jueves, 16 de diciembre de 2010

Rosalba o el heroísmo cotidiano

Texto publicado el 23 de diciembre de 2005


"Tanto dolor se agrupa
en mi costado
que por doler me duele
hasta el aliento".
Miguel Hernández

Este 20 de diciembre, a los 40 años, en la Ciudad de México, su ciudad y la mía, murió también como de rayo Rosalba Ibarra Almada, mi hermana, a quien tantos y tanto queríamos.

Mentira que hubiera vivido atada a una silla de ruedas: ella volaba. Mentira también que la máquina de hemodiálisis la encadenara: ella ahí postrada era la libertad misma.

Alguien, en un cariñoso pero vano intento de consuelo, me dijo: "Ya descansa de sus sufrimientos". "El problema -le contesté- es que ella no quería descansar todavía, quería seguir luchando".

Los héroes, como ella, ni saben ni quieren descansar. Lo suyo es la lucha, no la conformidad. No pueden, no aprendieron jamás a resignarse. No se acomodan. No se rinden.

Por eso la vida, las ganas de vivir más bien, que siempre le sobraban a Rosalba, se imponían con su fuerza a la dictadura que aquél, su pequeño cuerpecito maltrecho, trataba inútilmente de imponerle.

No hubo a lo largo de su vida dolor que le fuera ajeno. Desde que nació la enfermedad no le dio tregua. Uno tras otro, implacables, se sumaban los padecimientos más agudos, más graves cada vez, ensañándose con ella. Siempre había algo peor aguardando en su camino.

Visitante constante de quirófanos y hospitales del brazo de mi madre, andaban las dos siempre iluminando con su esperanza a toda prueba esos fríos lugares donde más de uno, entre las decenas de especialistas que la atendieron, pronosticaba su inminente muerte.

Otros, apabullados por la tragedia, habrían convertido, hundidos en la desesperanza, la amargura y la autocompasión, ese peregrinaje en una sola, larga y oscura pena. Rosalba no. Sabía que ese era el camino, había que hacerlo con alegría y con fuerza y a otra cosa.

Muchos solían decir al verla, más aun al mirar su expediente plagado de condenas a muerte no cumplidas: "¡Es que vive de milagro!", qué va, estaban equivocados. No vivía de milagro, ella era el milagro.

Sé que de los muertos suelen decirse grandes cosas. Más todavía de nuestros muertos, de aquellos que nos duelen y además tanto.

Y, sin embargo, yo que he mirado cómo los hombres en la guerra son capaces de las más grandes hazañas y las más oscuras villanías; yo que he tenido el privilegio de registrar momentos culminantes de la lucha social, de esa lucha de la que el Che Guevara dice que a fin de cuentas no es sino obra de amor; yo que he tratado en vano de descifrar el misterio del heroísmo, que me he preguntado, tantas veces, cómo es que surgen aquellos locos, aquellos santos, aquellos iluminados que dicen: "Cambiemos el mundo", y no conformes con decirlo se lanzan a hacerlo pagando con su vida esa osadía.

Yo, digo, que he filmado tantos funerales, con ese inevitable cinismo del que te va revistiendo la costumbre, con esa distancia obligada en la que te coloca el periodismo, con esa capa de frialdad que debes ir tejiendo, so pena de desmoronarte y para no caer de bruces ante tanto dolor acumulado.

Yo, Epigmenio Ibarra, combatiendo sin demasiado éxito con las palabras que escribo, con la sensación de que impúdicamente desnudo mis sentimientos ante el lector, pero con la certeza de que es ésta mi obligación, debo hoy decir y aun a riesgo de que se piense que exagero y que es natural que así lo haga pues se trata de mi hermana, debo decir, insisto, que entre los grandes héroes a cuya vida y muerte me he aproximado, de quienes he sabido por los libros, a quienes he aprendido a amar y respetar, los que iluminan mi camino, el camino de los hombres, ahí, entre ellos, está mi hermana queridísima Rosalba Ibarra Almada.

Qué dolor y qué orgullo, qué privilegio el haberla tenido tan cerca tantos años. Qué frío el que se siente al saberla para siempre ausente. Fue la suya, como ninguna, una vida plagada de heroísmo. Difícil de imitar. Imposible de olvidar.

Pero junto a esa Rosalba que se nos fue, por cuya muerte, la muerte, y pese a las muchas y anticipadas predicciones de los médicos, ha de sentir vergüenza, pues ha cometido un artero asesinato. Junto a esa Rosalba, digo, junto a ella, fundida con ella todos los días, todas las noches durante 40 años siempre atenta, solícita, amorosa, siempre ahí junto a Rosalba, otra Rosalba, nuestra madre. Ajena también a la autocompasión. Lista, por el contrario, siempre para brindar consuelo.

Espejo de los padecimientos, mano sobre la herida, sonrisa que apacigua, constancia y firmeza que consuelan. Rosalba y Rosalba. Madre e hija. Dolor sobre dolor que sumados se vuelven alegría. ¿Quién puede entender ese misterio? ¿Y quién puede, por Dios, imaginar a la una sin la otra?

"Escucha a Rosalba, te va a hablar", me dijo ante su ataúd un querido amigo.

Y es eso lo que voy a hacer. A eso lo invito, amigo lector: a estar atento a esa voz, al amoroso, tenaz, incansable llamado a celebrar la vida, haciéndola más justa, más libre, más digna.
Mentira pues, insisto, y así termino, que Rosalba hubiera vivido atada a su silla de ruedas. ¡Qué va!

www.twitter.com/epigmenioibarra

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