Aunque harto difícil resulte la tarea, con mis rudimentarias herramientas, impúdico y tardío, así es esto de las fechas fijas de publicación, me sumo al homenaje. ¡Cómo no habría de hacerlo¡ He leído en estas y otras páginas textos extraordinarios -de ahí que hable de mi descaro- a propósito de un hombre que ha llegado, este 6 de Marzo, a los 80 años provocando con su cumpleaños una verdadera y gozosa conmoción y ha demostrado que, en su caso, es en efecto un autor que tiene quien le escriba y mucho y por todo el mundo.
Gabriel García Márquez lleva instalado en mi cabeza y en mi corazón toda una vida. A la guerra me fui, como el Ché recomendaba, con dos libros, los dos de García Márquez en la maleta. Imposible hubiera sido mirar –como he tendido el privilegio y el dolor de hacerlo- a esta América nuestra si la lectura de sus obras no hubiera guiado mi mirada. Si por él no me hubiera acostumbrado –valga la paradoja- a tener los ojos abiertos al asombro cotidiano de esta tierra. De hecho el Gabo me prestó sus ojos; bueno se los robé por unos años.
No me llevó de la mano, sin embargo, Gabriel García Márquez, por ese recorrido de más de una década, de la misma manera que lo hicieron Eduardo Galeano con sus “Venas abiertas” o Gregorio Selser con su memoria de elefante y su interminable listado de los agravios cometidos por los norteamericanos en contra nuestra y de los muchos y desconocidos actos heroicos de los “pequeños ejércitos locos”. Ellos con José Revueltas, debo reconocerlo, despertaron en mí el coraje, la urgencia, el afán; además de eso el Gabo y cito a Eduardo Galeano “me enseñó a mirar” porque, cito de nuevo al escritor uruguayo, “el arte cuando es verdadero enseña a mirar”.
Al apretar el lente (hacer un zoom in se dice en el argot), para escudriñar secretos, develar los propósitos detrás de sus dichos o solamente jugar con la mirada de un caudillo, de un militar o de un comandante guerrillero, de un líder político que sin saberlo camina ya al cadalso, de la luchadora de los derechos humanos o la sindicalista que acuden puntuales a contar frente a cámara la crónica de su muerte anunciada, del ciudadano común y silvestre ese que cuenta la historia de quienes no son parte de la historia y lo hace con tremenda, dolorosa, contundente elocuencia, al retratar a una mujer que camina impasible, casi flotando, como una aparición –con su canasta de fruta sobre la cabeza- en medio de un intenso intercambio de disparos o al seguir –otra vez las balas silbando sobre las cabezas, esa monótona melodía que ha marcado nuestra historia- al seguir, digo, con la cámara casi a ras de tierra al niño que suplicante, amoroso, perentorio apura a la madre y le grita, le suplica, le ordena: “corra mamá, corra que no ve que van a bolbaldear” mientras arrastra un pequeño atado con sus pertenencias y lleva a un perico, si a un perico amarillo y verde, sobre el hombro, allá en el barrio de Mexicanos en lo más recio de la ofensiva del 89 o luego más acá, mucho más acá, en el marco de una entonces insólita rebelión indígena en Chiapas cuando en medio de la bruma aparece una columna de guerrilleros indígenas tzotziles y debido a la humedad limpio una y otra vez el lente hasta que se perfila nítida la figura del Subcomandante Marcos o la terrible aparición de la decena de cuerpos jóvenes descoyuntados, tirados esa hermosa mañana, al borde de una carretera, entre el aeropuerto y la ciudad de Medellín o bien al deambular, cámara en mano, por la capilla de “La catedral” la cárcel-mansión-fortaleza que se construyó Pablo Escobar Gaviria, de la que se fugo cuando le dio la gana y toparme con una Biblia abierta justo en el Deuteronomio donde dice “Dios hará volver a los fugitivos”, o volviendo de nuevo hacia atrás hasta el momento en que me pongo de rodillas frente a aquel guerrillero al que la bala de una M-60 le dejo un hueco en el costado derecho y cayó tendido con los brazos en cruz esa mañana de septiembre del 83 en San Miguel. No hubiera mirado lo que miré entonces. Ni en la Honduras de Los Contras, ni en la Nicaragua de la Esperanza, ni en el malecón de La Habana o las montañas o selvas de Colombia, tampoco en la Panamá de Torrijos o de Noriega, ni en la oscura Guatemala, ni El Salvador que es mi otra patria. En ningún lado habría visto lo que ví. No tendría en mi corazón lo que tengo guardado. Lo que me hace. Lo que me duele. Lo que me obliga. Lo que me maravilla, lo que atesoro, lo que cuento una y otra vez a la mujer que amo, a mis hijos. Gracias Gabo.
