jueves, 19 de noviembre de 2009

CORTAR EL PUENTE

Primera (de dos partes)

A eso de las 03:00 de la mañana del 16 de noviembre de 1989 un grupo de soldados del Batallón de reacción inmediata Atlacatl, una unidad elite del ejército salvadoreño entrenada en los Estados Unidos, entró a las instalaciones de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”.

Los soldados, comandados por los Tenientes José Ricardo Espinoza Guerra y Gonzalo Guevara Cerritos tenían una misión: asesinar a su rector Ignacio Ellacuria y a otros cinco sacerdotes jesuitas que, como él, dormían esa noche en la residencia Monseñor Oscar Arnulfo Romero de esa Universidad.

Los asesinos ejecutaron también, para no dejar testigos con vida, a la esposa del conserje y a la hija de ambos de sólo 15 años de edad. Luego de simular un combate en el estacionamiento de la Universidad para intentar atribuir la autoría del crimen a guerrilleros del FMLN, ejecutaron a los jesuitas disparándoles ráfagas en la espalda y dejando sus cuerpos tendidos en el pequeño jardín.

Todo esto sucedió en el marco de la mayor ofensiva insurgente de la guerra, cuando fuerzas del FMLN ocupaban, desde el sábado 11 de noviembre, los barrios más poblados de la capital salvadoreña y la parte nororiental de la ciudad de San Miguel, la tercera en importancia del país.

Durante años se ha manejado la hipótesis de que los asesinos actuaron sólo bajo las órdenes del entonces director de la Escuela Militar; el Coronel Guillermo Benavides, quien, supuestamente, habría ordenado la ejecución de los sacerdotes, cinco de ellos de nacionalidad española, por considerarlos, en un arrebato ideológico típico de aquellos tiempos de intolerancia y escuadrones de la muerte, aliados de la subversión comunista.

Esta versión exculpa convenientemente a los miembros del alto mando del ejército salvadoreño, al propio ex presidente Alfredo Cristiani y sobre todo a integrantes del grupo de asesores militares, políticos y de inteligencia destacados por la administración Reagan en El Salvador.

Más de cuatro mil millones de dólares, a lo largo de más de 10 años, invirtió Washington, en el marco de su doctrina de seguridad nacional que tantas vidas cobrara en América Latina, en el apoyo a los sucesivos gobiernos salvadoreños que enfrentaron a lo largo de más de 12 años a la insurgencia armada.

Sólo faltó al Pentágono una intervención directa y masiva de sus tropas. Armas, logística, adiestramiento de efectivos de la fuerza armada salvadoreña en territorio estadounidense, tecnología, soporte político y de inteligencia y la presencia constante de un grupo de asesores fueron parte del fallido empeño de Washington para derrotar a la guerrilla.

Escudados en la tesis del fanatismo, que permitió a muchos evadir toda responsabilidad, fueron sometidos a juicio y luego encarcelados por unos cuantos años sólo Guillermo Benavides, José Ricardo Espinoza, Gonzalo Guevara Cerritos y unos 40 soldados que participaron en la masacre.

Lo cierto, sin embargo, es que se trató de un crimen de estado y que tanto el alto mando del ejército gubernamental como un grupo de asesores, militares y civiles norteamericanos, no solo estuvieron al tanto de la ejecución sino que la ordenaron y después hicieron esfuerzos consistentes por encubrirla.

Lo cierto también es que el crimen se cometió no tanto por fanatismo sino con un propósito estratégico concreto: impedir que, con los buenos oficios de Ignacio Ellacuria, se concretara un cese al fuego con la guerrilla ocupando posiciones en la capital.

“Cortar el puente” que sólo Ignacio Ellacuria podía tender entre el gobierno salvadoreño, sectores importantes del poder económico y político y gobiernos extranjeros con la propia guerrilla fue el objetivo de quienes lo asesinaron y con él a sus compañeros.

Es verdad que sobre Ellacuria y sus compañeros, como en su momento sobre Monseñor Romero, pesaba una tácita condena de muerte. Su compromiso con la teología de la liberación y la opción preferencial por los pobres lo hizo acreedor a repetidas amenazas y fue la Universidad que dirigía víctima de varios atentados.

Más allá de eso sin embargo estaba la capacidad de este gran intelectual y agudo analista de la realidad latinoamericana para trabajar por la paz. El respeto que en todas partes concitaba lo hacía, en ese momento preciso, el único capaz de frenar el baño de sangre en el que El Salvador se hallaba inmerso.

Por eso lo mataron y de la conspiración para ejecutarlo, según ha quedado consignado en documentos recientemente desclasificados por la CIA y por averiguaciones que en esos tiempos realizamos en el terreno, estuvieron al tanto, desde un inicio, funcionarios civiles y militares norteamericanos.

Conocí a Ellacuria; conocí a sus compañeros y también a quienes los asesinaron. Y de su martirio y esas jornadas terribles es que me propongo escribir la próxima semana.


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