Habían permanecido por años escondidos, aunque a juzgar por su manera de vivir esa no es exactamente la palabra, en los barrios de más alcurnia de la capital; uno nada menos que en el Pedregal de San Ángel y el otro, nada más, que en Bosques de las Lomas. Matones ilustrados, capos de cuello blanco, herederos de dos cárteles rivales que habían logrado, hasta ahora y con fachada de empresarios, burlar la persecución de la justicia y manejar, discreta pero eficientemente, miles de millones de dólares . Pudo más el dinero, al parecer, la recompensa ofrecida por las autoridades, que el inmenso poder de estos narconjuniors. Sus anillos de seguridad, supuestamente impenetrables por discretos, la información de inteligencia que les permitía operar con tranquilidad, la red de corrupción que garantizaba su impunidad, su fachada toda de pronto se vino abajo. La plata y las disputas a muerte entre el cártel de Juárez, cuyo gerente es, según la información proporcionada por la PGR, Vicente Carrillo Leyva y el cártel de Sinaloa cuyo operador financiero es, según las mismas fuentes, Vicente Zambada Niebla, facilitaron su captura y permitieron develar el otro rostro del narcotráfico.
Por un lado están los sicarios y los capos tradicionales. Vicente Carrillo Fuentes el legendario “Señor de los cielos” y el Mayo Zambada, señores de horca y cuchillo, botas de piel de caguama, grandes hebillas y pulseras de oro, pistola al cinto, cuerno de chivo dorado, camioneta blindada y escolta evidente y numerosa. A ellos les vienen bien la fama y los corridos; de eso se alimentan. Siembran terror y muerte, cosechan la admiración popular –son los héroes en ciertas regiones- y muchos millones de dólares. Por otro lado están los jóvenes educados, los vástagos que han cambiado la forma de operar de sus padres; que han perdido, digamos, su carácter pintoresco. Son los que operan en la sombra, visten discretamente, tienen buenos modales y mejor apariencia, hacen jogging y se mueven con absoluta tranquilidad en círculos empresariales. A unos se les distingue fácilmente aunque suelen, en sus zonas de control y causa del pavor que infunden, volverse invisibles. Los otros ahí están en la casa de al lado, en el club, en el parque, rodeados de sus familias; de sus mujeres bien vestidas y sus hijos que van a buenas escuelas, haciendo como cualquiera su vida, sus negocios. Necesitan para sobrevivir un entorno sereno; desde ahí conducen sus imperios. Se pierden entre la gente decente, se confunden, se ocultan detrás de montañas de dinero que distribuyen a manos llenas a socios que, sin escrúpulos, ni les hacen ni se hacen a sí mismos demasiadas preguntas.
Los primeros, los legendarios, son ya una especie en extinción; o se matan entre sí o los matan o los capturan. Los segundos son el presente y sin duda el futuro del crimen organizado.
Un negocio, como el narcotráfico, que produce una derrama de unos 25,000 millones de dólares al año ni puede ni debe ser manejado ya sólo por barbajanes. El tamaño del mercado exige una actitud gerencial, una capacidad administrativa distinta. Tampoco es asunto, aunque eso parezca, de hombres de negocios, de financieros, de lavadores de dinero a gran escala que mantienen una prudente distancia frente a la violencia indiscriminada de los sicarios. Una cosa es la fachada y otra la realidad. La verdad es que estos capos de nuevo tipo, que miran de frente a la cámara como si no tuvieran nada de qué avergonzarse, sólo son distintos a sus antecesores en apariencia, en formación, en estilo, hasta en educación si se quiere porque ya tienen o pueden tener incluso educación superior. También ellos -y en eso se sustenta su poder real-tienen las manos manchadas de sangre y son en tanto invisibles y por su enorme capacidad de corrupción, de penetración en los círculos más variados de la vida, harto más peligrosos que sus antecesores.
Asimilados como están a la “gente decente”, cubiertos además por el “silencio de los inocentes”, que si miran dejan pasar, resultan difíciles si no es que imposibles de detectar y capturar con operaciones policiacas tradicionales. Puede más en su contra el poder del dinero que los más sofisticados métodos de inteligencia. Ellos compran a muy buen precio la complicidad de aquellos con los que hacen los negocios aparentemente legales. A algunos de esos socios con menos escrúpulos que valor civil o alguno de sus rivales con los que se disputan el mercado, la recompensa ofrecida, hizo cambiar de lealtades o les allanó el camino para acabar con el competidor. Si el plomo mata a los capos tradicionales, la plata mata a los de cuello blanco. Triste pero inevitable, a juzgar por sus resultados, el retorno a la ley de la selva, al tiempo de los caza recompensas que estamos viviendo.
jueves, 2 de abril de 2009
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