“Locos como Cho Seung Hui –me decía Joaquín Villalobos ex comandante guerrillero salvadoreño- hay en todo el mundo pero sólo en los Estados Unidos les venden armas”. Una nueva masacre estudiantil conmueve al país más poderoso de la tierra. Un hombre armado entra a una escuela y dispara a sangre fría contra sus compañeros y maestros desarmados. ¿Otra masacre; una más? ¿Cuántas van? ¿Qué tan seguido se producen? ¿Por qué ha nacido esta “moda”? ¿Qué extraña y contagiosa enfermedad corroe a la sociedad norteamericana? ¿De qué sirve el alto grado de bienestar alcanzado por la misma si engendra individuos capaces de actos criminales de esta naturaleza? Imposible ante lo sucedido no pensar en Hamlet cuando dice: “Algo está podrido en Dinamarca”.
Sólo 500 dólares tuvo que pagar el estudiante de origen surcoreano, que según su propio testimonio –grabado para variar en video y entregado a la NBC- se “sentía arrinconado”, para comprar las dos pistolas; una Glock 9mm. y otra calibre 22, con las que asesinó a 33 personas. Como único tramite para que el vendedor le entregara armas y munición, este hombre que alcanzó así la fama –también la búsqueda de notoriedad es un motivo- a punta de balazos, mostró su licencia de manejo. Las alertas disparadas por su profesora de literatura sobre su carácter inestable y potencialmente violento, la decisión de un juez que confirmaba que era “un peligro para sí mismo”, su estadía forzosa, producto de una denuncia de acoso, en un hospital siquiátrica, donde incluso fue declarado loco, se borraron de pronto ante el puñado de billetes que puso sobre el mostrador.
“Ustedes me obligaron; la decisión fue de ustedes –dice ante la cámara Cho Seung Hui en un interludio entre una serie de asesinatos y otra- ahora tienen sangre en sus manos” acusa y desgraciadamente no deja de tener razón. Todo el complejo y costosísimo andamiaje de seguridad que sostiene la vida de los estadounidenses; la paranoia de la guerra antiterrorista; la supuesta vigilancia que los cuerpos policíacos y de inteligencia mantienen sobre la población demostraron, otra vez, su brutal inoperancia.
Amparado por la ley, una ley que pese a todo no ha podido ser derogada, el asesino compró sus armas; con dos pistolas puso en entredicho toda la doctrina de seguridad nacional y demostró de nuevo a los habitantes del país más poderoso de la tierra no sólo cuan vulnerables son sino el hecho incontrovertible de que duermen todas las noches con el enemigo.
La poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA) se apresta a defenderse ante los previsibles intentos por impedir o reglamentar al menos de manera más estricta la venta de armas. Todo norteamericano tiene el derecho inalienable a tener en casa o a portar consigo una arma para defenderse sostienen los activistas de la NRA y en esta predica, que mantiene boyante a la industria de las armas, los apoyan lideres de opinión, políticos, artistas de Hollywood, personalidades del mundo de los negocios y millones de ciudadanos comunes y corrientes que hoy se sienten más amenazados que nunca y que, con el dedo en el gatillo, se creen más seguros.
Triste paradoja: esa posibilidad de armarse con tanta facilidad para defenderse pone, cada día que pasa, a más estadounidenses ante el cañón de un fusil o una pistola. Mucho me temo, sin embargo –ya pesar de las buenas intenciones de demócratas y liberales- que masacres como la ocurrida, más que producir una poderosa corriente de opinión capaz de mover al congreso estadounidense hacia la derogación de la ley moverá, por el contrario, a muchos miles a ir a las tiendas de armamento, entregar su licencia de manejo y comprar una pistola para ir a la escuela.
Trágico además resulta que las victimas colaterales de esa enfermedad que corroe a la sociedad norteamericana seamos, al sur de la frontera, nosotros; los latinoamericanos que ni por asomo gozamos –así sea como un paliativo- de ese bienestar del que gozan aquellos que hasta licencia tienen de volverse locos. Tal libertad para hacerse de un arma –no importa ya el calibre- en los Estados Unidos ha permitido al crimen organizado latinoamericano hacerse, a bajos costos además, de arsenales que no sólo amenazan a miles de ciudadanos indefensos sino que llegan a comprometer, con ese gran poder de fuego, la soberanía del estado en nuestros países. Que algo “está podrido en Dinamarca” no hay duda; que esa podredumbre nos alcanza tampoco; imposible quedarse con los brazos cruzados pensando que la Universidad tecnológica de Virginia o Columbine están muy lejos.
jueves, 19 de abril de 2007
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