Desgraciadamente —“qué le vamos a hacer si aquí nacimos”, claman potentes las imágenes del desastre— no hay novedad alguna en el hecho incontrovertible de que la naturaleza se ceba siempre con los más pobres. Es un triste lugar común, algo que se repite —qué le vamos a hacer, insisten necias las mismas imágenes de siempre— irremediablemente. Así sucedió incluso en el corazón de la nación más poderosa de la tierra, con la población afroamericana de Nueva Orleans; así sucede y con más razón todavía, cosas de los hoy llamados mercados emergentes, en nuestro país y sobre todo ahora en Tabasco y Chiapas.
Así habrá de suceder de nuevo cuando entre a tierra el siguiente huracán y luego el otro, el que ya acecha en el océano, o el que apenas se gesta en la imaginación del meteorólogo más avezado, o el norte o la tormenta tropical o el tsunami, de todos tan temido pero sólo por los pobres tan sufrido, o cuando tiemble o la tierra se hunda, se parta o se desgaje o se suelte el vendabal o una tromba se nos venga encima.
Aun a riesgo de que se piense que trato sólo de hacer un inocuo juego de palabras, me aventuro a afirmar que no está tanto en el cambio climático —que tiene su responsabilidad, y mucha, en el asunto— el origen de estas grandes tragedias, sino precisamente en la falta de cambio. Cambio social profundo.
Porque se mueven los indicadores macroeconómicos, se hace más hondo el abismo de desigualdad entre unos pocos, muy pocos que lo tienen todo y otros muchos que no tienen nada, se disparan las fortunas mal habidas de gobernantes venales y corruptos, suben los indicadores de inversión extranjera, las utilidades de las empresas, las expectativas de desarrollo, y con los pobres, con los pobres de siempre, más allá de unas cuantas acciones propagandísticas y de corto aliento, no sucede nunca nada.
Y es que, tal como están las cosas, nada puede suceder. Esos pobres, los nuevos “condenados de la tierra” que decía Franz Fanon, esos que ya no son tanto marginados por su color o por su condición de sometimiento colonial y su posición periférica con respecto de las grandes metrópolis; esos que hoy viven incluso dentro de ellas, en su mismo corazón, ya no son, para los que dicen hacerla, parte de la historia. No pueden serla, no caben en el modelo.
Ninguna relevancia tienen en sentido estricto esas poblaciones perdidas en la sierra de Chiapas o en los pantanos de Tabasco en la estructura de la nueva economía; no juegan ningún papel en ella. Son prescindibles, descartables. Tampoco tienen posibilidad de protagonismo económico y social alguno los pobladores de Chimalhucán o de los cerros de Naucalpan. Consumen, sí, pero no mucho; pagan impuestos, sí, pero no tantos. Poca o ninguna viene siendo su aportación a la vida económica y social del país. Son, a lo sumo, un lastre.
Ocupan el centro de atención de los políticos en campaña, y eso a veces, cuando sus votos tienen alguna importancia todavía, son el objeto de los afanes temporales de los medios electrónicos que en general solos los tienen encadenados, de ahí los de “audiencia cautiva”, a sus pantallas, se convierten en los titulares de la prensa en tiempos de tragedia y luego vuelven a la marginación y al olvido. Eso hasta que un golpe terrible de la naturaleza, otro más, les devuelve un trágico y momentáneo papel estelar.
Mirar los efectos de esos golpes de la naturaleza —“golpes como del odio de Dios”— que caen de manera tan cruel e irremediable sobre los mismos de siempre. Ver, en la primera página de los diarios, a la mujer que se aferra a una soga mientras cruza una violenta correntada que apenas le deja libre la cabeza. Imaginar las casas, los campos anegados. Perdidos los aperos de lambranza, los pocos bienes: la tele, la cama, el refrigerador, cuando los hay. Hundidos en el fango los utensilios de cocina, las herramientas de trabajo, las muy magras despensas familiares. Ver —y así, de lejos, observador distante desde tierra firme— el dolor y el desgarramiento de quienes han perdido a sus seres queridos. Imaginar que hay muchos; los niños más pequeños que jugaban solos en el patio o los ancianos que yacían en una cama, que están ahí bajo las aguas y esperan pacientes a que éstas bajen para decirnos, para gritarnos desde su muerte lo que ya sabemos. Que es a ellos, los pobres, a los que les toca, como siempre. Que son ellos, millones de ellos, para los que vivir con el agua al cuello es destino manifiesto. Ser otra vez testigos de la tragedia ajena debiera, me imagino, movernos a algo más que a la necesaria y loable solidaridad espontánea y restringida al momento del desastre. Más que despensas —que se necesitan— urge modificar —no sé cómo— ese destino manifiesto.
viernes, 9 de noviembre de 2007
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