Segunda y última parte
A Monseñor Oscar Arnulfo Romero lo mandó asesinar, el 24 de marzo de 1980, Roberto Dabuisson, el creador de los escuadrones de la muerte en El Salvador, para, según él, cortarle la cabeza a la subversión comunista e impedir que la guerrilla creciera y se consolidara. Se equivocó el asesino. Pensaba que masacrando unas 30 mil personas, el arzobispo incluido, desmontaría a sangre y fuego el incipiente levantamiento popular. No sucedió así. Con la muerte de Romero el país se precipitó a la guerra civil. No impidió pues Dabuisson el crecimiento de la insurgencia. Con su crimen, por el contrario, nació formalmente el ejército rebelde.
A Ignacio Ellacuria y sus cinco compañeros jesuitas los mandó asesinar, el 16 de noviembre de 1989, el alto mando del ejército salvadoreño con el propósito de impedir que, a través de Ellacuria, se concretara un cese al fuego con la guerrilla cuando esta tenía en su poder tres cuartas partes de la capital salvadoreña. Se equivocaron de nuevo los asesinos. Su crimen terminó por erosionar el apoyo, hasta entonces incondicional de los norteamericanos al régimen y abrió la puerta de entrada, como mediador en el proceso de negociación, a la Organización de las Naciones Unidas.
Si con la muerte de Romero estallaron formalmente las hostilidades; con la muerte de Ellacuria se impuso finalmente un proceso de diálogo y negociación irreversible. Matar al Obispo desató la guerra. Matar al sacerdote jesuita la paz. Ambos religiosos, con su sangre, contribuyeron a la construcción de nuevos horizontes de justicia y democracia en El Salvador.
Qué lejos nuestros altos jerarcas religiosos; apóstoles de la intolerancia, servidores de los poderosos, encubridores de pederastas de aquellos hombres de Dios que supieron servir a su pueblo y escoger de qué lado debían ponerse. Qué lejos de Romero y Ellacuria estos cardenales, obispos y clérigos mexicanos que promueven la criminalización de la mujer que decide libremente sobre su cuerpo, cierran las puertas del cielo a los homosexuales, se postran frente al dinero y predican, desde el púlpito, el autoritarismo.
Cuánto recuerdan, los prelados mexicanos de hoy, a los obispos españoles que levantando el brazo hacían el saludo fascista y daban su bendición al baño de sangre desatado por Francisco Franco, “caudillo de España por la gracia de Dios”.
Es por sus acciones y omisiones; por su vergonzante papel que vale también la pena mirar de nuevo esos terribles y también luminosos sucesos en El Salvador.
Si de algo sirve la memoria de esos hechos es para eso; para comparar, para evocar, para revivir, para hacer un homenaje en estos tiempos de canalla, que diría Lilian Hellman, a aquellos que tuvieron el coraje de vivir y morir por una causa justa.
No cumplió el Mayor Roberto Dabuisson su propósito; con el nacimiento del ejército guerrillero esos que eran masacrados impunemente por los escuadrones de la muerte comenzaron a defenderse y a arrinconar a los asesinos.
Tampoco los miembros del alto mando del ejército salvadoreño cumplieron su objetivo. Impidieron, ciertamente y cito textualmente fuentes militares que me contaron hace años el crimen con detalles, la “humillante derrota” que, con la mediación de Ellacuria, habría de significar un cese al fuego que, vuelvo a citar, “libanizara” el país, pero, señalados por el mundo entero como asesinos, aislados y débiles, se vieron forzados, apenas unos meses después, a firmar la paz.
Una paz que les hizo más daño incluso que los más fieros combates. Resultado de los acuerdos el ejército se vio obligado a depurarse, a disolver los batallones de infantería de reacción inmediata, la policía de hacienda, la policía de aduanas y la guardia nacional y a compartir con la guerrilla el mando de una nueva policía nacional civil; integrada por exmilitares, exguerrilleros y nuevos reclutas.
Infringir tal cantidad de bajas al ejército gubernamental hubiera sido casi imposible al FMLN aun si este hubiera combatido, que lo hizo siempre, hasta obtener una aplastante victoria militar sobre su enemigo.
El padre Ignacio Ellacuria, a quien tuve el privilegio de conocer y a quien hoy recuerdo con emoción, sabía eso muy bien. Estaba claro de que esa guerra; esa guerra impuesta, necesaria, se ganaría no por el camino de las armas sino por el camino del diálogo y la negociación.
Esa fue su lucha; la de hacer que la palabra prevaleciera, tuviera de nuevo en El Salvador, peso, majestad, sentido y que además valiera para todos.
Si Monseñor Romero fue “la voz de los sin voz” Ellacuria fue la palabra que se impone sobre el tronar de los fusiles.
Él estaba convencido –y su tarea, la que le costó la vida, fue convencer a los demás- de que quien ha combatido sin tregua y negocia con dignidad, anteponiendo a sus intereses y convicciones ideológicas el bien de la nación, ni se rinde ni traiciona.
Cortar el puente era el propósito de sus asesinos; no hicieron sino abrir una avenida. Por ella, precisamente, accedió Mauricio Funes al poder.
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jueves, 3 de diciembre de 2009
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