No soy un fanático del futbol, es más, puedo decir, aun a riesgo de ser considerado traidor a la patria en estos tiempos del “sí se pudo”, que no me gusta y menos todavía por la parafernalia comercial y propagandística que lo rodea.
Lo que sí me gusta, sin embargo, es la alegría que este jueves recorrió las calles, la euforia que en muchos suscitó la victoria de México sobre Francia; los rostros luminosos de los niños, la algarabía de los jóvenes, el mundo entero suspendido en la inminencia de un tiro a gol.
Respeto –aunque no la comparto- la afición deportiva; el compromiso que hace la gente con su equipo, la forma religiosa en que lo sigue, la intensidad con la que sufre sus derrotas y celebra sus victorias.
Admiro y reconozco las hazañas futbolísticas. Poco o nada sé de ellas pero entiendo que la gente se emocione a veces hasta el llanto y acompañe, palmo a palmo, al hombre que va en busca del gol. Esa alegría; la de disfrutar cada instante de un partido, creo yo, es también un derecho que la gente se ha ganado y se gana con el sudor de su frente y por el que hay que luchar.
Y como es un derecho de las grandes mayorías disfrutar apasionada y libremente su deporte favorito me parece grosera, indigna y muy preocupante la manipulación que el poder económico y el poder político hacen del fútbol. La forma en que se montan sobre la afición.
Y es que el discurso patriotero, la exaltación de un entusiasmo tan vacuo como contagioso que acompaña estos grandes eventos, como en este caso el campeonato mundial de fútbol y la participación de la selección mexicana en él, es también una herramienta sobre la que avanzan y se consolidan los regímenes autoritarios.
Ya Hitler y Goebbels utilizaron la Olimpiada de Berlín para movilizar a los alemanes en apoyo a su proyecto. Más allá del circo que se da a las masas en lugar del pan y la paz que demandan, el nazismo utilizó magistralmente a sus deportistas para presentarlos como prototipos y voceros de lo que habría de ser la nueva patria construida gracias a “El triunfo de la voluntad”.
En ese tono, con ese estilo retórico, más o menos, sin la maestría de Leni Reinfeschteil, es que se realizaron los spots del director técnico de la selección mexicana convertido, de pronto, en el líder que el país necesita para convocar a la construcción del país que los poderosos imaginan y quieren y que más allá del slogan poco o nada tiene que ver con las aspiraciones de justicia, equidad y democracia de las grandes mayorías.
Pulsa el autoritarismo, para asentarse, tanto el miedo a la inseguridad, a la perdida de la vida y el patrimonio (a los “peligros para México” por ejemplo) como el nerviosismo y la euforia que generan la posibilidad de una victoria deportiva convertidos de pronto en bálsamo, en pócima que desaparece problemas estructurales.
El triunfo que se transforma en la esperanza súbita y perecedera de una vida mejor a pesar, claro, de que nada en la realidad, más que la euforia, indique que ese cambio es siquiera posible.
Subliminalmente la propaganda de los regímenes autoritarios relaciona miedo y esperanza; al tiempo que la euforia borra al primero el ánimo “patriótico” generado por la misma permite aglutinar fuerzas en torno a un proyecto de combate sin permitir fisura alguna.
Es el del autoritarismo el discurso de la “unidad nacional” y la condena y la descalificación de todo aliento crítico. Tanto en la guerra como en el futbol se promueve la uniformidad, la desaparición del criterio personal y se opera bajo la consigna de quien no está con México -que de pronto se reduce a una camiseta- está contra él.
Está el México de fiesta; ese que de pronto lo olvida todo al calor de una victoria deportiva transformada por la TV en una gesta histórica e histérica y está el México herido; el de la impunidad, la violencia criminal imparable, el desempleo, la corrupción y las eternas trapacerías de los poderosos.
Hay quien piensa que se trata de las dos caras de una misma moneda. Y que ese México dolorido, oscuro que traemos a cuestas es el mismo que de pronto necesita –recordando a Jorge Portilla- echar relajo y tomarse las calles ondeando banderas y con la ilusión de que todo ha cambiado y además para bien.
Yo más bien pienso que la exaltación de este México de fiesta de alguna manera intenta borrar la memoria, disminuir el estado de alerta que exige, para curar sus heridas, este país que se nos deshace entre las manos.
Disfrutaré como disfrutan mis hijos, mis amigos los posibles triunfos de la selección. Festejaré con ellos incluso pero no dejaré de tener a la mano el balde de agua fría.
Triste y dolorosa ha sido esta semana que termina, paradójicamente, con fiesta en las calles; ahí siguen los padres de los 49 niños muertos y los 80 niños heridos de la #guarderiaABC y ahí están las mentiras del ejército mexicano, denunciadas por la CNDH, empeñado en burlar su responsabilidad en la muerte de dos niños en Reynosa.
No podremos decir “ya se pudo”, aunque se metan muchos goles, si estas y otras muchas heridas más continúan abiertas.
www.twitter.com/epigmenioibarra
jueves, 17 de junio de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Comparto totalmente su opinión, y a veces me siento fuera de lugar.Tengo 25 años y creo que no hace falta mucho para explicar como la gente de mi edad sepone euifórica con eso del futbol.
Yo, igual que usted, lo respeto; pero he de admitir que me da mucha pena, ver como miles de personas se reunen, llegan temprano a sus trabajos (cuando habitualmente lo hacen tarde), sólo para ver el fútbol.
Si con esa energía pensaramos en encontrar soluciones alternativas para vivir, dejando de lado la esperanza en el gobierno; entonces, creo que sólo entonces, comenzaríamos a ser el verdadero México del cambio.
Publicar un comentario