jueves, 8 de abril de 2010

LA GUERRA QUE LLEGÓ PARA QUEDARSE

Cuando apenas faltaban unos días para la comparecencia del General Secretario Guillermo Galván ante la Comisión de defensa de la Cámara de Diputados, soltó el gobierno federal, por conducto del propio Felipe Calderón Hinojosa, uno más de sus ya característicos golpes de efecto.

Ante la inminencia de que el jefe militar anunciara que la guerra llegó para quedarse y el ejército “salvo orden contraria del ejecutivo –dijo el general- o decreto del Congreso” permanecerá en la calles por cinco o diez años más, Felipe Calderón intentó, de nuevo, con una maniobra de distracción, curarse en salud.

Colgado en el perchero dejó por unos días Felipe Calderón su uniforme verde oliva de Comandante en jefe y se puso ese otro que tanto le gusta; el del reformador económico. El del hombre que intenta –pese a la incomprensión de los partidos y las maniobras de los diputados y senadores- “modernizar” el país.

Con bombo y platillo, ante los medios pero sin preocuparse, otra vez, en construir los consensos necesarios para hacerla realidad, anunció el envío al Congreso de la República, tomado de nuevo por sorpresa, de su iniciativa antimonopólica pasando así de las arengas bélicas –que tanto han desgastado su “imagen pública”- a la predica de la competitividad.

No aguantaba más Calderón la discusión abierta y cada vez más critica de su doctrina de seguridad, de la estrategia de la guerra contra el narco y de los ayunos resultados que en la misma presenta un ejército que, entre los civiles, se comporta como “chivo en cristalería” y cuya escasa, por decir lo menos, disciplina de fuego produce cada vez más “bajas colaterales”.

Había que redireccionar, con urgencia, el debate público; hacer que, en la agenda nacional, el omnipresente asunto de la violencia pasara, aunque fuera por unos días, a un segundo plano.

Para lograr su objetivo buscó Calderón una causa que pudiera resultar atractiva y rentable. Que concitara de inmediato simpatías y apoyos de propios y extraños y apostó así al “efecto piñata”.

Pegarle a los monopolios, que están ahí colgados, enormes, todopoderosos, omnipresentes en todo el país y en casi todos los segmentos de la economía nacional y de los que todos, de alguna manera, nos sentimos víctimas, es un deporte que ningún mexicano que se precie de serlo, puede dejar de practicar.

Habida cuenta de que su mandato se debe en mucho a la acción directa de esos mismos monopolios a los que hoy pretende perseguir y penalizar tomó, sin embargo, Calderón las medidas necesarias para que, de todas maneras, por tiempos y formas, pasara pronto esta nueva iniciativa, a su ya de por sí sobrepoblado, panteón de reformas fallidas.

Funcionó la maniobra. Redujo las expectativas y presión haciendo más tersa, menos notoria, casi anónima, la comparecencia del general.

La onda expansiva de la bomba que el Secretario de defensa soltó en el congreso no se ha sentido aun con suficiente fuerza, salvo en los titulares de unos diarios, pese a su enorme poder explosivo.

Que Felipe Calderón nos herede, por los próximos 5 ó 10 años, la presencia del ejército en las calles es un hecho sumamente grave que compromete la soberanía y la “normalidad” democrática del país.

Con la tropa fuera de sus cuarteles la tentación de reducir las libertades públicas y el margen de tolerancia ante la crítica, crece en la misma proporción que se recrudecen los combates, se multiplica la cantidad de efectivos desplegados y aumenta la dependencia del poder civil ante las armas.

No fue el “uso de masa de fuerza” el medio adecuado para contener la violencia. Al contrario. Mientras más tropa en la calle; más combates. Mientras más poder de fuego de un lado; más poder de fuego del otro.

Y en medio de las partes –otra de las desventajas de haber convertido el combate al crimen organizado en una guerra- la población civil, transformada con alarmante y creciente frecuencia, en víctima inocente.

Y en la mira de mandos militares, funcionarios y publicistas oficiales, aquellos que osan desde la prensa o la tribuna política criticar la estrategia, proponer cambios radicales en la misma o intenten decretar el regreso a los cuarteles.

Una perniciosa e imparable dialéctica se ha desatado.

No digo, sin embargo, que no debían y podían, ante el colapso de los cuerpos policíacos, jugar un papel el Ejército y la Armada en el combate al crimen organizado. Digo que el diseño estratégico fue y es equivocado.

En lugar de apostar a la ejecución de acciones de inteligencia, de operaciones especiales con fuerzas reducidas, se apostó –ese es uno de los componentes de la doctrina de Felipe Calderón- al ruido, a la propaganda, a la urgencia mediática, al golpe de efecto.

Ante ese vistoso –de ese se trataba- e ineficiente despliegue de tropa y blindados los criminales sólo gastaron más en armas y fácilmente; por rutinarios, por lentos, por visibles aprendieron a eludir la persecución y a operar entre soldados que, tan asustados como bien armados y mal preparados, se cobran, en los enfrentamientos, en los retenes, cada vez más vidas inocentes.


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