jueves, 24 de enero de 2008

EL SALVADOR: 16 AÑOS DE UNA PAZ DISTINTA

Segunda y última parte


De la represión selectiva, a manos de los escuadrones de la muerte que sembraban las calles de decapitados o ametrallaban a manifestantes, a las masacres realizadas por los batallones especiales de reacción inmediata entrenados en los EEUU y que borraban del mapa caseríos enteros para, como dicta el manual norteamericano de contrainsurgencia, “sacarle el agua al pez”. Del apoyo a la dictadura de una oligarquía sanguinaria (la de las 14 familias) al apoyo a gobiernos (de la democracia cristiana y de la ultraderechista ARENA) emanados de elecciones celebradas en medio de combates. Así operaron, con el más vasto despliegue posible dentro de la llamada guerra de baja intensidad, los gobiernos estadounidenses de Ronald Reagan y George Bush padre en El Salvador.

Para conquistar “mentes y corazones” los norteamericanos lo intentaron todo. Concientes, luego de la experiencia de Cuba y Nicaragua que las dictaduras se tornan muy pronto indefendibles, alentaron la creación de una democracia contrainsurgente. Camino que hoy intentan de nuevo en Irak. Era el suyo un esfuerzo por contener el avance revolucionario a toda costa y para eso, para “instaurar la democracia”, se aliaron con dios y con el diablo y ensangrentaron el país.

Votos y balas era la consigna. Centenares de miles de toneladas de armamento y municiones. Miles de oficiales del Pentágono y la CIA fueron desplegados en el terreno. Sólo de nombre eran asesores, sólo formalmente estaba prohibida su participación directa en operaciones militares. Lo único que faltó, a los norteamericanos, fue que sus tropas intervinieran masiva y directamente en combate. Muchas veces lo pensaron. Sólo el fantasma de Viet Nam los detuvo y con ese fantasma una certeza; sabían que, como en el sudeste asiático, podían empantanarse y perder una guerra contra otro ejército de desarrapados. Desarrapados sí. Unos cuantos miles también, pero guerrilleros, como los del vietcong, con una capacidad de organización y combate excepcionales.

Washington no escatimó jamás recursos de todo tipo para tratar de aplastar a la guerrilla salvadoreña y, sin embargo, ahí, en ese país de tan sólo 22 mil kilómetros cuadrados, sin zonas selváticas o montañosas de importancia, y tan densamente poblado que los rebeldes no tenían dónde esconderse si no era entre la misma población (“el pueblo es nuestra montaña” decían); ahí donde la lucha guerrillera parecía a todas luces imposible; ahí en el “Pulgarcito de América”, como lo nombraba Gabriela Mistral, fracasó, contra todo pronóstico, el esfuerzo contrainsurgente más complejo y completo puesto jamás en marcha por el país más poderoso de la tierra.

Esto por supuesto no lo consideran aquellos que creen que el FMLN al sentarse en la mesa de negociación y firmar un acuerdo de paz cometió una traición. Es ese el pensamiento típico de una izquierda dogmática que no sabe o no ha querido jamás, pese a su aparente radicalismo, arriesgarse a tomar las armas pero que es pronta y ligera para lanzar anatemas.

Esto también piensan –que quien negocia transa- aquellos que un día se alzaron sin atreverse a llevar la guerra hasta sus últimas consecuencias. Aquellos que olvidaron el propósito de su lucha y se tornaron sólo profesionales de violencia. Esos que, cómodamente instalados en sus santuarios selváticos, consideran una victoria la preservación de sus propias fuerzas y tienden, como en el caso de las FARC de Colombia, en tanto ejércitos revolucionarios que no combaten, que han cambiado la consigna de “Hasta la victoria siempre” por la de “Vivimos para luchar, luchamos para vivir”, a corromperse y a hacer de acciones puramente delincuenciales –como el secuestro de civiles- uno de los elementos centrales de su estrategia.

La guerra en El Salvador se acabó a sí misma. Se agotó. Se consumió a punta de combates y muertos. La guerrilla y el ejército se dieron con todo; todo el tiempo. De Washington no cesó nunca de fluir la ayuda militar, el apoyo político-diplomático, los miles de millones de dólares para sostener la guerra y la economía. La negociación era, en ese punto, cuando ya conquistar más en el terreno de combate era impensable, un imperativo patriótico; un gesto de racionalidad, de humanidad, una actitud revolucionaria. Nunca de cobardía, menos de traición.

Jamás, como en Colombia, por ejemplo, se pactó una tregua que durara más allá de una semana. La negociación se llevó a cabo empujando ambas partes a punta de fusil sus argumentos y ambas partes, la derecha y la democracia cristiana, dieron, de la mano de la guerrilla, una lección de dignidad al mundo entero. Sacrificaron los dos bandos parte de sus intereses económicos y políticos, sus dogmas ideológicas y decidieron, hace 16 años, tomarse el riesgo (otro más; el de no tener el poder) y darle oportunidad a la democracia. Ganó así el país, los salvadoreños y también, si sabemos aquilatar esa experiencia, ganamos todos.

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