Con la finta se fueron los académicos. Premiaron la esperanza; los traicionaron la realidad, la inercia, el fundamentalismo religioso, los intereses geopolíticos de la primera potencia de la tierra y este jueves, en Estocolmo, al recibir el Nobel de la Paz Barak Obama no sólo habló de guerra; de “guerra justa”, de “guerra necesaria”, pero de guerra al fin, sino que, además, instalado en el papel de guardián de la civilización occidental, de superpolicía del mundo, se dio el lujo de lanzar advertencias, desde la misma tribuna donde su esfuerzo por la paz era premiado, a Irán, a Norcorea: “Aquellos regímenes –amenazó- que rompen las reglas deber ser responsabilizados. Las sanciones deben demandar un precio real”.
Pero no sólo los académicos se fueron con la finta; también una buena parte de los electores norteamericanos que pensaban que con Obama dejarían de morir estadounidenses en Afganistán.
Con la bandera de la paz sacó Obama a los republicanos de la Casa Blanca. Prometió mucho; incumplió en casi todo. La prisión de Guantánamo sigue abierta y las violaciones a los derechos humanos de quienes están ahí detenidos se siguen violando. Prometió que iniciaría una retirada de las tropas destacadas en Irak y Afganistán y ha solicitado al congreso enviar 30 mil hombres más a esta última nación.
Las guerras, suele decirse en Estados Unidos, las desatan los republicanos pero las libran a fondo los demócratas. Y es que si el fundamentalismo de los primeros los lleva a perseguir villanos por el mundo entero, los segundos no han encontrado jamás la forma correcta de salirse del embrollo.
Moderan el lenguaje, se presentan ante el mundo como más tolerantes y abiertos pero, convencidos quizás de que sus promesas de campaña legitiman sus actos, los tiñen de un color más amable, siguen adelante por la misma senda y con el garrote en la mano.
Así como Lyndon Johnson escaló la guerra de Viet Nam toca hoy a Obama hacer lo propio en Afganistán. Con Kennedy primero y Johnson después comenzaron los bombardeos masivos a Cambodia y luego, ante el fracaso de las misiones aéreas, centenares de miles de soldados fueron enviados a combatir al sudeste asiático.
Con Richard Nixon los norteamericanos jugaban más bien un rol secundario en el conflicto vietnamita; tocó a los demócratas asumir el protagonismo en la conducción de la guerra. ¿Tocará a Obama ahora extender la guerra a Pakistán? ¿Se verá forzado, ante la corrupción e ineficiencia de sus aliados locales, a reconocer como inviable el proceso de transferencia del mando al gobierno afgano sobre el cual descansa su estrategia de salida? ¿Deberá entonces incendiar toda la región en su inútil esfuerzo por doblegar a los rebeldes?
Habló, además, el mandatario premiado, de los “estándares morales” que siguen los Estados Unidos en la guerra. “Esa –dijo- es una fuente de nuestra fortaleza” para afirmar después que por esa razón prohibió la tortura, ordenó el cierre de la prisión de Guantánamo y refrendó el respeto de su país a la Convención de Ginebra. Olvida convenientemente, el Presidente norteamericano, la forma en que las fuerzas armadas que comanda suelen librar hasta las batallas más insignificantes, el despliegue masivo de tropas que hacen a la menor provocación, el inmenso poder de fuego que suelen empeñar y el nulo valor que para ellas tiene la vida de los civiles extranjeros; “bajas colaterales” al fin y al cabo.
Es cierto que Obama heredó un problema irresoluble. La tragedia de los Estados Unidos –y del mundo- es que se meten muy rápido en guerras de las que luego tardan décadas en salir. Así como entró George Bush hijo, en cumplimiento de un destino manifiesto, a Irak; como un relámpago; así van a quedarse ahí sus sucesores por muy largo tiempo.
En la euforia de la victoria, sin pensarlo siquiera, desmantelaron los norteamericanos al ejército de Sadam y se quedaron sin interlocutores y sin un brazo armado local. En el frenesí de la venganza se lanzaron contra el régimen talibán; sin urdir antes una red de alianzas ni comprometer seriamente al gobierno pakistaní en la lucha. Saltaron al abismo en los dos casos.
Por sus propios errores, a causa de las deficiencias de su propia doctrina, están ahora empantanados en ambos países. Mientras más se muevan en esas arenas movedizas –y eso se le escapa a Obama- más van a hundirse.
El empleo desproporcionado de la fuerza, necesario para proteger a los 100 mil soldados desplegados en el terreno de combate, por otro lado, no hará sino potenciar el odio existente en el mundo islámico e incrementar exponencialmente el peligro de atentados en territorio estadounidense. El costo de la seguridad de unos cuantos será el riesgo al que se somete a millones.
Se equivocaron los académicos al premiar a un presidente que no puede hacer la paz. Se equivoca ese Presidente al creer que empeñando más fuerza conseguirá salir más rápido del atolladero. Al tiempo que lleva más “carne al asador”, aviva el fuego de la rebelión, alimenta el fanatismo y hace aun más honda la herida, más profunda la brecha.
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jueves, 10 de diciembre de 2009
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