Primera Parte
¡Quién lo hubiera creído! ¡Quién hubiera sido capaz de imaginar que desde los sótanos de la Dirección Federal de Seguridad, las mazmorras del campo Militar No. 1, las crujías de Lecumberri o las Sierras del país llegaría un día la izquierda a gobernar la Ciudad de México y a constituirse en el Congreso de la República como la segunda fuerza política¡. Qué orgullo deben sentir –y con sobrada razón- aquellos que han realizado este trayecto, tan cruento y doloroso, dejando en el camino a tantos compañeros de la clandestinidad, al poder; de las armas a las urnas; de la lucha por la instauración de una dictadura idealizada, la del proletariado sí; pero dictadura al fin, a la aceptación de la lucha electoral, por más dispareja e inequitativa que esta sea. Qué orgullo deben sentir de pasar de combatientes a ciudadanos; cuánto los honra esta victoria.
Otro tanto deben pensar y sentir en Brasil aquellos que después de décadas de persecución, tortura y exilio obtuvieron con Lula la victoria. O en Chile donde la propia Presidenta Michelle Bachelet sufrió en carne propia las represión de una dictadura que parecía invencible y quien debe haber vivido, como muchos de sus compatriotas, días oscuros donde no había más horizonte que la derrota, una derrota que se antojaba entonces imposible de remontar. Quien por otro lado y luego de los escuadrones de la muerte recorriendo las calles cercenando impunemente cabezas, las manifestaciones dispersadas a balazos, los muertos tirados en el asfalto, las masacres en el Sumpul, en el Mozote, en Guazapa, los casi 20 años de guerra contra un ejército armado y financiado por los Estados Unidos se hubiera atrevido a afirmar que algún día, como ya sucede en El Salvador, el FMLN llegaría a gobernar la capital y muchos otros municipios del país y fuera capaz, como parece serlo hoy, de estar a punto de asaltar, por las urnas, el poder. Quién hace apenas 10 años, insisto, hubiera pensado que en México, como en América Latina, ex presos políticos, ex guerrilleros amnistiados, militantes clandestinos, guerrilleros que con las armas en la mano y combatiendo se sentaron a negociar, hubieran podido tender los puentes necesarios, establecer alianzas más audaces y hacerse del gobierno de tantas ciudades y países.
Muchos, estoy seguro, desde el dogma marxista, han de pensar sin duda que quienes hoy ocupan posiciones de gobierno, puestos de elección popular, en nuestro país y en muchos otros de América Latina, tranzaron, dieron la espalda a sus ideales. Muchos, de seguro y de eso dan fe sus panfletos, han de considerarlos traidores por el simple hecho de haber sobrevivido y muchos, desde el fanatismo o la ortodoxia armada, los han colocado ya, porque valientemente han optado por el juego democrático, en el catálogo de los enemigos del pueblo alineándose así con quienes desde la derecha están empeñados en cerrar, a sangre y fuego, el paso a quienes buscan, pacíficamente, transformaciones profundas. La izquierda más conservadora, más reaccionaria en tanto que se considera portadora de la verdad absoluta, no sabe, no puede, no quiere vencer; lo que más le acomoda, lo único que le acomoda es la derrota; la derrota disfrazada a veces como la guerra sin tiempo. El suyo es siempre el papel de la víctima sólo que con frecuencia quienes caen acribillados por las balas no son los supuestos combatientes sino las bases de apoyo desvalidas y desarmadas. Les viene bien la denuncia; les convienen los muertos.
Las FARC en Colombia, por ejemplo, no luchan para vencer, hace mucho que dejaron de hacerlo, luchan para vivir; es decir han hecho de la guerra una forma de vida; son profesionales de la violencia, pero de una violencia dosificada de tal manera que su existencia como fuerza beligerante que casi no combate no se vea comprometida. Por eso aceptaron una tregua que duró más de seis años y los terminó de descomponer. Por eso también y no precisamente por falta de armamento, munición y hombres que les sobran, es que no asaltan los centros de poder ni se empeñan en acciones ofensivas de gran envergadura. Son guerrilleros que, con la coartada de la Guerra Popular Prolongada (GPP) y el imperativo de preservar las fuerzas propias (¿para qué?) no combaten ni se comprometen seriamente en la búsqueda de la victoria. Cómplices finalmente del ejército colombiano que para enriquecerse y preservar su poder necesita también el pretexto de la guerra, no están dispuestos a reconocer que, de alguna forma, su mera existencia es ya un anacronismo y se han quedado muy lejos del pueblo y los ideales que decían defender.
jueves, 6 de diciembre de 2007
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