara con la violencia que impera en otras latitudes, no queda tan mal parado, pero de eso, los medios que se pierden en detalles de los asesinatos, no dan cuenta.

Está mal pues, según Calderón, hacer crónica precisa y objetiva de masacres atroces, de decapitaciones masivas, de crímenes que sorprenden, por su barbarie, al mundo.

Está mal contar cómo un hombre, a punto de ser ejecutado, pide inútilmente a sus asesinos clemencia para su hijo de sólo 8 años de edad en Ciudad Juárez. Está mal contar cómo después de acribillarlos a ambos, los sicarios, lanzaron bombas molotov contra el vehículo en el que viajaban y donde los cuerpos quedaron calcinados.

Hay que “hablar bien de México” insiste, resaltar los logros de la “estrategia nacional de seguridad”, contar, pues, la historia de éxito de su gestión y de su guerra.

Tira pues Calderón, con el poder de quien ocupa la silla presidencial, línea editorial a los periódicos; se inmiscuye en la tarea informativa, pretende decir de qué y cómo han de hablarnos los medios.

Más allá de que esta intromisión indebida del poder ejecutivo en la que ha de ser una tarea tan libre como responsable representa una franco retroceso en las libertades ciudadanas, está el hecho, de que, cerrar los ojos frente a lo que realmente ocurre en el país sólo puede servir, a la postre, para vacunarnos frente a la violencia, para acostumbrarnos a vivir en medio de ella.

No podemos, ni debemos, de ninguna manera, quienes estamos empeñados, de alguna manera, en las tareas informativas ceder a la presión del poder y acomodarnos en la crónica de una país inexistente.

Hay muchos crímenes en México y crimen mayor seria callarlos. A la violencia se la exorciza presentándola, haciendo que la indignación y la capacidad de asombro ante la barbarie no se pierdan.

Ya el “se matan entre ellos” ha hecho, en estos cuatro años, suficiente daño. Miles de crímenes se cometen sin que nadie, en los aparatos de procuración de justicia, mueva un dedo. Hoy los asesinos saben que esta “criminalización” inmediata y masiva de las víctimas les extiende patente de corso.

El que cae ejecutado, ese al que decapitan no tiene ya ni nombre, ni historia, es una cifra, un sicario, un narcotraficante más, otra “baja” en esta guerra que se libra sin perspectiva alguna de victoria.

Más allá de la impunidad con la que operan los sicarios está el hecho de que la versión propagandística oficial, la perniciosa costumbre que viene del propio Felipe Calderón, de juzgar y condenar sumariamente a las víctimas se ha extendido en amplios sectores de la población.

La zozobra y el miedo son malos consejeros y hay muchos que, hoy por hoy, festejan esas muertes sintiéndolas, de alguna manera, como un alivio. “Se matan entre ellos” dicen también muchos, comprándose la versión gubernamental y se acostumbran sin más a la violencia.

Si a este clima de descomposición sumamos una prensa que cierra los ojos ante la barbarie y renuncia al derecho y al deber de contar lo que sucede con puntalididad y profundidad estaremos, todos, encaminándonos al abismo.

Hablaremos entonces bien de un país, como dice Calderón, que por no conocerse, se deshace. Hablaremos bien de un país mientras el mundo entero ni cree, ni se compra esa versión.

¿Qué queda, si callamos, a aquellos que viven en las zonas asoladas por el crimen organizado si en las páginas de la prensa o en la pantalla de la televisión no hay registro alguno de su tragedia?

¿Qué esperanza tendrán, que aliento de vida, si sienten que los medios les dan la espalda y cuentan una historia que no es la suya?

Es duro hablar de la violencia, doloroso ser preciso en los detalles. A las víctimas y a los dolientes se lo debemos. Perder la capacidad de estremecernos ante estos crímenes atroces, callar ante ellos, es rendirse ante los asesinos.

Abandonamos, si cedemos a la tentación de no exagerar la violencia, a su suerte a quienes en esas calles se tropiezan, todos los días, con cuerpos acribillados sabiendo que pueden ser ellos los próximos.

México vive una tragedia. Conviene reconocerlo y contar puntualmente cómo es que esta tragedia ocurre. El respeto a la vida, el valor fundamental, se pierde si negamos este hecho. Si por conveniencia, por interés propagandístico o político, nos acostumbramos a la muerte, le restamos, con ligereza, su dolorosa importancia.



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