(Primera Parte)
Me propongo disentir, vaya reto, de muchos de quienes escriben en este diario. Menos amenazada siento la libertad de expresión por la reforma electoral en curso que a nuestra democracia por el poder omnímodo de la televisión. Me inscribo en el debate pasando revista de un plumazo a la historia de ese poder que hoy se resiste a dejar de serlo.
Durante décadas la televisión mexicana dio la espalda a lo que sucedía en el país. Ni los terremotos políticos del 68 y el 88, por ejemplo, existieron para ella. No hubo registro alguno de los rios de gente que todos mirábamos en la calle; tampoco de las fuerzas militares reprimiéndolos. Menos todavía expuso la televisión la lacerante situación de millones de mexicanos y la falta total de apertura, transparencia y legalidad del régimen autoritario. Acciones represivas, fraudes electorales, escandalosas corruptelas eran negadas o simplemente ignoradas en la pantalla.
Se dedicó así la televisión, mientras crecía en poder e influencia, con devoción y eficiencia a servir al régimen autoritario como un instrumento de reproducción de los dogmas del sistema, de exaltación de sus figuras y de negación de su pantalla a aquellos que apuntaran siquiera a la posibilidad de una transformación democrática del país volviéndolos por el contrario, cuando se daba el lujo de reconocer su existencia, blanco de fulminantes ataques propagandísticos.
Al mismo tiempo, la televisión sustituyó en sus tareas a la SEP y a los organismos de promoción cultural del estado y deformó el gusto popular. La educación sentimental de los mexicanos quedó en manos de mercaderes que crearon los más insulsos melodramas seriados y los más humillante programas de concurso. Solos en el cuadrante hacían lo que les venía en gana. La audiencia, sin opciones, tenía poco pan y un muy pobre espectáculo circense.
La izquierda y los intelectuales, ante lo angosto de sus posibilidades de intervención en el medio, optaron, salvo algunas excepciones, por salirse por la tangente. Tachando a la TV como “caja idiota” se abstuvieron de participar en ella o cuando lo hicieron aceptaron sin chistar términos y condiciones considerándola sólo una fuente de ingresos. La caja, sin embargo, no era idiota, la hicieron idiota por omisión quienes se resignaron ante la programación de aquel tiempo y por acción aquellos mercaderes que transformaron un bien público, el medio de comunicación más importante del siglo XX, en una mera extensión de los escaparates de sus tiendas.
Los tiempos cambiaron. El régimen autoritario comenzó en el 94 a sufrir los primeros síntomas de desgaste profundo. La larga y tenaz lucha por la democracia de sectores cada vez más amplios de la población, la insurrección zapatistas en Chiapas, los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu mostraron las profundas ineficiencias, injusticias y resquebrajaduras del sistema. El control del estado, sumido en graves contradicciones internas, sobre la tele y en general sobre los medios comenzó a erosionarse. Ya Becerra Acosta en el primer Unomasuno, Carlos Payán en la Jornada, Julio Scherer en Proceso y un ejército de grandes reporteros y periodistas (muchos de los cuales escriben hoy aquí) estaban dando una batalla campal por la apertura en los medios impresos y habían logrado desencadenar una nueva dinámica social.
La pantalla de la televisión, antaño tan poderosa, se mostraba entonces evidentemente rezagada; más que ventana al mundo devenía, ante una opinión pública cada vez más despierta y exigente, en mero instrumento para evitar que este fuera descubierto.
En las postrimerías del sexenio de Salinas de Gortari y luego con Ernesto Zedillo, como los otros medios, la televisión comenzó a sentirse liberada de compromisos. Rota su condición monopólica estableció como estrategia de sobrevivencia y de validación político social la apertura de sus espacios informativos a personajes y expresiones democráticas y dio un espacio limitado pero suficiente a la oposición política. De actuar como “soldado del PRI” y resultado de la presión de una competencia hasta entonces inexistente y sobre todo de la presión social, pasó a una posición de imparcialidad que duró desgraciadamente muy poco.
De esta apertura se beneficia Vicente Fox quien, desde su misma llegada a la Presidencia, abdica, en los hechos, del poder que los votantes le entregaron en las urnas para entregarlo incondicionalmente a la televisión. Los papeles entonces se trastocan. Antes eran Los Pinos los que imponían sus reglas a la televisión. Con Fox y su esposa es la televisión la que impone reglas y condiciones. De obedecer y servir al gobierno pasa la televisión a ordenar y servirse del gobierno. Es vital recomponer las piezas; no volver, claro está, a un sistema de control y complicidad pero no ceder tampoco soberanía.
jueves, 22 de noviembre de 2007
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