jueves, 26 de mayo de 2011

EL EJÉRCITO Y LA ESTRATEGIA DE CALDERÓN

(Primera de dos partes)


“La nada tiene prisa…”
Pedro Salinas

Urgido de una legitimidad de la que de origen carecía y de resultados inmediatos, que pudieran volverse spots de TV y elevar el perfil de su tan temprana y severamente cuestionada gestión, a Felipe Calderón Hinojosa se le hizo fácil declarar la guerra.

Podía haber actuado con decisión, efectividad y cautela contra el crimen organizado; prefirió el espectáculo. Ahí donde había que actuar con sigilo apostó por los fuegos artificiales y sometió las operaciones policíaco-militares a sus propias urgencias políticas y propagandísticas.

Transformó un asunto policial en una gigantesca operación militar. Hizo de una cuestión de salud pública, de atención integral a sectores marginados, de disputa inteligente por la base social que luego de décadas de trabajo había conquistado el narco, un asunto exclusivo de los estrategas militares; de la aplicación de la fuerza ahí donde lo que había que hacer era actuar con inteligencia.

En lugar de encerrarse a medir, paso a paso, cada una de sus acciones y las consecuencias de las mismas optó por lo que de inmediato podía hacer sentir a la población que alguien, por fin, “estaba actuando con energía”. Se disfrazó de general, comenzó a lanzar encendidas arengas patrióticas y ordenó desplegar masivamente la tropa.

Conocedor de la efectividad del discurso de la unidad nacional ante el enemigo común; usufructuario de esa estrategia de promoción del miedo y la zozobra transfirió de López Obrador al crimen organizado el carácter de “peligro para México” y se adjudicó, a sí mismo, el papel del salvador de la patria.

Fue la soberanía nacional la primera de las bajas. Se entregó Calderón y entregó al país a los designios estratégicos de Washington. La única batalla que valía la pena librar; la de la transferencia del esfuerzo principal de combate a territorio norteamericano la perdió sin siquiera haberla librado.

Seducidos por el poder de los Estados Unidos cayeron también jefes policíacos y
militares y fueron comprándose, uno a uno, los principios de la doctrina de la seguridad nacional estadounidense convirtiéndose en alfiles, al sur de la frontera, de la defensa interior de nuestro poderoso vecino.

En ese frenesí, con esa prisa, cayó también Felipe Calderón en su propia trampa. No pensó antes de lanzar al ejército fuera de sus cuarteles en el tren logístico judicial que el combate a la delincuencia exige. Seducido, él mismo, por el discurso propagandístico de la aniquilación del enemigo se olvidó de que, de lo que aquí se trataba, era de hacer justicia y garantizar la seguridad de los ciudadanos y no de propiciar una masacre.

Se equivocó y hoy el país entero paga, con sangre, los platos rotos. Pero también con él se equivocaron los más altos jefes militares.

Ciertamente había que actuar –con decisión y urgencia- contra el crimen organizado. Vicente Fox les había entregado a los carteles de la droga, nacidos durante el priato, una buena parte del territorio nacional. Mantenerse con los brazos cruzados era tanto como poner en riesgo nuestra viabilidad como nación; equivocarse en la manera de actuar también.

Lo primero que sucedió al desplegarse miles de soldados, vestidos con el uniforme verde olivo de las fuerzas armadas o con el azul de la policía federal, fue que, de inmediato, atendiéndose al principio de proporcionalidad de medios, los carteles escalaron su poder de fuego y comenzaron, también, a cambiar su modus operandi.

Habida cuenta de que, presionados por resultados y sin entrenamiento adecuado para actuar como fuerzas policíacas, las unidades militares comenzaron a librar combates en los que las bajas mortales eran siempre superiores a los heridos y capturados, los narcos, que antes huían o se rendían, comenzaron a presentar combate.

Ante estas muestras de resistencia crecieron en tamaño y poder de fuego las unidades militares. Se volvieron entonces lentas, torpes y sobre todo predecibles e ineficientes y comenzaron a producirse, porque se mueven como elefante en cristalería pero con miedo, violaciones cada vez más frecuentes a los derechos humanos y a multiplicarse las bajas colaterales.

Comenzaron entonces a proliferar, de un lado y otro, las granadas; armas tontas en manos de miedosos. Y cuando los blindados hicieron uso de sus lanzagranadas de repetición los capos hicieron uso de armas contra blindados y coches bombas. Al humillar el cadáver de un capo los marinos se rompieron los códigos de honor y comenzaron los sicarios a matar familias enteras.

Ni a uno ni a otro les faltaron jamás armas y recursos ni le sobraron escrúpulos. Las decapitaciones masivas, las torturas, al multiplicarse, parecieron extender patente de corso a las fuerzas federales y el propio Calderón al justificar tantos muertos con un simple y brutal “se matan entre ellos” terminó por validar la doctrina de la seguridad nacional estadounidense y sus métodos criminales.


www.twitter.com/epigmenioibarra

3 comentarios:

Julio Iñaki Zuinaga Bilbao dijo...

Me agrada saber que coincidimos en muchas cosas. Tal vez le interese seguir el Blog que integré.
http://zorion-micavernalterna.blogspot.com/
Saludos

Miguel H. Villarreal Ortiz dijo...

Vente a vivir a Monterrey, traite a tus hijos y a tus nietos; a ver si en unos meses no andas lloriquénadole a los militares que regresen.
Es bien fácil golpearse el pecho y gritar desde el zócalo que ésta es una guerra innecesaria y evitable, y que la verdadera solución es regresar a los cuarteles a una de las pocas instituciones sólidas que nos quedan. Es sencillo porque para ti estos son sólo encabezados periodísticos "feitos".
Me desespera la falta de sensibilidad de muchos capitalinos como tú, que al estar tan ajenos a un conflicto que es real, palpable y peligroso, tienen tiempo para nadar en las aguas de la retórico y la vestiduras rasgadas; haciéndole a las organizaciones delictivas una campaña inadvertida que -de continuar desarrollándose así- no va a hacer más que cobrar más vidas.
Necesitamos unirnos en contra de estos personajes; ahora resulta que ni para saber quienes son los verdaderos malos nos podemos poner de acuerdo los mexicanos.
Si tienes la fortuna -que en tu caso la tienes- de estar viviendo en un lugar donde el problema no se ha exacerbado tanto; y si no me vas a regalar una palmada en la espalda para animarme como buen norteño paisano que soy; por lo menos quédate callado.

Anónimo dijo...
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