jueves, 24 de marzo de 2011

UN BALAZO EN EL CORAZÓN

A Ignacio Ellacuria también sacerdote, también asesinado en El Salvador.

24 de marzo de 1980. Justo en el momento de la consagración el francotirador jaló el gatillo. La distancia entre el asesino y su víctima, el Arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero que celebraba una misa en honor de la difunta madre de un reconocido periodista local, era muy corta. No más de 30 metros.

Acertar en el blanco para un asesino profesional, a esa distancia y en esas condiciones, fue sencillo. De un solo balazo en el corazón mató al prelado y terminó, al mismo tiempo, de precipitar al país a una guerra de más de 12 años que habría de costar más de 75,000 muertos y desaparecidos, centenares de miles de refugiados internos y un éxodo que todavía no termina.

Mientras las monjas responsables de la capilla y quienes asistían a la misa trataban en vano de auxiliar a su Pastor , el sicario, con pasmosa tranquilidad, salió de la capilla, abordó un auto y desapareció para siempre.

El día anterior el Arzobispo, a quien la gente llamaba “la voz de los sin voz”, había pronunciado, como cada domingo su homilía. “En el nombre de Dios y de este sufrido pueblo cuyos lamentos se alzan hasta el cielo –dijo enérgico Romero harto de tanto crimen- les pido, les suplico, les ordeno: cese a la represión”.

Esa misma tarde, en una finca en los alrededores de San Salvador , un grupo de grandes terratenientes, militares y funcionarios del gobierno decidieron eliminarlo. Creyeron que así, con este crimen ejemplar, frenarían a la “subversión”. Mataron a Romero, según ellos, para evitar más muertes.

Se equivocaron. Su fanatismo, su ceguera, aceleraron la guerra. A punta de muertos, de asesinatos atroces, miles ya para entonces, habían hecho crecer a la guerrilla. Partirle en plena misa el corazón al más alto jerarca de la iglesia católica salvadoreña, pensaron, mandaría un mensaje que nadie en El Salvador dejaría de atender. También en eso se equivocaron.

Actuaron los asesinos movidos por el miedo. Miedo a perder sus privilegios y prebendas. Miedo a perder su poder. Miedo a perder sus enormes riquezas. Miedo a que se acortara la brecha entre los potentados como ellos, muy pocos, y los millones de salvadoreños condenados a la miseria extrema. Miedo, según ellos, a que la paz –que era ya para entonces paz de los sepulcros- se perdiera para siempre.

Tenían también miedo al más mínimo e insignificante cambio en el orden establecido. Miedo a quebrantar sus tradiciones. Miedo a verse expuestos a un mundo distinto al que sus ancestros les habían heredado. Miedo a perder su hegemonía ideológica, a que sus “principios y creencias” se vieran, de pronto minimamente cuestionados.

Responsable de la operación fue un hombre, un experto en sembrar el miedo y la discordia, que con los años habría de fundar un partido: la alianza republicana nacionalista (ARENA) y al que muchos, en tanto se le señala como líder de los escuadrones de la muerte, consideran responsable directo de la muerte de miles de salvadoreños: el Mayor Roberto Dabuisson.

Seguidor de los dirigentes de la sanguinaria derecha guatemalteca, Roberto Dabuisson los superó con creces. La decapitación, el “corte de chaleco”, las masacres por él ordenadas fueron práctica común entre 1970 y finales de los 80 en El Salvador.

Fuerzas paramilitares y oficiales activos del ejército, la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda actuaban como escuadrones de la muerte sembrando el terror en pueblos, barrios y ciudades del país.

No tenía caso presentar ante tribunales a presuntos culpables. Al enemigo se le aniquila no se pone preso. Sólo a algunos, muy pocos, a los que se concedía importancia estratégica pasaban, antes de ser eliminados, por las salas de tortura, el grueso eran asesinados en caliente.

Nadie tenía entonces la vida asegurada; una opinión, un gesto, los dichos de un vecino, la delación de un enemigo movido por la envidia, los celos, la ambición o la simple antipatía, la sola sospecha de colaboración con la guerrilla equivalían a una muy expedita condena a muerte.

El frenesí anticomunista era la coartada. La doctrina de la seguridad nacional de Washington y sus manuales de contrainsurgencia dictaban los métodos. La muerte ejemplar como disuasivo contra el crecimiento de la izquierda. La muerte preventiva de todo aquel a quien se suponía siquiera proclive a las ideas de izquierda.

Y si no se escaparon de la acción criminal de los escuadrones de la muerte ni catequistas, ni curas, ni monjas tampoco habría de escaparse un obispo y menos todavía uno como Romero.

No fue siempre Monseñor Romero así; no estuvo siempre del lado de los pobres. Fue el dolor de su gente el que le abrió los ojos. La sangre derramada por su pueblo la que lo transformó. Fueron esas voces calladas a balazos las que dieron a su voz esa presencia, esa fuerza que aun, a 31 años de distancia, es preciso recordar, escuchar, reconocer y no sólo allá en El Salvador , también aquí, quizás, sobre todo aquí.

www.twitter.com/epigmenioibarra

1 comentario:

Jesús Vera dijo...

Oscar Arnulfo encontró a Cristo entre los pobres. Todo un hombre dedicado a su convicción. Gracias por el aporte.

Y bueno, va mi petición, déjeme seguirle en twitter, me tiene bloqeuado no se las razones, pero seguro usted si.

Jesús Vera
@ibdea
Ensenada. BC