jueves, 20 de diciembre de 2007

ACTEAL Y LA CULTURA DE LA MUERTE

El crimen se gestó muchos años antes y es, en efecto, un crimen de Estado. No imagino, sin embargo, al entonces Presidente de la República ordenando la masacre a su Secretario de Defensa. Precisando en un mapa el lugar, el día y la hora en que los paramilitares habrían de actuar. No caigo en esa interpretación simplista. Palacio Nacional o Los Pinos están muy lejos de Chiapas pero mucho más cerca de lo que sus ocupantes se imaginan. Que esa reunión no se haya celebrado jamás no los exime en absoluto de su responsabilidad en este crimen. Ellos y sus antecesores toleraron, promovieron y sacaron ventaja de la situación de violencia en Chiapas. Ellos, los que por décadas gobernaron el país, decidieron una forma de control, la más fácil, la más expedita y cedieron, en Chiapas, el monopolio del estado sobre el uso de la fuerza a los finqueros, los grupos clientelares del gobierno y los caciques locales. Fueron ellos pues, al renunciar a esta responsabilidad primordial, los que instauraron la cultura de la muerte en el sureste mexicano, permitieron que lo que sucedía al Sur del Suchiate ocurriera también en territorio nacional. Importaron como método el genocidio, en grado de tentativa primero y luego flagrante en Acteal y cometieron así un crimen de Estado.

Habrá sin duda multitud de interpretaciones sobre la violencia que reina en esa zona. Es difícil, sin embargo, que antropólogos, sociólogos o historiadores se atrevan a negar el protagonismo del estado en la utilización de la misma como forma de gobierno. Y no hablo solamente de gobernantes que cierran los ojos y dejan hacer. Qué va. Hablo de dinero, de armas, de entrenamiento, de un proyecto consistente, de prebendas e impunidad alentadas por presidentes municipales, gobernadores, jefes de zona militar que se han apoyado en cuerpos paramilitares para contener el descontento social y el surgimiento y desarrollo de grupos insurgentes. No hicieron más que apagar el fuego con gasolina.

Pero Acteal más que una batalla, discrepo con Héctor Aguilar Camín, –y lo dicen de manera por demás elocuente las propias víctimas con los cráneos aplastados, la carne abierta a machetazos- fue una masacre. La sola pila de cadáveres, las características del terreno, la supuesta duración del combate desmiente la teoría del fuego cruzado. Quizás hubo resistencia ante el asalto pero reunidos y orando, me lo dijeron ahí en Acteal hace diez años los sobrevivientes, fue que los mataron y ya en la hondonada remataron a los heridos. Por eso la Cruz Roja encontró cuerpos aun calientes. Nadie va a confesarlo pero así debe haber sido. Así proceden –también en Bosnia o en África lo hicieron- los genocidas. Nadie en una incursión como esta; en un fusilamiento masivo debe quedar vivo.

Acteal fue pues una masacre parte de una guerra; de una guerra que aun esta ahí silenciosa, latente, pero viva y que cobra vidas de ambos bandos, es cierto, pero que se ceba con más dureza en quienes se enfrentan al gobierno –que ha decidido librar la guerra a través de terceros- o en quienes se atreven siquiera a declararse neutrales.

Y como en Guatemala o en El Salvador, esa masacre tenía un propósito definido; sus perpetradores querían sentar un precedente sangriento, ejemplar. Mandar un mensaje a los combatientes del EZLN o de cualquier otra guerrilla y sobre todo a sus bases de apoyo. No había necesidad de un acuerdo con el alto mando del ejército o la seguridad pública. El curso de acción estaba determinado desde que el gobierno prohijó la existencia de los “defensores”. Para eso nacieron: para matar. En eso iban a terminar: asesinando inocentes. Los miembros de “Las abejas” fueron como los catequistas en Guatemala o las comunidades evangélicas del Mozote en el Oriente salvadoreño, o los refugiados que cruzaban el Rió Sumpul sólo las victimas propiciatorias. Los que por su propia profesión de fe no se movieron a tiempo del lugar donde estaban destinados a ser sacrificados. Ajenos al conflicto la muerte los hizo parte del mismo. Ese era su papel en el sangriento juego de la contrainsurgencia. Terminar ahí tendidos, despedazados, para aterrorizar a otros, para, como dicen los manuales norteamericanos: “sacarle el agua al pez”.

Por eso la saña, la crueldad inaudita con mujeres, niños y ancianos. Por eso los cadáveres apilados en la hondonada. Deben nuestros historiadores, los que hoy alientan la polémica sobre el caso, voltear la vista a Guatemala, a El Salvador. Descubrirán ahí estados que entregaron el monopolio de la violencia a fuerzas paramilitares; las defensas civiles en El salvador, las patrullas de autodefensa en Guatemala. Cuerpos armados sin ordenamiento interno, sin doctrina, ajenos totalmente al escrutinio de la sociedad y que son responsables de decenas de miles de asesinatos. Allá como acá los gobernantes encomendaron a otros el trabajo sucio y pensaron que así no habrían de mancharse las manos con sangre inocente. Se equivocaron. Acteal es un crimen que deben pagar.

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