jueves, 5 de agosto de 2010

EL PODER DEL MIEDO

Primera parte

Miedo y fundamentalismo van siempre de la mano ya sea en la religión o en la politica; miedo a la condena de las almas, al castigo eterno, al infierno o a quienes creen en otro dios o aun creyendo en el mismo lo miran de manera distinta en el caso de la fe. Al enemigo interno o externo, depende del momento histórico, que amenaza con despojarnos de nuestra libertad y nuestro patrimonio, al que intenta destruir nuestra patria y atenta contra nuestra forma de vida en el caso de la política.

El miedo, explotado desde el poder o por aquellos enfrascados en la lucha por el mismo, es siempre una herramienta poderosa y rentable, la más efectiva de las armas; produce votos de los inseguros que buscan en la “mano dura” la ilusoria solución a los problemas, inhibe la participación de aquellos que podrían inclinar la balanza en otra direccion, viste con el sanbenito de los pecadores y herejes a los opositores, permite –en tanto despierta los más primitivos instintos en el ser humano- la construcción de consensos inauditos y despiadados, prostituye, corroe, corrompe a los seres humanos y por supuesto a lo que es –o debería ser- uno de los más acabados productos de la civilización: la democracia.

Es precisamente el miedo (la omnipresencia, la necesidad de Moby Dick diría Carlos Fuentes) el que, a lo largo de su historia, han usado las elites en Norteamérica como intrumento esencial para garantizar la gobernabilidad; pastores religiosos, altos funcionarios, gobernantes demócratas o republicanos, da lo mismo, se dedican a atizar el fuego, a prevenir a los estadounidenses contra las amenazas que sobre ellos se ciernen.

Miedo, han tenido o tienen los norteamericanos a los negros insurrectos, a los anarcosindicalistas, a los mafiosos italianos, a los nazis, a los japoneses, a los comunistas de afuera y de adentro, a los terroristas islámicos, a los migrantes ilegales que sin más armas que su voluntad de encontrar una vida digna que en sus países se les niega y su derecho al trabajo, cruzan desde el sur la frontera.

Miedo a los bandoleros primero y luego a los narcos latinoamericanos (toda una leyenda se ha hecho en Hollywood en torno a ellos) y claro, a los sanguinarios capos mexicanos que, hoy por hoy, constituyen según muchos la más severa amenaza contra la seguridad interna de los Estados Unidos.

Es el miedo, ese miedo cerval a “los otros”, los que tienen la piel de otro color, o profesan otra fe, o se visten de otra manera, o viven en otra cuadra incluso del mismo barrio o a los pandilleros o a los locos que, siempre, andan sueltos o a todo aquel que se mira, se siente, se considera extraño lo que hace que en casi todos los hogares de los Estados Unidos haya armas y que cualquiera pueda comprar, sin más requisito que su licencia de conducir, desde una pistola hasta un rifle automático de asalto.

Y fue el miedo –elevado a la categoría del arte y potenciado por la humillación, la frustración, el desempleo y la crisis económica- el que llevó a millones de alemanes, sí, a los descendientes de Bethoven, de Hegel y de Kant, en la década de los 30 a votar, para convertirlo en Canciller, por un oscuro cabo austriaco, Adolfo Hitler, que nunca prometió otra cosa más que la destrucción y la guerra y luego volvió a votar por él para volverlo dictador y despeñarse en un conflicto que costó más de 55 millones de vidas.

“Asegurar, ampliar el espacio vital para la comunidad del pueblo alemán” prometió Hitler a aquellos que se sentían despojados de todo, hasta de la honra y amenazados por múltiples enemigos. Para cumplir esa promesa y construir un Reich de mil años, predicaban Hitler, Himmler y su ministro de propaganda, Goebbels, a los alemanes, había que eliminar “razas” enteras; judíos, gitanos, eslavos y también por supuesto opositores políticos internos, comunistas, social demócratas y claro, por qué no y de una vez, homosexuales, enfermos, todos aquellos considerados “indignos”.

El miedo anula la razón; convierte la diferencia en amenaza; apela siempre a la uniformidad, borra las líneas, los rasgos que distinguen a una persona de otra y los vuelve a todos, no puede haber excepciones, no se toleran las excepciones, masa; masa enceguecida de creyentes, de cruzados, de asesinos.

Es el del miedo el discurso de la complicidad, embozada esta, en el llamado a la “defensa de la patria” a la “unidad nacional” cuando en estricto sentido se trata sólo de unidad en torno a un líder, a un proyecto político, a una “raza”, a una ideología que se considera la única válida, la única posible.

Y el miedo y peor en nuestros días, no solamente es fácil de inocular sino que, además, es extraordinariamente virulento y contagioso. Tenemos, todos, predisposición genética y cultural para contraer esa perniciosa enfermedad y hay muchos líderes políticos y religiosos que, impunemente, pulsan esas oscuras fibras. Por esta nuestra tierra, creo yo, ronda ya ese espectro; ha sido irresponsablemente invocado y de eso escribiré, aquí mismo, la próxima semana.

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