Gabriel García Márquez lleva instalado en mi cabeza y en mi corazón toda una vida. A la guerra me fui, como el Ché recomendaba, con dos libros, los dos de García Márquez en la maleta. Imposible hubiera sido mirar –como he tendido el privilegio y el dolor de hacerlo- a esta América nuestra si la lectura de sus obras no hubiera guiado mi mirada. Si por él no me hubiera acostumbrado –valga la paradoja- a tener los ojos abiertos al asombro cotidiano de esta tierra. De hecho el Gabo me prestó sus ojos; bueno se los robé por unos años.
No me llevó de la mano, sin embargo, Gabriel García Márquez, por ese recorrido de más de una década, de la misma manera que lo hicieron Eduardo Galeano con sus “Venas abiertas” o Gregorio Selser con su memoria de elefante y su interminable listado de los agravios cometidos por los norteamericanos en contra nuestra y de los muchos y desconocidos actos heroicos de los “pequeños ejércitos locos”. Ellos con José Revueltas, debo reconocerlo, despertaron en mí el coraje, la urgencia, el afán; además de eso el Gabo y cito a Eduardo Galeano “me enseñó a mirar” porque, cito de nuevo al escritor uruguayo, “el arte cuando es verdadero enseña a mirar”.
Al apretar el lente (hacer un zoom in se dice en el argot), para escudriñar secretos, develar los propósitos detrás de sus dichos o solamente jugar con la mirada de un caudillo, de un militar o de un comandante guerrillero, de un líder político que sin saberlo camina ya al cadalso, de la luchadora de los derechos humanos o la sindicalista que acuden puntuales a contar frente a cámara la crónica de su muerte anunciada, del ciudadano común y silvestre ese que cuenta la historia de quienes no son parte de la historia y lo hace con tremenda, dolorosa, contundente elocuencia, al retratar a una mujer que camina impasible, casi flotando, como una aparición –con su canasta de fruta sobre la cabeza- en medio de un intenso intercambio de disparos o al seguir –otra vez las balas silbando sobre las cabezas, esa monótona melodía que ha marcado nuestra historia- al seguir, digo, con la cámara casi a ras de tierra al niño que suplicante, amoroso, perentorio apura a la madre y le grita, le suplica, le ordena: “corra mamá, corra que no ve que van a bolbaldear” mientras arrastra un pequeño atado con sus pertenencias y lleva a un perico, si a un perico amarillo y verde, sobre el hombro, allá en el barrio de Mexicanos en lo más recio de la ofensiva del 89 o luego más acá, mucho más acá, en el marco de una entonces insólita rebelión indígena en Chiapas cuando en medio de la bruma aparece una columna de guerrilleros indígenas tzotziles y debido a la humedad limpio una y otra vez el lente hasta que se perfila nítida la figura del Subcomandante Marcos o la terrible aparición de la decena de cuerpos jóvenes descoyuntados, tirados esa hermosa mañana, al borde de una carretera, entre el aeropuerto y la ciudad de Medellín o bien al deambular, cámara en mano, por la capilla de “La catedral” la cárcel-mansión-fortaleza que se construyó Pablo Escobar Gaviria, de la que se fugo cuando le dio la gana y toparme con una Biblia abierta justo en el Deuteronomio donde dice “Dios hará volver a los fugitivos”, o volviendo de nuevo hacia atrás hasta el momento en que me pongo de rodillas frente a aquel guerrillero al que la bala de una M-60 le dejo un hueco en el costado derecho y cayó tendido con los brazos en cruz esa mañana de septiembre del 83 en San Miguel. No hubiera mirado lo que miré entonces. Ni en la Honduras de Los Contras, ni en la Nicaragua de la Esperanza, ni en el malecón de La Habana o las montañas o selvas de Colombia, tampoco en la Panamá de Torrijos o de Noriega, ni en la oscura Guatemala, ni El Salvador que es mi otra patria. En ningún lado habría visto lo que ví. No tendría en mi corazón lo que tengo guardado. Lo que me hace. Lo que me duele. Lo que me obliga. Lo que me maravilla, lo que atesoro, lo que cuento una y otra vez a la mujer que amo, a mis hijos. Gracias Gabo.
1 comentario:
Inevitable que se me enchinara el cuero mientras leía estas lineas e imaginaba a la señora con su perico amarillo.
fué un deleite; gracias.
saludos.
Fernando Z.D.
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