La memoria, que por esos días solía ser de elefante, con el tiempo se borra, se despule. Esa frase sin embargo: “Yo maté al Ché Guevara” dicha y más que dicha, disparada a bocajarro como tarjeta de presentación, una mañana de 1990 en San Salvador, no se me olvida ahora ni habrá de olvidárseme jamás. La dijo, me la dijo, un hombre que frisaba entonces los 45 años. Un cubano-americano, agente de la CIA y al que hoy identifico como Félix Rodríguez, compinche de Posada Carriles, responsable como él del atentado contra el avión Douglas DC-8 de Cubana de Aviación, el vuelo 455 que volaba de Barbados a La Habana, acto terrorista ordenado por el gobierno de los Estados Unidos , que cobró 73 vidas inocentes.
Félix Rodríguez estaba a cargo de la operación de apoyo de la CIA a la contrarrevolución nicaragüense. En la base aérea de Ilopango, de la Fuerza Aérea Salvadoreña, aviones cargados con cocaína llegaban del sur para reemprender el vuelo en la misma dirección pero ahora cargados de armamento que se dejaba caer en el norte de Nicaragua. Poco tiempo después Rodriguez, quien también jugaba un rol como asesor en la lucha contrainsurgente, abandonó El Salvador. El escándalo Irán-contra estalló en la cara a la administración de George Bush padre y no hubo manera de continuar con el criminal intercambio de partes de misiles y aeronaves para Irán, droga colombiana para el consumo doméstico en los Estados Unidos y armas para la contrarrevolución.
Félix Rodríguez era una asesino y lo conocí esa mañana rodeado de otros asesinos; un tal “Iván” puertorriqueño que se movía directamente en el terreno con la tropa élite del ejército salvadoreño y un norteamericano –de unos 60 años- que se identificó como Jefe de Operaciones de la estación de la CIA en San Salvador. No había manera de no tomar en serio sus palabras. Ahí nadie alardeaba; todos tenían las manos manchadas de sangre.
Desayunábamos en casa del coronel Mauricio “El toro” Staben, sanguinario comandante del batallón de reacción inmediata (B.I.R.I.) José Manuel Arce. Había yo recorrido, en el cumplimiento de tareas periodísticas y con la cámara al hombro, casi todo el oriente salvadoreño en operaciones de combate con Staben y su batallón y se le ocurrió a este hombre, responsable entre otros crímenes de la tortura y asesinato de “Elsa” conocida también por su breve estatura como “la pajarito”, la compañera que fue mi primer contacto con la guerrilla, la peregrina idea de reclutarme –así se estilaba en esos tiempos- para realizar una operación que condujera al asesinato de Joaquín Villalobos, a la sazón el más importante jefe militar del FMLN.
Para convencerme de las bondades de la tarea que quería encomendarme Rodríguez al tiempo que exhibía cínica y descaradamente su currículum ponderaba la labor de destacados periodistas norteamericanos “al servicio de la libertad y la democracia” y me ofrecía la cobertura de cualquier medio, “el que fuera”, para cubrir mis movimientos. Narraba el cubano-americano, con detalle y orgullo, el cerco tendido a la guerrilla en la cañada de Ñancahuazú y como había hecho de ella un callejón sin salida. Contaba luego, entre sorbos de café, cómo se había entrevistado con el Ché al apenas llegar este capturado a la escuelita de La Higuera. La revisión detallada de sus papeles. La confirmación precisa de su identidad. El ir y venir de las comunicaciones con La Paz y cómo de Washington llegó la confirmación a la orden que él y su otro compañero de la CIA (quizás Posada Carriles) habían dado al gobierno y al ejército boliviano: el Ché tenía que morir.
Mantenerlo vivo, someterlo a un juicio era un riesgo que no podían los Estados Unidos correr de ninguna manera. América Latina era un pastizal seco y soplaba un viento que hacía muy posible la propagación del fuego. Había simple y sencillamente que asesinar al Ché “Y así lo hicimos. –decía Rodríguez- Dimos la orden, entró un sargento y lo mató de un rafagazo”. “Yo maté –insistía- al Ché Guevara. Fui yo, no el miserable soldado que cumpliendo órdenes le disparó y que no sabía lo que ese hombre herido y andrajoso significaba”. Para terminar Rodríguez narraba el viaje en helicóptero hasta Valle Grande con el cadáver del Ché a su izquierda, en una camilla, amarrada al patín de aterrizaje del helicóptero; el pelo al viento, los ojos abiertos.
Villalobos, a quien Rodríguez intentaba poner en la mira, decía que del Ché esa generación, la mía por cierto, “había tomado lo más científico: su locura; su ejemplo”. Hace 40 años murió asesinado Ernesto Guevara, mejor conocido como el Ché. El hombre que dice haberlo matado ya no es nadie, no importa en absoluto. Sólo yo lo recuerdo y por una frase: “Yo maté al Ché Guevara”, que por más verdad que sea, no deja de ser una mentira.
jueves, 11 de octubre de 2007
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1 comentario:
FELIX RODRIGUEZ Y POSADA CARRILES; LA HISTORIA LOS HONRA Y LOS BENDICE !!!
CUMPLIERON SU DEBER COMO CIUDADANOS Y HOMBRES DEL MUNDO, FELICIDADES!!
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