jueves, 14 de febrero de 2008

EL PODER DE FUEGO DEL NARCO

Tanto la intensidad como la duración de algunos de los últimos combates entre las fuerzas federales y los narcotraficantes, como las armas que se les han decomisado en distintas zonas del país, parecen expresar, a mi juicio, un viraje operacional sustantivo, una nueva y radical decisión táctica del crimen organizado.

Como respuesta a los operativos del ejército mexicano o como expresión de agudización de sus pugnas internas, por el mercado de consumo cada vez más importante que representa el territorio nacional y por el monopolio de las vías de introducción a los Estados Unidos, los capos han decidido escalar su poder de fuego y dar un salto cualitativo en la selección de sus objetivos militares.

No se trata ya sólo del uso de los “cuernos de chivo” o de otro tipo de fusiles de asalto para el ametrallamiento de las victimas tradicionales de sus atentados y ajustes de cuentas. Hoy el tipo de armamento que cada vez con más frecuencia es decomisado: lanzacohetes, granadas de fragmentación, ametralladoras calibre .50, grandes cantidades de munición, parece indicar, y otras informaciones publicadas así lo confirman, que los narcos se preparan para asaltar y destruir vehículos blindados y enfrentar a escoltas numerosas, bien armadas y entrenadas.

Todo apunta a que, más que presentar resistencia a las fuerzas militares que los persiguen en sus zonas de influencia, lo que también sucede por supuesto, los narcos han decidido mover su teatro de operaciones, trasladar sus acciones a la retaguardia estratégica de las fuerzas federales. Al corazón mismo del poder para desestabilizarlo, generar confusión al más alto nivel y desarticular las acciones ofensivas que este endereza en su contra.

¿Qué otro sentido podría tener el acopio de armas como las que este miércoles decomisó en la Colonia Portales la policía del Distrito Federal? ¿Para qué otra cosa les pueden servir aquí a los narcos armas antiaéreas que penetran blindajes? ¿Por qué desplazar a un comando de las áreas de operación cotidiana si no es para usarlos en atentados de otra naturaleza y contra otro tipo de personas?


Los narcos son asesinos no combatientes. No tienen otra causa que el comercio y aunque para ellos la vida –sobre todo la ajena- no vale nada no están dispuestos al sacrificio. Les preocupa el dinero no la patria. Matan sin piedad, es cierto, pero lo suyo es un negocio y preservan, en la medida de lo posible, la calma en sus mercados. Salvo que sean atrapados en condiciones muy especiales –con un cargamento o unos jefes a los que tienen que defender a toda costa- no suelen combatir y hacer frente a las fuerzas federales; por el contrario, sabedores de que su estancia en la cárcel puede ser corta y además placentera, se rinden casi siempre sin disparar.

Señores de la ley de plata o plomo dispensan las dos cosas sin chistar. Quien los traiciona muere. Quien los amenaza o se vende también muere. Quien los ataca y logra inflingirles daños, perdidas económicas, en su lógica implacable, tiene siempre, no importa el tiempo que pase y la distancia que se ponga de por medio, los días contados. Por eso ruedan cabezas por el país entero. Crímenes ejemplares para que nadie se atreva a romper su código.

Preocupa ahora y mucho, como ciudadano común y corriente, el trasiego y uso de este tipo de armas de grueso calibre. El uso de explosivos aun sean estos, apenas, granadas de fragmentación porque cuando se trata de una bomba lo importante no es el tamaño de la misma, los gramos o los kilos de explosivo que contenga, sino la decisión de colocarla. Quien usa explosivos sabe que si los usa –y teniéndolos los va a usar- va a causar daños no controlados y que, además, de las llamadas bajas colaterales, es decir de la muerte de civiles inocentes, un muy pernicioso y profundo efecto sicológico.

Cuando el ejército salió a las calles y Calderón, de verde olivo, declaró la guerra al narco. Cuando se inició un esfuerzo, tardío quizás pero indispensable, para intentar recuperar lo que la desidia criminal de Vicente Fox y las décadas de corrupción del régimen autoritario habían entregado al crimen organizado. Cuando surgió la necesidad imperiosa de actuar, so pena de perderlo todo, contra aquellos que habían secuestrado a la nación se cambiaron las reglas del juego. Hoy comenzamos a vislumbrar apenas lo que podría suceder. Acciones similares a las de los capos colombianos en la década de los 90 pueden estar a la vuelta de la esquina.

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