viernes, 30 de noviembre de 2007

Un poder que se resiste a dejar de serlo

Segunda y última parte



Vale tanto —o debiera valer así— la libertad de expresión del ciudadano más humilde como la del periodista más poderoso de la televisión. Vale tanto la libertad de expresión de un pequeño grupo de mujeres de la Sierra de Puebla como la del más grande consorcio televisivo. El problema estriba en que una sola voz, la del periodista o la del consorcio, ¿cómo saber de cuál se trata?, ¿cómo saber quién habla y cuándo?, ¿el empleado o el empleador?, puede, de golpe, no solamente llegar a millones de personas sino además hacer que la voz de esos millones —una voz que pretende expresarse en las urnas— simplemente no se escuche o suene distorsionada, muy distinta a las angustias, reclamos y legítimas aspiraciones y derechos que le dieron origen.

Aquí hemos vivido muy recientemente, y esto ha quedado soslayado en el debate actual sobre las amenazas a la libertad de expresión y la reforma electoral, un evidente y viciado proceso de manipulación mediática de la voluntad popular. No se trata ni siquiera de discutir quién ganó o quién perdió los últimos comicios presidenciales sino de cómo se libró la contienda.

Tan viciado resultó el proceso que los propios partidos políticos participantes, corresponsables e instigadores de esos mismos vicios, tanto los que ganaron la elección como los que la perdieron, se han visto precisados a corregir el rumbo en un acto de lucidez y sobrevivencia, so pena de perder —de que perdamos todos— nuestra incipiente y frágil democracia.

Las pasadas elecciones presidenciales en México son, sin duda, un ejemplo sin precedentes en la historia reciente de América Latina, de cómo la televisión y el poder del dinero pueden, si no existe el marco legal y cuando el gobierno en un hecho vergonzante y delincuencial –como lo hizo Vicente Fox– ha abdicado ante ellos de su soberanía, no sólo influir en las elecciones; cosa entendible y propia de su naturaleza aunque no necesariamente legal, sino torcer, deformar, suplantar la voluntad popular constituyéndose en los hechos como gran elector.

Si queremos democracia en este país es preciso que los votantes puedan discernir con libertad en qué sentido quieren que su voz, su voz que son votos emitidos individualmente y en secreto, depositados en las urnas y contados uno por uno, sea escuchada sonora y claramente. Ahí, en esa sonoridad inconfundible, de esa voz rotunda, es que nace la paz; el bien supremo, sólo eso la garantiza. Cuando algo distorsiona ese sonido, como sucedió en 2006, la legitimidad de cualquiera que se reclame expresión de esa voz queda, mas allá de cualquier acción propagandística, manchada de origen.

No hay, pues, libertad de expresión ni más esencial, ni más sagrada que ésta y tanto que todas las demás; la mía, la del colega de la columna de enfrente, la del conductor del noticiario televisivo, la del comentarista radial de ahí nacen, por eso es que existen, para eso es que existen: para garantizar que esos millones que no tienen acceso a un micrófono o a una cámara, que no pueden hacerse escuchar más que votando, puedan seguir haciéndolo.

No avalo el establecimiento de medidas de control editorial de ningún tipo. Ni de “lineamientos” o “sugerencias”. Que manden siempre los hechos; que ellos hablen, los de la realidad cuando se hace periodismo, los de la libre creación cuando se hace ficción. Nadie debe erigirse en controlador político o en censor moral, así sea invocando, como lo están haciendo, la supuesta calidad de los contenidos. Tampoco, insisto, nadie tiene derecho –invocando la libertad de expresión– de suplantar la voluntad ciudadana.

No podemos cerrar los ojos ante la evidencia de una televisión que dio la espalda al país por décadas y luego se sintió —por la traición de Fox— dueña del mismo. Hay que acotar, para eso sirve la ley y así se hace en otras democracias, ese poder fáctico que nadie eligió (uno cambia de canal pero no puede cambiar ya de televisión).

Esa tarea impostergable de preservación de la soberanía popular, de constituirse en garante del limpio juego democrático, corresponde a los poderes del Estado y entre ellos a la representación popular. No a la que hoy, en un peligroso esfuerzo de descrédito de la política, llaman “partidocracia”; a la Representación Popular, expresión de la voluntad de millones de votantes, porque eso y no otra cosa es el Congreso de la República.

Bienvenida sea la reforma electoral. Bienvenido un nuevo IFE, este sí espero, y después del de Ugalde que se lavó las manos tantas veces, garante de la limpieza y equidad de los comicios y en el que la falta de un marco legal adecuado no vuelva a ser utilizada jamás como coartada de la sumisión frente a los poderes fácticos. Saludo a un IFE con dientes y con manos, “porque con los dientes, con las manos, como sea” que decía Miguel Hernández, hay que defender esa voz que se expresa en las urnas. La voz primera, la que permite que se escuchen todas las voces.

1 comentario:

Roberto dijo...

PARA QUE EXISTA LA DEMOCRACIA SE DEBEN DE ERRADICAR LOS POPULISMOS MESIANICOS, QUE SON SU MAYOR AMENAZA