jueves, 31 de enero de 2008

LA ODISEA DE CECILIO PENAS

Apenas salía el sol detrás de las montañas de Nevada. Sentado en una silla del aeropuerto de Las Vegas mirando el paisaje -“la aurora de rosáceos dedos” que dice Homero en La Ilíada- a través del enorme ventanal un hombre joven, apenas en los 20, de tez morena, pobremente vestido, con su gorra roja y a todas luces mexicano y de origen indígena y campesino, acariciaba nervioso, en ese amanecer de miércoles, su pase de abordar.

La sala de espera hasta entonces vacía comenzaba a poblarse de viajeros. Casi todos ellos norteamericanos. Los vuelos, por las condiciones del tiempo en la mayoría de los destinos, sufrían, otra vez, demoras importantes. La incomodidad y la resignación de quienes están acostumbrados a los caprichos del invierno se reflejaba en los rostros y mientras unos, sin demasiadas esperanzas formaban largas filas ante los mostradores, otros, los más, se enfrascaban en conversaciones telefónicas.

El hombre de la gorra roja miraba su boleto, olvidaba el amanecer, estaba tan ensimismado, era tan distinto, que nadie se sentaba cerca de él. Se le veía ajeno, lejano, era un extraño y tanto que estaba –eso decían los ojos de quienes fugazmente lo miraban- totalmente fuera de lugar.

No lo sentí acercarse. De pronto lo ví a mi lado abriendo su cartera y mostrándome un billete de doscientos pesos: “Cambio -me dijo primero con timidez y luego al notar que le entendía con más aplomo-necesito cambio para comprarme un café y un pan. No es de aquí el billete –añadió sacándolo de la cartera- pero vale y no tengo otro”.

Después de comer algo me contó su historia. Dieciocho días atrás había salido de un pueblo cerca de Atlixco, Puebla, al que en su infancia y buscando trabajo había emigrado desde Xochicalco en Morelos, donde nació. “No hablo ingles, no les entiendo nada a ellos –hizo una mueca y los barrió a todos con una mirada altiva- pero hablo español y mexicano”.

Había cruzado por el desierto de Sonora. Dos veces fue detenido por la migra y devuelto a México. Finalmente lo logró en el tercer intento. El coyote, que le cobró 2,500 dólares por el viaje, lo acababa de dejar en el aeropuerto con un boleto para Newark donde lo esperaba su hermano.

Entre trago y trago de café y sin mostrar ninguna emoción, sin dramatizar en absoluto su aventura, con la mirada fija en el boleto, fue narrando su odisea. El coyote se drogaba y subía las cuestas a toda velocidad. Ellos, ya sólo 8 hombres y una mujer, otras tres personas se habían rendido después de los fallidos intentos anteriores, trataban con desesperación de alcanzarlo, de no perderle el rastro en medio del desierto.

En la noche, para tratar de dormir, se metían en bolsas de basura y se abrazaban para combatir el frío. Amanecían cubiertos de nieve. Caminaron así cuatro días y cuatro noches. Hubo un momento en que un joven pasado de peso no pudo más. Poco antes una señora había estado también a punto de rendirse y el coyote le inyectó algo que le dio fuerza o locura suficiente para continuar. La misma inyección hizo al joven el efecto contrario y este se desplomó.

“Él se dio cuenta de todo, de que ya estaba acabado. Nos pidió que lo dejáramos. No podíamos cargarlo, no podíamos ayudarlo -me miró a los ojos; había en los suyos una tristeza profunda- estábamos en el monte, el coyote nos amenazaba con dejarnos atrás. El gordo –insistió- lo entendió. Sabía que era su destino. Nos hincamos frente a él, rezamos con él, se desmayó y lo dejamos. Ya ha de estar muerto”.

Esa noche en la cima de otra loma encontraron una de esas mismas bolsas de nylon. Pensaron que su interior podía haber cobijas o comida. La rasgaron y encontraron el cuerpo en descomposición de una mujer.

“Imagina a su papá, a su mamá, -hablaba del gordo, de la mujer, de muchos otros- al hermano que lo espera y pasa un día y no llega y otro y tampoco llega y luego pasan años y no llega nunca” me dijo. Recordó entonces a su familia. Le ofrecí mi teléfono. No había hablado con sus padres desde Hermosillo. “No llores -le decía a su padre- ya estoy aquí, ya voy a llegar con mi hermano”. Colgó. Sólo me dijo gracias.

Anunciaron mi vuelo. Él iba al norte. Yo volvía a México. A ese México donde nació y que hoy, como a tantos otros, lo expulsaba. Un norteamericano ya entrado en años con chaqueta militar lo miraba con desconfianza y desprecio. Nos despedimos. Su vuelo se había atrasado y sólo pude recomendarle que estuviera pendiente de la puerta asignada para abordar el avión. En su boleto leí su nombre y sin su autorización, la de Cecilio Penas, que así se llama, cuento esta historia. La de un héroe que, como muchos, no es parte de ninguna historia.

La cuento dolorido, impotente, indignado, con la imagen de Cecilio, de ese valiente, sentado esperando el avión que lo llevaría a su destino. ¿Habrá llegado finalmente? ¿Estaría ahí su hermano esperándolo? Todo era hostil en torno a él. Todo lo rechazaba; a él que había atravesado un país entero, luego el desierto. A él que había enfrentado la muerte y todo esto sólo para encontrar un trabajo digno. Un trabajo que aquí no fuimos capaces de ofrecerle. Vaya odisea la suya. Vaya fracaso el nuestro.

1 comentario:

CANTACLARO dijo...

HABRÁ QUE PREGUNTARLE A CECILIO PENAS QUÉ TAN BIEN ESTAMOS, QUÉ TANTO DAÑO NOS HA HECHO EL TLC, QUÉ TAN DESARROLLADOS SOMOS, SÍ, COMO LOS CHIAPANECOS DEL SPOT, NO HAY POR QUÉ IR A PASAR PENURIAS A OTRAS TIERRAS, FALTARÍA MÁS !!!!!!!!