A las madres de jóvenes caídos en Cd. Juárez y Monterrey.
La guerra, donde el orden natural de las cosas se altera y son los padres quienes entierran a los hijos, es siempre asunto de niños y jóvenes que matan y se matan por órdenes de viejos.
En ellos se ceba, de ellos se alimenta toda confrontación armada porque los jóvenes, que sienten aun poco aprecio por la vida, son los más arrojados y también –la guerra exige fibra- los más resistentes.
Lo que no caen en combate con un arma en las manos, son victimas inocentes; bajas colaterales se dice en el argot, de masacres y fuegos cruzados mientras que a otros muchos, reclutados en la mayoría de los casos por la fuerza, la necesidad o la adicción, tanto matar los descompone, los envilece, los vuelve viejos de golpe.
Estas muertes prematuras; esta pérdida tan temprana de respeto a los valores esenciales, a la vida misma, mata, de alguna manera, la esperanza de generaciones enteras. México por desgracia no es la excepción.
Hay guerras en las que, sin embargo, ese vía crucis que, en toda confrontación armada, sufren los jóvenes adquiere de alguna manera un sentido, incluso una dimensión heroica. No es ese nuestro caso.
El de los muchos jóvenes que caen diariamente en nuestro país –y más allá de las arengas patrióticas propias de los políticos que muy poco dicen a los padres- se vuelve lamentablemente un sacrificio sin redención alguna.
Jugar a la guerra; transformar el necesario y urgente combate al crimen organizado, una tarea estrictamente policial, en una guerra que comienza siendo solo propaganda y se vuelve después realidad y que como toda confrontación armada se sale de madre, es, además de un error estratégico que compromete seriamente el futuro de la Nación un crimen de lesa humanidad.
Son nuestros jóvenes quienes pagan con sus vidas y además, al ser criminalizados aun siendo victimas inocentes con su prestigio, este rapto de megalomanía de un hombre, ayuno de legitimidad, urgido de prestigio, al que se le hizo fácil disfrazarse de general y sacar al ejército a las calles.
Porque entre las muchas cosas que olvido Felipe Calderón, poseído como esta, por un frenesí patriotero, por la necesidad de dar sentido y dimensión histórica a un mandato cuestionado de origen, esta un principio fundamental de toda confrontación armada; el de la proporcionalidad de medios en el combate.
Puso Calderón, para separarse de su antecesor, para presentarse como el adalid que enfrenta los “peligros para México”, en las calles hombres armados hasta los dientes y de la misma manera respondieron los narcos.
Saco grandes contingentes de tropa y los narcos se hicieron de granadas de fragmentación y otros explosivos para neutralizarlos. Desplegó blindados y los criminales compraron ametralladoras y cohetes antitanque.
Escalo el conflicto a nivel nacional, sustituyo las capturas por combates y en lugar de hacer heridos multiplico los muertos y los narcos, que mas que combatientes eran negociantes, ante la perspectiva de morir comenzaron a
vender caras sus vidas.
A la nula disciplina de fuego de un ejercito que opera entre la población civil como chivo en cristalería se sumo entonces el desenfado criminal y la falta total de escrúpulos de los sicarios que no tienen reparos en soltar, sabiendo que la tropa se asusta con el ruido, ráfagas a la menor provocación y en utilizar granadas en cualquier circunstancia.
El que a ráfaga mata; a ráfaga muere es el principio. Armas tontas en manos de entupidos se volvieron letales para la población civil.
Y todo esto además teniendo una larga frontera que, mientras se cierra de sur a norte bloqueando el único acceso al empleo medianamente remunerado a centenares de miles de jóvenes, se abre de norte a sur para dejar pasar armas para que muchos de eso jóvenes que, sin esperanza ni oportunidad se quedan aquí, maten o sean asesinados.
Para aceitar la muerte, a través de esa misma frontera, entran centenares de millones de dólares. Unos del narco americano; otro de Washington. Ni unos ni otros tienen reparo en gastar; total es plata, los muertos los ponemos nosotros.
Y de los muertos, no solo porque así es la realidad demográfica, la inmensa mayoría son jóvenes. Y de los combatientes, de uno y otro bando, la inmensa mayoría son también jóvenes.
También son jóvenes es cierto esos a quienes los narcotraficantes matan de otra manera; con las drogas que venden y que hoy inundan nuestras calles y por lo que es preciso, para no perder a nuestros hijos, combatirlos a fondo.
Pero no así; no como lo hace Felipe Calderón Hinojosa. Por esa vía, siguiendo su doctrina, con su estrategia nos conduce a todos a la generalización del conflicto, a la perdida total de la soberanía y finalmente a la derrota.
No se trata ni de rendirse, ni de negociar con criminales. Urge combatir al crimen organizado de otra manera, con decisión, sigilo, inteligencia. No es la guerra –menos así librada- el camino para derrotarlo. De muerte se alimenta, la muerte lo hace crecer.
jueves, 1 de abril de 2010
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